Hay varias cosas que no encajan en los primeros resultados de
las investigaciones de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal
(PGJDF) en torno al asesinato del fotoperiodista Rubén Espinosa, la activista
Nadia Vera y otras tres mujeres en un inmueble de la colonia Narvarte, en el
Distrito Federal. Si se trató solamente de un robo: por qué la tortura, el tiro
de gracia y el abandono del vehículo.
Sin embargo, más allá de lo que concluyan las autoridades
judiciales, hay algo en los crímenes de Rubén y Nadia que no podemos dejar de
lado pues nos incumbe a todos: ambos se encontraban en el autoexilio ante la
presión, las amenazas y la obstaculización de su actividad en Veracruz.
Espinosa Becerril trabajaba en la agencia AVC Noticias y era
corresponsal de la revista Proceso y Cuartoscuro en el estado gobernado por
Javier Duarte, para quien trabajó como fotógrafo durante la candidatura, así
como para la exalcaldesa de Xalapa, la también priista Elizabeth Morales.
Dejó el sector público por sus posturas críticas contra la
violencia hacia los periodistas en el estado. En noviembre de 2012, mientras
cubría las protestas contra el mandatario por el asesinato de la corresponsal
del semanario en la entidad, Regina Martínez Pérez, le impidieron tomar fotos
de policías golpeando estudiantes. “Deja de tomar fotos si no quieres terminar
como Regina”, le advirtió alguien cercano a Duarte de Ochoa.
Esa no fue ni la primera, ni la única vez en que recibió
amenazas, ya que participó activamente en las movilizaciones y protestas de
periodistas para exigir justicia por sus compañeros y exigir el cese de las
agresiones. Denunció que personas armadas lo seguían y lo fotografiaban. Por
ello, el 9 de junio pasado decidió instalarse en el DF. Se decía aterrorizado y
se le diagnosticó estrés postraumático.
Por desconfianza hacia las autoridades, no presentó denuncia
ante la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos cometidos contra la
Libertad de Expresión de la PGR y en una entrevista a Periodistas de a Pie en
Rompeviento TV dijo que estaba “en pláticas” con representantes del Mecanismo
de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas.
Su homicidio lo convirtió en la víctima mortal 14 en la
administración de Javier Duarte y demostró que el DF dejó de ser refugio para
los periodistas en el autoexilio.
LOS DESPLAZADOS
A raíz de este caso contacté a otros reporteros desplazados
por la violencia del crimen organizado o de gobiernos estatales y municipales.
Uno de ellos fue Luis Cardona, quien había publicado
reportajes sobre la desaparición de jóvenes por parte de bandas del
narcotráfico que los obligaban a trabajar en el cultivo de mariguana y amapola,
hasta que fue secuestrado. Durante más de dos años permaneció en un exilio
obligado en el DF. Aquí decidió narrar su historia por medio de un cortometraje
de dibujos animados “Soy el Número 162.”
Le solicité una entrevista. Esto me respondió vía correo
electrónico: “Mira, ahora existe una especie de paranoia por lo de Rubén
(Espinosa). Los compañeros han decidido no ser blanco fácil. Estamos en una
etapa de reflexión sobre lo acontecido. Si hace dos meses no querían hablar,
hoy es más difícil. Se tomó la decisión de no dar a conocer más casos, y se
está viendo la forma de reagruparse fuera de la tutela de las ONG.
“La conmoción ha sido muy fuerte. Yo estoy dentro del
mecanismo federal y la verdad no es más que un espejismo. Sin embargo, las ONG
no son una opción ideal (se refiere a Artículo 19, Periodistas de a Pie), ellas
trabajan para bajar recursos y viven a costa de las víctimas. Nosotros nos
negamos a ser estadísticas y a seguir sirviendo de juego a esas ONG.
“Los protocolos de seguridad que nos han enseñado y motivado a
ejercer en la vida diaria, son fácilmente vulnerados. Parece ser que no tenemos
opción: o nos retiramos y escondemos en el extranjero y en lugares donde nadie
nos conozca; o continuamos y nos ponemos en manos del mecanismo. Yo opté por lo
segundo y es lo que recomiendo, pero no es garantía absolutamente de nada”.
Parte de esa triste realidad la retrato en mi libro “Bitácora
de guerra. Experiencias de una reportera”. En él recupero parte del
informe anual 2013 de Artículo 194, en el que se establece que ese año
documentó 330 casos (cuatro de ellos, homicidios), lo que significa que cada 26
horas y media fue agredido un periodista en México. Estas cifras representan un
incremento del 59 por ciento respecto a las de 2012, cuando hubo 207 hechos.
“Así de cotidiana y sistemática se ha convertido esta práctica
(…) Secuestros, asesinatos, golpes, amenazas y ataques a medios de
comunicación amagan la libertad de expresión. Pero hay más: seis de cada diez agresiones
fueron ejecutadas por funcionarios públicos”.
La organización detalla que, de ese total, 286 son casos de
periodistas agredidos por causa de su trabajo: 124 eran reporteras o reporteros,
116 periodistas audiovisuales, 30 directivos, cuatro columnistas, tres
caricaturistas, dos escritores, un documentalista y un estudiante.
Durante el mismo año, 39 medios de comunicación fueron objeto
de ataques a sus instalaciones. Estas cifras colocan a nuestro país en una
situación incluso peor a la de Irak, que no se ha podido frenar ni a través de
la Fiscalía Especializada de la PGR o del Mecanismo de Protección de la
Secretaría de Gobernación.
El domingo 2 de agosto hubo una marcha de periodistas y de
ciudadanos por el asesinato de Rubén Espinosa. “Ni uno más”, fue el reclamo. No
obstante, nuestra respuesta como gremio tiene una carencia: no es unánime, ni
estructurada.
Es más, demuestra nuestro fracaso. No hemos sido capaces de
hacer que la sociedad para la que trabajamos, a la que nos hemos comprometido a
dar voz, y ante la que nos instituimos como intermediarios con el poder, esté
de nuestro lado.
En otros países de nuestro propio continente como Colombia o
Brasil, el asesinato de un periodista es asumido como un agravio a la sociedad
en su conjunto. Cuando un reportero es callado con las balas, la comunidad es
herida en uno de sus derechos fundamentales: el de saber y conocer.
Algo estamos haciendo mal, muy mal, y este caso es una
oportunidad para corregir el rumbo, para hacer esas investigaciones que nos
exigen lectores, televidentes y radioescuchas. Nunca es demasiado tarde. De
otra forma, nuestra única salida será el autoexilio.