Eran las 5:30 a. m. del tercer día de meditación silenciosa
cuando noté un cambio radical en mí.
Tenía sueño; estaba frustrada porque no podía sentarme
completamente inmóvil; moría por desayunar y aún faltaba una hora. Me levanté
del suelo y salí del dormitorio a caminar en el bosque detrás de las
habitaciones del Centro de Meditación Vipassana de Shelburne, Massachusetts.
Era primavera y el exterior parecía cargado de potencial: los brotes de los
árboles eran de asombrosa nitidez y había cientos de tiernos retoños de
helechos en el tierra, aún enroscados.
Caminé por un pequeño circuito demasiado corto para mi gusto;
letreros que anunciaban “Límite del trayecto” me impedían acceder a un área
boscosa del tamaño de un campo de fútbol. Como muchas otras cosas, el ejercicio
estaba prohibido en este lugar.
Desde hacía tres días, una campana de bronce me despertó a las
4 a.m. junto con otras 129 personas que emprendieron esta silenciosa aventura
de 10 días. Practicábamos meditación dirigida durante unas 10 horas diarias,
solo interrumpidas por los alimentos y periodos de “tiempo libre”; libres
porque no meditábamos, ya que estaba prohibido leer, escribir, charlar o comunicarnos
a señas, ni siquiera podíamos hacer contacto visual. Así que caminábamos por
ese pequeño circuito del bosque y contemplábamos los árboles, evitando
reconocer la existencia de los demás. Nada de asentir con la cabeza, ni la
menor sonrisa.
Durante el tiempo libre después del almuerzo, salí a caminar y
topé con un grupo de mujeres paradas en el patio, inmóviles, con los ojos
cerrados y los rostros vueltos hacia el sol, como esperando un secuestro
alienígena. Una llevaba una camiseta de la banda Nirvana, cosa que me pareció
irónica. Solté una risita; tremenda trasgresión, pero no pude contenerme. Todo
aquello me parecía ridículo. ¿Qué diantre estaba haciendo allí? Era imposible
que mi cerebro se beneficiara simplemente con sentarme en silencio, con esa absoluta
falta de estimulación mental. Por un momento, pensé que todo eso era un enorme
efecto placebo de 2,500 años. Repasé, mentalmente, los acontecimientos de los
últimos días. Di otro vistazo al grupo de mujeres. ¿Eso pasa cuando te lavan el
cerebro? ¿Me estaban lavando el cerebro? ¿Acaso alguien a quien le lavan el
cerebro puede preguntarse si están lavándole el cerebro? No, concluí
finalmente, no están lavándote el cerebro. ¡No seas ridícula! Me di media
vuelta y permanecí tomando el sol un rato, en silencio, resignada a la idea de
padecer otra semana de lo mismo.
MI CEREBRO ES PLÁSTICO MALEABLE
En los últimos años, la búsqueda humana de optimización
personal ha coincidido con mejoras de tecnología móvil que han dado origen a
más de 100,000 apps para smartphones y según Research2Guidance, compañía de
investigación del mercado móvil, la industria de apps mHealth (así llamadas)
tendrá un valor de 26 mil millones de dólares para 2017.
Cada hora de vigilia (y sueño) de nuestra existencia estará
cuantificada y nuestros datos serán tan granulares como se nos antoje, pudiendo
llegar a extremos: podremos rastrear nuestros hábitos alimentarios con un
tenedor que vibre al comer demasiado rápido, o usar una diadema que vigile
nuestras ondas cerebrales y emita ruidos “de viento fuertes y distractores”
cuando nuestra mente divague. O bien, podríamos llevar un dispositivo que
suelte una descarga cada vez que encorvemos la espalda al estar sentados.
En teoría, cuanto mayor sea la cantidad de datos en tiempo real
de nuestros cuerpos, mejor podremos moldearlos a nuestra voluntad. Sin embargo,
en la práctica, puede que no sea así. En un artículo publicado el año pasado en
la revista British Medical Journal, el Dr. Des Spence, médico general de
Glasgow, Escocia afirmó que la auto-vigilancia constante vuelve “neuróticas” a
las personas sanas. “La verdad”, dijo, “es que esas apps y dispositivos no han
sido probados y carecen de fundamentos científicos, y darán paso a la
incertidumbre. Y lo aseguro: la incertidumbre diagnóstica ocasiona ansiedad
extrema en muchas personas”. Otras apps iPhone muy populares afirman volvernos
más inteligentes. Los juegos para entrenar el cerebro se sustentan en la idea
de que realizar “tareas de entrenamiento” con la memoria operativa puede enseñar
al cerebro a funcionar mejor en el mundo real, pero investigaciones de años
recientes han hecho trizas la aseveración. En 2013, el equipo del doctor
Zachary Hambrick, profesor de psicología en la Universidad Estatal de Michigan,
publicó un artículo donde demuestra que no hay evidencia alguna de que los
juegos cerebrales mejoren la inteligencia: “El único resultado confirmado es
que el entrenamiento de la memoria permite que las personas se vuelvan más
diestras en las tareas de entrenamiento de memoria operativa”, concluye. ¿Y a
quién le interesa convertirse en un experto en practicar juegos?
Vayamos más allá de los productos de consumo, donde se
encuentra el floreciente campo del biohacking DIY (hágalo usted mismo). La
estimulación transcraneal con corriente directa (TDCS, por sus siglas en
inglés) es el eje de este movimiento. El método consiste en conectar electrodos
en la cabeza y pasar una dosis baja de electricidad al cerebro. El potencial
terapéutico parece enorme y las investigaciones iniciales en TDCS apuntan a que
podría tener utilidad en el tratamiento de muchos problemas de salud mental,
como depresión, trastorno bipolar, tabaquismo y dolor crónico, entre infinidad
de aplicaciones potenciales. Con todo, el mayor atractivo para los proponentes
DIY es el fortalecimiento cerebral; es decir, su potencial para propiciar una
mayor claridad mental y mejorar funciones cognitivas como lectura y aprendizaje
de nuevas destrezas.
No obstante, esas intervenciones son temporales y requieren de
aparatos y servicios que tenemos que pagar. Y además, tampoco han sido probadas
ampliamente. Pero, ¿qué decir del más reciente biohack de fortalecimiento
cerebral, surgido hace 2,500 años, el cual no necesita equipos y además, es
gratis?
Hace unos años, un científico computacional y neurocientífico
de la Universidad de Arizona reclutó 45 administradores de recursos humanos
para realizar un ensayo clínico: un tercio recibió ocho semanas de
entrenamiento en meditación en concienciación, otro tercio se sometió a ocho
semanas de instrucción en relajación corporal y el último, no recibió
capacitación alguna. Los tres grupos tuvieron que realizar pruebas “multitareas
estresantes” antes y después del periodo de ocho semanas y los del grupo de
meditación en concienciación pudieron mantenerse enfocados más tiempo que los
otros dos y manifestaron haber sentido menos estrés durante las pruebas.
El cerebro tiene experimenta cambios estructurales y
funcionales, pues aprende y responde a los estímulos de la vida diaria. Esto se
conoce como neuroplasticidad. Pero ¿qué pasaría si pudiéramos determinar los
cambios de nuestro cerebro? Desde hace años, Richard Davidson, neurocientífico
y fundador de Center for Investigating Healthy Minds, instituto de
investigación que estudia los efectos cerebrales de la meditación, ha descrito
los efectos neurológicos de la meditación como “recablear el cerebro”
“Recablear no es un término científico, pero captura un
concepto verdadero e importante sobre lo que podría estar ocurriendo”, explica.
“La neuroplasticidad puede ser deliberada o accidental, aunque casi siempre es
accidental. La mayor parte del tiempo, nuestros cerebros son moldeados por las
fuerzas que nos rodean, las cuales apenas percibimos o ni siquiera tenemos
conciencia de ellas”. Pero las investigaciones sugieren que los meditadores
(como Davidson) son capaces de dirigir el proceso intencionadamente. “La
investigación indica… que realmente podemos influir en los cambios funcionales
y estructurales del cerebro”.
La investigación en meditación de concienciación ha tenido un
crecimiento explosivo. Según la Asociación Estadounidense para la Investigación
en Concienciación, en 2014 se publicaron 535 artículos sobre el tema, mientras
que en 1980 solo hubo tres. Un estudio halló que, con el tiempo, los
meditadores pierden menos sustancia gris que los no meditadores. Otra
investigación sugiere que la meditación regular puede “reducir la mengua
cognitiva relacionada con el envejecimiento normal”.
Un estudio de 2012 halló que quienes han meditado durante mucho
tiempo pueden desarrollar más circunvoluciones o “pliegues” en la corteza
cerebral, lo que se asocia con procesos mentales más acelerados, y que cuantos
más años medita una persona, más circunvoluciones desarrolla. Otra
investigación encontró evidencias de que la meditación aumentaba el espesor de
la corteza prefrontal y la ínsula anterior derecha, regiones cerebrales
asociadas con la atención y la percepción de sensaciones y emociones propias y
ajenas.
Uno más descubrió que los meditadores que han practicado cinco
años o más tenían “volúmenes significativamente mayores” de sustancia gris en
el hipocampo, área crítica para la memoria y el aprendizaje. Los investigadores
apuntaron que es posible que dicha diferencia representara una “alteración inducida”
por la práctica, debido a la acelerada generación de neuronas nuevas en la
región. En otras palabras, la meditación regular podría ayudarte a desarrollar
más cerebro.
REMEDIO DE ADICCIONES
Hay una técnica que parece particularmente prometedora. Vipassana
es una disciplina de meditación budista de donde deriva el concepto
occidentalizado de la “concienciación”, hoy muy en boga. El término Vipassana
proviene de la antigua lengua pali usada en las escrituras budistas y
significa, más o menos, “ver las cosas como son en realidad”. En alguna
ocasión, Henepola Gunaratana, influyente monje budista esrilanqués, describió
Vipassana como “mirar el interior de algo con claridad y precisión, distinguir
separadamente cada componente, y penetrar muy hondo para percibir la realidad
más fundamental de esa cosa”.
Más que nada, la meditación Vipassana consiste en entrenar el
cerebro para que esté en calma, para que no responda impulsivamente. Tal vez
pienses que no eres impulsivo, pero la próxima vez que una mosca se pose en tu
cuello, observa la rapidez con que tratas de aplastarla; tal vez aun antes que
tu mente haya notado la presencia del bicho. Respondo de la misma manera al oír
el timbre de un Gchat. Ese tipo de respuestas reflejas se extienden al nivel
emocional. Cuando ocurre algo negativo o cuando tenemos un deseo –por ejemplo,
un cigarrillo o la aprobación de un colega- respondemos sin pensar y eso crea
patrones de hábito que aseguran que la mente responda de la misma manera cada
vez que se presentan circunstancias parecidas.
Es aquí donde la meditación comienza a revelarse como una
maravilla del biohacking, pues al aprender a interrumpir nuestros patrones de
respuesta –y repetir la acción una y otra vez- podemos modificar la conducta. Y
si la conducta cambia, “el cerebro cambia”, asegura Katie Witkiewitz,
investigadora en psicología clínica y profesora asociada de la Universidad de
Nuevo México. Como estudiante del doctorado en la Universidad de Washington,
Witkiewitz forma parte de un equipo dirigido por Alan Marlatt y Sarah Bowen
para estudiar el potencial de la meditación Vipassana para curar adicciones. El
primer ensayo clínico se llevó a cabo en 2001 con prisioneros de baja seguridad
en un centro de rehabilitación de Seattle. La directora clínica, Lucia Meijer,
había participado en un curso de Vipassana y quería determinar si la técnica
también ayudaría a sus pacientes; así que transformó el edificio en un centro
de retiro e invitó al equipo de Witkiewitz para estudiar los resultados. “Fue
asombroso”, recuerda la investigadora. Seis meses después de su liberación, los
ex internos que participaron en un curso de meditación de 10 días mostraron una
tasa de recuperación más alta que quienes fueron sometidos al tratamiento de
rehabilitación estándar. Así mismo, su salud mental había mejorado más que la
de individuos que no asistieron a las clases de meditación. No fue un estudio
aleatorio, pero los resultados bastaron para motivar estudios ulteriores.
Implementaron tres ensayos médicos aleatorios con pacientes que
sufrían de diversas adicciones. Los voluntarios participaron en programas de
reducción de estrés basados en la concienciación (MBSR, por sus siglas en
inglés) y modelados en una versión seglar de Vipassana (sin historias sobre la
vida del Buda). Los resultados fueron estupendos. La meditación condujo a
“reducciones significativas en el uso de drogas y consumo de alcohol, mejoras
significativas en salud mental, y disminución significativa de las ansias de
consumo”, informa Witkiewitz.
Al aspecto más importante de MBSR es aprender a “hacer una
pausa” cuando normalmente no lo haríamos, observar lo que sucede en el cuerpo y
seguir adelante. “Es lo que empezamos a llamar ‘espacio de sobriedad’”, explica
Witkiewitz. “Muchas personas con adicciones solo buscan la siguiente ocasión
para drogarse o la manera de evitar sus pensamientos”. En cambio, la meditación
ofrece un método para prestar atención a las emociones que experimentan –aun
cuando sean negativas, como vergüenza o desprecio de sí mismas- y tolerarlas hasta
que pasan. “Lo que sucede es que individuos cuyos cerebros estaban cableados
para operar en piloto automático, luego de años de adicción, adquieren la
capacidad para pausar un momento; algo parecido a recablear el cerebro adicto”.
APARECE A CHRISTINA AGUILERA
Oí hablar de Vipassana el invierno de 2014, durante uno de esos
rompimientos que ponen de cabeza tu vida. Anhelaba algo que ayudara a
estabilizarme cuando, de pronto, una prima regresó de un retiro Vipassana, con
un aura envidiable de calma. Me escuchó con profunda tranquilidad mientras yo
parloteaba durante el almuerzo sobre las minucias de mi drama y detallaba cada
uno de los aspectos que necesitaba cambiar en mi vida. Al final, respondió que
el retiro le había enseñado a sentirse “bien con lo que ocurría en el
presente”. Eso me avergonzó un poquitín. ¿Acaso mi angustia era tan evidente?
Jamás había meditado; sin embargo, me inscribí en la lista de
espera. Como todos los retiros Vipassana, este era gratuito, financiado con
donativos de un amplio grupo de ex alumnos que se turnaban para dirigirlos.
Mientras esperaba, ocurrió el surgimiento mediático de “Mindful Living” (basada
en tradiciones Vipassana). Cada episodio, convertido en tendencia, reseñaba el
surgimiento de las apps de meditación y hablaba de las oficinas startup del
Valle de Silicona que habían incorporado la meditación de concienciación. The
New York Times incluso entrevistó a una mujer de Los Ángeles que abrió un
“drybar para meditación”. Seis meses después de inscribirme, recibí un correo
avisándome que había llegado mi turno.
Hacia la tercera mañana de meditación, mi mente estaba como
loca; saltaba de un pensamiento a otro esquivando la tranquilidad. Me sentí
como si estuviera arrastrando de la mano a un chiquillo malcriado. Cuanto más
insistía en silenciarla, más extravagantes se volvían las distracciones. Tan
pronto como conseguía desterrar los coros de las últimas cinco canciones que
reproduje en Spotify antes de iniciar el retiro, saltaban algunas estrofas de
la versión en español de “Come on Over” de Christina Aguilera. Memoricé la
canción para una clase de español en secundaria y aunque mi mente solo podía
evocar la mitad del coro y un verso, lo hacía con absoluta claridad y repetía
la letra hasta el hartazgo, acompañándola con un montaje de recuerdos banales y
tremendamente detallados de mi adolescencia: los carteles del aula de español;
los contenedores de alimentos de la cafetería.
Luego, comencé a tener pensamientos abstractos. Cerré los ojos
y comencé a enfocar el perfil oscuro de mis cuencas por detrás de los párpados,
pensando que bloquearía las imágenes. Mala idea. En pocos momentos, siluetas
azules y amarillas empezaron a girar formando dos óvalos. Aquello me angustió,
aunque me impresionó un poco; en realidad, resistir la quietud con una función
sicodélica es bastante genial.
Con toda la calma posible, aparté también aquellas luces. A
esas alturas, la estaba pasando bien con mis ideas galopantes. Seguían
presentes, a la carga, sin mí. Era un espectáculo ridículo, en serio. Pero poco
a poco, ese clamor frenético se apagó. Y después, la meditación se hizo más
fácil.
EL MUNDO, INIMAGINABLE
Dos días después, salí a caminar. Mi meditación matutina había
sido relativamente buena y me sentía serena, enfocada solo en lo que ocurría en
el presente. A pocos metros de mi puerta vi un nido en un arbusto grande y
deshojado, como de mi altura. Al inclinarme para ver el interior, las ramas
denudadas llenaron mi campo visual. Pasó un segundo para que mis ojos se
habituaran a la luz del sol y enfocaran la cavidad vacía del nido, y tan pronto
lo hicieron, percibí docenas de hormigas, negras y gordas que subían por las
ramas en cada ángulo de mi campo visual. Podía verlas sin apartar los ojos del
nido. Toda la escena, incluyendo la visión periférica, era de una nitidez
perturbadora. Era como mirar una escena en Imax, con enfoque láser en cada
esquina.
Durante el resto del retiro, caminar en el bosque fue una
aventura sensorial. Podía distinguir el vello de los helechos que se
desenrollaban lentamente a metros de distancia. Por primera vez en mi vida,
escuché las hojas muertas que caían sobre las demás en el suelo boscoso. Era
justo como el sonido de la lluvia en los árboles. Una tarde observé que un ave
se posaba en un tronco. Su cuerpo pardo no era más grande que el puño de un
niño, pero pude oír que sus garras hacían contacto con la corteza, como las
uñas de un cachorro golpeteando el suelo de madera. Cerca de allí, una
arroyuelo de apenas tres centímetros de profundidad corría lentamente por una
zanja. También pude escucharlo. Otros que han estado en un retiro Vipassana
hablan de explosiones sensoriales parecidas. “Todo es mucho más intenso”, dice
Witkiewitz. “La comida sabe mejor”.
“Uso espejuelos”, agrega Davidson. “[Durante los retiros] he
notado que no necesito ponérmelos para leer cosas que, en cualquier otro
momento, me habrían obligado a usarlos. Los efectos no perduran, pero son
indiscutibles”.
Cuando regresé a casa, la Ciudad de Nueva York me resultó
insoportable por unos días. Me abrumaba la tarea de conversar, y socializar era
lo menos que quería hacer. Pero a los pocos días, me había readaptado al mundo
del habla y comencé a notar pequeños cambios, quizás permanentes. En mi
edificio vive un hombre que, con cada movimiento, emana un aire de superioridad
que se vuelve casi palpable cuando compartimos el ascensor. En esas ocasiones,
a veces hace algún comentario sobre mi apariencia que me deja rabiando; pero
después del retiro, me di cuenta de que me importaba un comino. Cuando tuve que
enfrentar el viaje al trabajo en el metro, no sentí tanto el temor existencial
que suele embargarme cuando subo por la escalera eléctrica hasta la plataforma
del tren L, atrapada entre dos personas, con la frente pegada contra la mochila
de quien va por delante. Ya no me parece tan terrible. Toda esa gente solo
trata de llegar a la oficina, igual que yo.
Mi impulso de llenar las pausas en las conversaciones también
ha cedido, y el tiempo también transcurre con más lentitud, será porque antes
prestaba más atención a las cosas que estaban ocurriendo. Mi obsesión de pensar
qué diablos iba hacer con el resto de mi vida se ha reducido de la misma
manera, junto con mi manía de revivir las interacciones sociales recientes y
disecarlas minuciosamente para identificar los errores cometidos. Y tal vez, lo
más importante, es que la animosidad hacia mi ex se ha disipado.
Decidí probar si lo que sentía podría traducirse en una
interacción de la vida real, de modo que, una semana después, lo cité para
tomar café; el primer encuentro desde nuestro rompimiento de telenovela.
Mientras charlábamos, me analicé mentalmente, buscando el conocido dolor, la
mala voluntad. Nada. Aprender a dejar la negatividad parece un lema sacado de
una tarjeta Hallmark, pero es posible.
Y hay más. Antes del retiro, Mathias Basner, profesor asistente
de la Escuela de Medicina Perelman en la Universidad de Pennsylvania, dedicado
al estudio del sueño y los ritmos biológicos, sugirió que determinara mis
niveles de hormonas tiroideas y cortisol antes y después del retiro. Como ambas
pueden estar relacionadas con el estrés, aventuró la hipótesis de que podrían
variar en un ambiente diseñado para el aprender a estar en calma. Así que fui
al médico para que hiciera los estudios de sangre. Muy convenientemente para
los propósitos de mi pequeño experimento, resultó que mis niveles de ambas
hormonas estaban alterados. Una semana antes del retiro, mis niveles tiroideos
eran ligeramente anormales, en tanto que los de cortisol, conocida popularmente
como la “hormona del estrés”, eran cuatro puntos más altos de lo normal, “el
doble de lo que me gustaría para ti”, me dijo el doctor. Dos días después del
retiro, volví al consultorio. Mis niveles de hormonas tiroideas bajaron un
nivel. Según el médico, se necesitarían “al menos seis semanas” de tratamiento
para lograr ese resultado. Y mi nivel de cortisol cayó casi 10 puntos; se
encontraba justo dentro del rango normal. Para eso, normalmente, “harían falta
meses” con un suplemento anti-estrés, aseguró el doctor, quien se mostró muy
impresionado.
Durante el retiro, el profesor nos previno, insistentemente,
que no esperásemos grandes cambios en nuestras vidas al volver a casa.
Cualquier cambio pequeño –comida de mejor sabor, interacciones familiares menos
difíciles- será bastante notable. Pero, en realidad, esa constelación de
cambios pequeños es evidencia de una revelación a la vez cotidiana y grandiosa:
el esfuerzo continuo puede cambiar el funcionamiento de la mente. La sensación
de controlar el cerebro y por extensión, la manera como enfrento el mundo, me
asaltó intensamente tan pronto como aprendí a cerrar la parte de mi mente que
hervía de canciones pop. Aunque pude desarticular, brevemente, mi sentido del
yo de ese saco de carne integrado por mi cuerpo y mi mente, esa breve
desarticulación me dio la habilidad de controlar hacia dónde se dirigía el saco
de carne.