En 1813, cuando Charles Darwin zarpó de Plymouth, Inglaterra a bordo del HMS Beagle, el biólogo británico se mareó casi de inmediato y sufrió de náuseas durante la mayor parte de los cinco años que estuvo a bordo. Pero el viaje, no obstante las dificultades para Darwin, nos recompensó a todos los demás con una de las más grandiosas teorías científicas de todos los tiempos. Después de estudiar la costa sudamericana durante varios años, Darwin se abrió paso hasta las Islas Galápagos, donde despertó su curiosidad por los pinzones y sus picos de variados tamaños y formas. ¿Cómo era posible, se preguntó, que las aves de un archipiélago situado a cientos de kilómetros del continente pudieran diferir tanto de otros pájaros de la misma especie? “Parece que nos acercamos algo a ese gran acontecimiento (ese misterio de misterios) que es la primera aparición de seres nuevos sobre esta tierra”, escribió en su diario. Y resolvió el “misterio de misterios” con su revolucionaria teoría. Hoy, la evolución es una ciencia establecida.
Avancemos 176 años, hasta un autor y guionista estadounidense de origen británico llamado Matthew Chapman, quien se encuentra tendido en un sofá de su apartamento de Manhattan, mirando un debate de las primarias presidenciales. El año es 2007 y aunque Chapman no siente náuseas con lo que escucha, experimenta cierta desazón (no por primera vez) porque los candidatos jamás han debatido sobre ciencias, a pesar de que cualquiera de los desafíos más enfadosos del futuro presidente –desde las armas nucleares de Irán y el calentamiento global, hasta la seguridad Internet y la política reproductiva de las mujeres- es imposible de abordar sin tocar materias como física, matemáticas y biología.
Fue entonces cuando hizo un descubrimiento propio.
Las credenciales científicas de Chapman son, literalmente, genéticas. Sucede que es el tataranieto de Charles Darwin y hacía poco escribió unas memorias sobre su infancia a la sombra del ilustre científico (es la oveja negra literaria en el extremo de una larga línea de científicos notables). Como parte de su investigación para la obra, estudió el juicio Scopes, donde el político William Jennings Bryan enfrentó al abogado Clarence Darrow por enseñar la evolución en una escuela pública, de suerte que la política en torno de las ciencias en la vida estadounidense estaba muy fresca en su mente. “Todo en mi familia era evaluado mediante alguna forma del método científico”, dice Chapman, quien emigró de Londres a Hollywood en la década de 1980 para trabajar como director y guionista, y ahora vive en Nueva York. “Me resultó de lo más extraño constatar que las personas en quienes íbamos a depositar nuestra confianza no abordaba los temas ni el método para evaluar la verdad de la mejor manera posible”.
El consiguiente viaje de Chapman al interior de la política estadounidense no ha sido muy distinto de la travesía de su antepasado en el Beagle: mareador y lento para producir resultados. Su gran idea: cada cuatro años, los candidatos presidenciales deben sostener un debate exclusivamente sobre ciencias. Para ello, solicitó el apoyo de su colega escritor y guionista Shawn Otto, autor de un libro sobre la historia de la ciencia en la política estadounidense; y juntos fundaron Science Debate. Convocaron a 28 ganadores del Nobel, 108 presidentes de colegios y universidades, miembros de la Academia Nacional de Ciencias y una larga lista de artistas, escritores y líderes de industrias, y encargaron investigaciones y encuestas para analizar la manera como los candidatos presidenciales hablan de ciencias. Luego, invitaron a los candidatos a un debate, en 2008, pero fueron ignorados; dos veces.
Chapman y su junta de asesores (que incluye personajes como Norm Augustine, ex CEO de Lockheed, y al ex gobernador de Minnesota, Arne Carlson) creen tener una buena oportunidad en este ciclo electoral. Por ello, trabajan con National Geographic Channel y la Universidad Estatal de Arizona en otro intento para preparar y transmitir un debate presidencial sobre ciencias. El descendiente de Darwin dice no estar desalentado por fracasos anteriores para que individuos como Donald Trump y Bernie Sanders intenten explicar cómo incorporarían la ciencia en el proceso de decisiones de la Casa Blanca. “Creo que llegará el momento cuando la falta de participación de un candidato en un debate de ciencias será tan extraña como su inasistencia a un debate sobre política nacional o exterior, o un debate sobre economía”, comenta.
Más los debatientes en política exterior concuerdan en que existe un lugar llamado Irán, y los contrincantes en política nacional no difieren en la cantidad de estadounidense beneficiados por Medicare. En cambio, un debate de ciencias iniciaría y terminaría con un profundo desacuerdo en multitud de hechos que la gran mayoría de los científicos considera irrefutables.
Una avalancha de nieve en el infierno del Senado
Ninguno de los candidatos principales ha accedido aún ha participar en el debate de Chapman; pero tampoco han negado que la ciencia es el meollo de muchas de las batallas más polémicas de la actualidad. Tomemos el caso del acuerdo nuclear con Irán. Los equipos internacionales de negociación reunidos en Viena, este verano, están integrados no solo por diplomáticos, sino también físicos, cuya experiencia ha sido indispensable para que las conversaciones trasciendan del tema de dónde preparan las mejores tartas Sacher. Todos los participantes, desde el secretario de Estado John Kerry hacia abajo, han tenido que dominar los misterios del procesamiento de uranio, entender la diferencia entre las centrífugas IR-1 e IR-2m, descifrar lo que significa limitar un reactor para que “no exceda 20 MWth” y entender que, cuando alguien habla de “tiempos de horneado”, no se refiere a cocinar galletitas.
El jugador principal del equipo estadounidense no ha sido Kerry, sino el secretario de Energía Ernest Moniz, físico de MIT reconocible fácilmente como científico gracias a su cabello canoso y discretamente más manejable que el de Albert Einstein. A este personaje se ha llevado el crédito de salvar uno de mayores obstáculos, pues permitió que los iraníes conservaran un valioso búnker de investigaciones nucleares fortificado, llamado Fordo, luego de persuadirlos de dedicar sus centrífugas a la producción de isótopos médicos en vez de crear combustible para bombas.
Cuando Moniz regresó de Viena, se presentó ante el Congreso para explicar las minucias del acuerdo a los observadores republicanos que quieren echarlo por tierra. Si bien el GOP ha presentado algunas evidencias científicas válidas para sustentar sus objeciones, el espectáculo ha derivado en momentos algo embarazosos. Jonathan Weisman, reportero del New York Times que cubría la audiencia, envió un irónico tweet: “Ahora, el senador Ron Johnson está sermoneando al físico MIT Ernest Moniz sobre armas de pulsos electromagnéticos”.
Otra profunda división arraigada en la biología ha ocasionado uno de los conflictos políticos más intratables del país: el aborto legal. El mes pasado, se divulgaron vídeos donde los líderes de Planned Parenthood hablaban de cosechar tejidos fetales, situación que desató otra ronda de ataques políticos contra la organización. Cecile Richards, presidenta de Planned Parenthood, reprendió a la médica en cuestión por referirse, de manera indiferente, al aplastamiento de cráneos fetales, mas la organización sostiene que esas conversaciones grotescas son típicas de la profesión médica. Mientras los comités congresistas se preparan para sostener audiencias y determinar si retirarán los fondos para los programas anticonceptivos de Planned Parenthood como represalia por las revelaciones, algunos políticos proyectan recurrir a científicos cuando llegue el momento de analizar los procedimientos estándar para donaciones de órganos cadavéricos y fetales, así como para responder interrogantes más trascendentales como el dolor fetal y cuándo inicia –o no- la vida humana.
Pero el tema de ciencias más polémico de nuestro tiempo es, con mucho, el cambio climático, que enfrenta al establishment científico mundial contra la industria energética global, muchísimo mejor financiada. Casi cada semana, los científicos revelan las terribles consecuencias de las emisiones de carbono humanas; esto incluye la noticia de julio pasado, cuando el ex científico planetario NASA, James Hansen y otros líderes del campo anunciaron que los niveles marinos podrían aumentar 3 metros en 50 años, superando con mucho los cálculos anteriores. Obama consiguió reelegirse en 2012 sin hablar gran cosa del calentamiento global. Pero con el segundo periodo en el bolsillo, ahora considera el problema del máximo interés; así que, en agosto, desveló un ambicioso Plan de Energía Limpia que, para 2030, pretende reducir las emisiones en 32 por ciento respecto de los niveles de 2005. “Estoy convencido de que ningún desafío representa una amenaza mayor para el futuro del planeta”, dijo Obama. “La posibilidad de que sea demasiado tarde es real”.
En el Capitolio, los líderes republicanos ya han entrado en acción: convocaron a científicos de NASA para que expliquen porqué desperdician dinero de los contribuyentes rastreando la creciente temperatura del planeta en vez de volar a Marte (sus observaciones revelaron que 2014 fue el año más caluroso en la historia registrada). James Inhofe, presidente del Comité del Ambiente y Obras Públicas del Senado, desató una avalancha de nieve en el pleno al señalar que, seguramente, aquel planeta no estaba calentándose. El senador Ted Cruz, quien preside el Subcomité sobre Espacio, Ciencia y Competitividad, ha presionado a NASA para que deje de monitorear la temperatura terrestre y mejor hable de ciencia ficción; evidentemente, su tema favorito, como demostró en una reciente entrevista con New York Times, cuando afirmó que el capitán Kirk, de “Viaje a las estrellas”, era republicano.
El método anticientífico
Con contadas excepciones –Al Gore, Newt Gingrich-, los candidatos presidenciales modernos rara vez hablan de ciencia. No obstante, los Padres Fundadores estaban comprometidos con el método científico y la ciencia era la esencia de su concepto de nación. En julio 4, 1776, al adoptarse la Declaración de Independencia, Thomas Jefferson estaba registrando las temperaturas como parte de un proyecto de investigación. Y todos conocemos las historias de los experimentos de Ben Franklin con el rayo y la cometa. El fundador del Smithsoniano, el museo más grandioso de Estados Unidos y nuestra primera institución científica, fue un científico británico que, como muchos otros en su campo, creía que la nueva democracia al otro lado del Atlántico produciría logros científicos fabulosos.
Estados Unidos se convirtió, ciertamente, en un líder global en ciencia y tecnología. Pero a la vuelta de 239 años de su fundación, muchos compatriotas y muchos de nuestros líderes electos empezaron a recelar de los científicos y a desconfiar de sus conclusiones. Todos conocemos al personaje del Profesor de la “Isla de Gilligan” o a los estudiantes doctorales de “The Big Bang Theory” en la cadena CBS, mas solo unos cuantos somos capaces de recordar a un científico estadounidense vivo. La mayoría podemos mencionar a Einstein, quien temía tanto el olvido que, en 1946, menos un año después que Estados Unidos soltó la bomba en Hiroshima, trató de reunir fondos para una campaña nacional que generara más conciencia pública sobre la ciencia detrás del proceso de decisiones políticas, particularmente en lo tocante a la guerra y las armas. “Al desatar el poder del átomo, todo ha cambiado excepto nuestra forma de pensar y así, vamos a la deriva hacia una catástrofe sin paralelo”, escribió Einstein, quien no consiguió su campaña.
Los estadounidense desconfían de la ciencia por varias razones y la más válida es que cualquier investigación científica conlleva un elemento de incertidumbre. Con todo, hay otras causas: la estirpe anticientífica de los fundamentalistas religiosos y la pseudociencia inconformista financiada por intereses especiales, la misma que hoy apunta contra el cambio climático y que antes defendió la seguridad del tabaco.
El sentir partidista hacia la ciencia ha virado 180 grados desde la Guerra Fría, cuando los republicanos eran un partido pro-ciencia y los demócratas liberales desconfiaban de su relación con las fuerzas armadas. Los demócratas solían ser el partido de la astrología y el New Age. Convencido de que el hongo nuclear de la ciencia condenaría a la humanidad, el novelista Kurt Vonnegut escribió: “Solo hay esperanza en la superstición”. Pero el péndulo ha oscilado al otro extremo y ahora son los republicanos quienes desconfían más de la ciencia. Según investigadores Pew, 83 por ciento de los demócratas y los independientes de tendencia demócrata consideran que la inversión gubernamental en investigación científica básica rendirá frutos a la larga; en cambio, una mayoría republicana más reducida –62 por ciento- comparte esa opinión, en tanto que 33 por ciento dice que esas inversiones son inútiles.
Este cambio partidista data de principios de los años noventa, cuando cada vez más predicciones lóbregas sobre el cambio climático amenazaban al sector energético, base crítica de los fondos del GOP. A la fecha, según encuestas Pew, 87 por ciento de los científicos cree que la actividad humana causa el calentamiento global y 71 por ciento de los demócratas afirma que la Tierra se calienta por culpa de la actividad humana, mientras que solo 27 por ciento de los republicanos concuerda con esa aseveración. Por otra parte, solo 43 por ciento de los republicanos acepta la teoría de la evolución, contra 67 por ciento de los demócratas.
Hay que reconocer que los demócratas no tienen la misma actitud pro-ciencia en muchos temas, incluido el calentamiento global. Algunos protegen intereses de carbón y tienden a oponerse a la energía nuclear, pese a que es una fuente de energía que no genera carbono y que los científicos suelen respaldar. E igual que los republicanos, también hay detractores de la vacunación y un amplio sector que considera peligrosos los organismos genéticamente modificados (OGM), posturas que chocan con la mayor parte de las investigaciones científicas de revisión paritaria.
La ciencia moderna se sustenta en un modelo de cuestionamiento desarrollado por pensadores europeos del siglo XVII, a veces llamado método científico, nombre que usó el descendiente de Darwin cuando lo entrevisté. El procedimiento consiste en observar el mundo natural, cuestionar lo que vemos y luego, hacer experimentos para obtener evidencias mensurables y empíricas para responder interrogantes.
Para entender un tema científico cualquiera –digamos, el cambio climático, las vacunas, OGMs, ciberhackeo o la vigilancia digital-, un laico necesita tener un conocimiento rudimentario del método científico y cierto nivel de confianza en que los resultados, una vez confirmados, son correctos.
Pero el estudio Pew reveló que los estadounidense no tienen esa confianza en muchos temas. Los estadounidenses respetan, aunque no creen, necesariamente, en los científicos y eso se extiende a todo el espectro político. Tal desconfianza es la esencia del clamor por un debate en ciencias. “Para dirigir el debate nacional hace falta un conocimiento básico sobre los temas importantes, qué sabemos y qué desconocemos, y cuáles son los esfuerzos nuevos que necesitamos poner en marcha”, dice el físico Lawrence Krauss. “Los datos científicos no son demócratas ni republicanos”.
Tenemos que hablar de Sandy
En elecciones presidenciales recientes, los dos partidos han evitado hablar del cambio climático y lo mismo han hecho los periodistas que siguen las campañas. La organización League of Conservation Voters hizo cuentas y descubrió que, para enero 25, 2008, los reporteros habían realizado 171 entrevistas con candidatos presidenciales y de las 2,975 preguntas formuladas, solo seis mencionaron las palabras calentamiento global o cambio climático, en tanto que tres contenían el término OVNI. En 2012, luego de un año récord de calor, sequías y fusión de hielo en el Ártico, ninguno de los moderadores de los tres debates presidenciales previos a las elecciones generales preguntó sobre el calentamiento global, y los candidatos tampoco abordaron el tema. Lo más que se acercaron los aspirantes a un debate de ciencias ocurrió durante sus convenciones de nominación. Al comparecer frente a sus compañeros republicanos en Tampa, Florida, Mitt Romney bromeó sobre un Obama mosaico que profetizaba un “lento incremento de los océanos” y prometía “sanar al planeta”. Durante la Convención Nacional Demócrata en Charlotte, Carolina del Norte, Obama declaró: “El cambio climático no es un engaño. Más sequías e inundaciones e incendios no son broma. Son una amenaza para el futuro de nuestros hijos, y pueden hacer algo al respecto en esta elección”.
Y eso fue todo, hasta que la súper tormenta Sandy inundó la parte baja de Manhattan y Nueva Jersey durante las últimas etapas de la campaña, obligando a los candidatos a cancelar actividades programadas y forzando a los reporteros a enfocarse en el clima extremo.
El presente ciclo presidencial promete ser distinto. Participen o no en un debate público sobre ciencias, al menos los candidatos ya están tomando posiciones. “Es evidente que el tema [del cambio climático] ha repuntado en las dos competencias primarias respecto de lo que vimos en 2012”, comenta Brad Johnson, integrante de la campaña de ciencias climáticas Forecast the Facts.
La mayoría de los republicanos a la vanguardia ha refutado las opiniones aceptadas sobre la ciencia climática. Cruz dijo que, en los últimos 15 años, “no se ha registrado calentamiento”; Mike Huckabee calificó de fraude el calentamiento global; mientras que Jeb Bush y Rick Santorum han dicho que el planeta se está calentando, pero dudan que los gases de invernadero generados por el hombre contribuyan importantemente al problema. Rand Paul dijo que la Tierra pasa por ciclos de calentamiento y enfriamiento, mas no sabe porqué. Scott Walker ha sido orador inaugural del Instituto Heartland, una de las principales organizaciones que contradicen el cambio climático. Después que Sandy inundara su estado, en 2012, el gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie se negó a aceptar que el calentamiento global hubiera causado la tormenta, aunque hace poco dijo que “el calentamiento global es real”. El senador Lindsey Graham acepta veracidad de las conclusiones de los científicos climáticos y ha dicho que desea combatir el problema de una manera “amistosa para los negocios” (esto, después que Graham, John McCain y Hillary Clinton visitaron Alaska para ver los efectos del cambio climático).
Por el lado demócrata, el mes pasado, Clinton subió un vídeo a YouTube donde habla de su responsabilidad con el planeta, en su calidad de abuela y en vena humorística, retrató a sus contrincantes republicanos potenciales como “científicos locos”, incluyendo efectos cinematográficos al estilo clásico de Frankenstein. Con todo, el tema es casi tan álgido para ella como lo es para GOP. En julio, estuvo en Nueva Hampshire donde tuvo que responder “sí o no” a la prohibición de extraer combustibles fósiles en tierras públicas. “La respuesta es no, hasta que tengamos alternativas”, esquivó Clinton. Algunos opositores, al percibir lo absurdo del comentario, comenzaron a corear. “¡Acción por el clima!”.
“La duda es nuestro producto”
¿Cómo sería el debate sobre ciencias? En la visión de Chapman y compañía, los candidatos no tendrán que ponerse batas de laboratorio ni hacer experimentos frente a un público de millones, pese a lo divertido del espectáculo. Lo que buscan es un debate como los de política nacional y exterior, donde es necesario explicar los complejos aspectos económicos de las predicciones de financiación para la Seguridad Social, y tampoco tienen que conocer la cifra poblacional de Teherán, la capital iraní. Solo deberán demostrar que han consultado con expertos y que tienen algunas ideas y opiniones sobre políticas.
“No pretendemos que el próximo presidente sepa calcular a la séptima potencia o que es científico”, dice Krauss. “Sin embargo, debe tener cierto conocimiento de los temas, saber a quién recurrir en busca de experiencia y lo más importante –siempre que sea posible- demostrar la disposición de sustentar sus políticas públicas en evidencias empíricas y no en prejuicios”.
Chapman cree que puede organizar un debate que revele la actitud del candidato hacia la ciencia sin forzarlo a entrar en abrumadores detalles técnicos. Por ejemplo, propone preguntas como estas: “Si sube el nivel del mar, una familia perderá las tierras que ha trabajado durante generaciones. ¿A qué se debe la crecida del mar y qué haría al respecto? Una familia perdió un hijo por causa de la enfermedad mental y el suicidio. ¿Qué puede hacer la ciencia para aliviar este problema y qué haría usted para ayudar?”.
Es más fácil organizar un debate presidencial antes de las convenciones, después de lo cual la Comisión de Debates Presidenciales –organización bipartidista- toma el control de los mega encuentros de 90 minutos, sin cortes comerciales, que atraen un teleauditorio de hasta 70 millones.
En 2008, Science Debate organizó dos debates pre-convención en Filadelfia y Corvallis, Oregón, mismos que serían grabados y distribuidos a filiales de PBS. Los dos partidos ignoraron las invitaciones de los organizadores, y optaron por asistir a debates en foros religiosos.
Obama accedió a contestar, por escrito, una serie de preguntas científicas en línea y otros candidatos hicieron lo mismo. Según Chapman, las respuestas a “The 14 Top Science Questions Facing America” recibieron 850 millones de vistos en los medios.
Ninguna de las campañas a las que Newsweek solicitó información respondió la pregunta de si participaría en un debate de ciencias, pero el ex candidato presidencial GOP, Newt Gingrich, ofreció información experta. “Los republicanos deberían participar en un debate de ciencias si quieren tener la seguridad de que será sobre ciencias y no sobre ciencias políticas”, dijo a Newsweek. “Si el propósito del debate es implementar las opiniones anticientíficas de la editora actual de la revista Science –quien anunció que el debate sobre el cambio climático ha terminado-, nadie debería participar. Eso es propaganda anticientífica en beneficio de una ideología”.
Gingrich se refería a Marcia McNutt, jefa editorial de Science, presidenta entrante de la Academia Nacional de Ciencias y franca partidaria de un debate de ciencias presidencial. “Necesitamos entender si los candidatos usan la ciencia para fundamentar sus opiniones sobre los temas o si seleccionan la información científica para sustentar opiniones ya formadas sobre esos temas. Es una gran diferencia que sería muy evidente en un formato de debate”, dijo a Newsweek.
Si los candidatos debaten sobre ciencias, agrega McNutt, el público podría determinar si realmente confían en la ciencia de tendencia principal o bien, si avalan las investigaciones financiadas por la industria que, aunque tienen el aspecto de ciencia, no son más que relaciones públicas.
En su libro Merchants of Doubt, los periodistas Naomi Oreskes y Erik Conway describen la manera como la industria y los individuos con intereses creados han desembolsado millones de dólares para financiar investigaciones falsas o engañosas que se oponen a la ciencia convencional en ciertos temas. El ejemplo más célebre fue el esfuerzo de la industria tabacalera para evitar que los cigarrillos fueran vinculados con enfermedades y muerte. “La duda es nuestro producto”, sentenció un ejecutivo de la tabacalera Brown & Williamson, en un famoso memorando de 1969, cuando la industria comenzó a producir cientos de páginas de propaganda disfrazada de informes de laboratorio, diseñada para contrarrestar el hecho, hoy mundialmente aceptado, de que fumar provoca cáncer.
Los intereses creados han financiado la ciencia paralela a fin de sustentar muchas posturas de la política pública, desde la seguridad del tabaquismo pasivo, la inocuidad de la lluvia ácida y la eficacia del escudo de defensa “Guerra de las Galaxias” (Iniciativa de Defensa Estratégica), hasta la permeabilidad de la capa de ozono y el revisionismo DDT.
El efecto de esas campañas en las políticas gubernamentales es insidioso y en épocas de escasez, cuando el gobierno ha tenido menos fondos para invertir en asesoría técnica no alineada, resultan mucho más eficaces. A principios de la década de 1990, el presidente de la Cámara de Representantes, Gingrich, se proclamó como apóstol –aunque no el arquitecto- de la utópica sociedad postindustrial “Third Wave” proclamada por el exitoso autor futurista Alvin Toffler. Sin embargo, durante su cruzada de recorte presupuestal, Gingrich desfondó a la Oficina de Evaluación Tecnológica del Congreso, acción que Rush Holt, ex congresista demócrata de Nueva Jersey, físico y actual CEO de la Asociación Estadounidense para el Desarrollo de la Ciencia, describió como una “lobotomía” del Congreso, pues hizo que los miembros de la cámara baja dependieran aun más del personal político y los cabilderos de la industria para obtener datos científicos relevantes para sus políticas.
Con todo, el padre de los proyectos científicos de mala nota es uno enfocado en el clima. Inició poco después que la administración Clinton firmara el (relativamente banal) protocolo climático de Kioto. El Instituto Estadounidense del Petróleo aportó fondos para un Plan de Acción Global para Comunicaciones en Ciencias Climáticas, el cual establecía el objetivo primordial de resaltar las “incertidumbres” en la ciencia climática.
Desde entonces, han organizado cientos de proyectos y conferencias, han producido artículos y dudosos “análisis expertos” suscritos por promotores de combustibles fósiles que operan en el mercado libre, como el infausto Instituto Heartland; todo para montar una campaña contra 87 por ciento de los científicos que creen que el calentamiento global es consecuencia de la actividad humana.
El objeto de esas misiones bien financiadas no es cambiar la opinión de los científicos, sino influir en los votantes. Los científicos de tendencia principal, cuyas opiniones chocan con la industria –por ejemplo, Hansen de NASA, quien fue el primero que alertó al Congreso sobre el calentamiento global, o el climatólogo de Penn State, Michael Mann, creador de la gráfica “hockey stick”, donde se muestra que el incremento en las emisiones de carbono humano corresponde, exactamente, al alza de la temperatura global-, se encuentran justo en medio del campo de batalla político, recibiendo correos insultantes, demandas legales, amenazas de muerte y carreras interrumpidas. Por ello, en años recientes, fue creado un Fondo para la Defensa Legal del Cambio Climático, con el propósito de ayudar a los científicos que han quedado atrapados en el fuego cruzado de la política.
La duda que sembró la llamada “ciencia paralela” afecta la percepción pública del cambio climático, pero también desprestigia a la ciencia formal, de modo que los progresistas educados sospechan ahora de los OGM y piensan que las vacunas dañan a sus hijos, descartando la opinión de los científicos de tendencia principal. En última instancia, las campañas publirrelacionistas de la falsa ciencia animan a los candidatos a negar la ciencia comprobada y a involucrarse en decisiones ideológicas que han trascendido el “mundo basado en la realidad”, como dijo alguna vez el asesor republicano Karl Rove (con tono de aprobación).
La arrogancia mata
“Escuchen, antes que nada, el clima está cambiando”, dijo Bush, esta primavera, durante una fiesta de campaña en Nueva Hampshire. “No creo que la ciencia tenga claro cuánto se debe al hombre y cuánto es natural. Y para ser franco, me parece una arrogancia que la gente diga que la ciencia tiene razón. Es por esa arrogancia intelectual que ya ni siquiera podemos tener una conversación”.
Una razón por la que es imposible conversar es la intransigencia de ambos lados y el heredero de Darwin, Matthew Chapman, insiste en que el público debe tener la posibilidad de escuchar a los candidatos que aceptan la ciencia establecida y también a quienes la rechazan. “No hace falta que los candidatos estén de acuerdo con la ortodoxia científica actual, ni siquiera con el método científico”, dice. “Lo que no está sujeto a discusión es que los temas no son triviales y merecen debatirse”. Chapman insiste en que es posible que haya un debate entre políticos que creen en los científicos y quienes dudan de ellos. “Estoy 100 por ciento seguro de que ocurrirá”, afirma.
Dan Fagin, ganador del Pulitzer, el año pasado, por su libro “Tom River: A Story of Science and Salvation”, sigue el rastro del discurso público como profesor de ciencias periodísticas en la Universidad de Nueva York. En su opinión, las probabilidades son otras. “Jamás habrá un debate de ciencias; al menos, no a corto plazo. Pero no porque los temas sean complicados. Sino porque el triunfo de la extrema derecha estriba en que han convencido a muchos republicanos de que la ciencia es, meramente, otro tema partidista, otra opinión. La solución debe partir del interior del GOP”.
Y como el GOP no da señales de estar dispuesto a resolver el asunto, el interminable debate –no presidencial- se vuelve cada vez más irreconciliable. Científicos climáticos afirman que Bush está equivocado, que el tema está decidido: el hombre es el principal responsable. Desdeñan a Inhofe y Cruz, calificándolo de “negadores”. No obstante, también aceptan que tienen un problema de comunicación. Muy pocos han aprendido a “vender” su trabajo al público, y sobreviven solo gracias a que pueden persuadir a sus colegas o a las agencias gubernamentales de otorgarles fondos.
Los científicos, por tradición, no tienen incentivos para hablar de su trabajo con la finalidad de informar –mucho menos, inspirar- al público. Pero ahora, cuando intentan hacerlo, muchos adoptan una actitud de elite educada que pastorea un rebaño de civiles ignorantes que deben confiar en los expertos, porque ellos saben qué les conviene. La encuesta Pew reveló que el nivel educativo no siempre se correlaciona con la confianza en la ciencia, un hecho que los científicos y sus simpatizantes debieran tomar en cuenta antes de suponer que sus adversarios son tontos. “La ciencia no es la única fuente de sabiduría, un oráculo”, dice Fagin. “Es nuestra herramienta más poderosa para entender el mundo; mas el científico, como individuo, es meramente un humano y como tal, susceptible de error. Un poco de humildad sería de mucho beneficio para todos”.