Finalmente estábamos sentados en la oficina de Donald Trump
para nuestra entrevista final al término de una odisea de todo un mes
reporteando. Un colega y yo lo seguimos prácticamente doquiera que fue. Volé
con él hasta Atlantic City en su modernizado helicóptero militar francés, paseé
con él en sus limusinas y charlé con él en sus varias oficinas y en su hogar.
Estábamos reportando un perfil de portada para Newsweek. Era 1987, y Trump por
entonces era un magnate de los bienes raíces y casinos que, por primera vez en
lo que se convertiría en una rutina cuatrienal en los siguientes 30 años,
fingía que estaba considerando el postularse a la presidencia.
Doonesbury, la popular tira cómica para adultos, se había
mofado repetida y salvajemente de la idea, pero la clase política había
empezado a tomar nota. Un día en su oficina, él escupió alegremente los nombres
dizque famosos de los medios de comunicación en sus mensajes telefónicos. “Ve
esto: Fox Butterfield, Noo Yoooik Times; David ‘Broduh’, Washington Post. ¡Y
sigue y sigue!”
A él le encantaba la atención, pero ahora, conforme se acercaba
la fecha límite para poner su nombre en la boleta en Nueva Hampshire, él estaba
listo para ponerle fin al coqueteo. Sentado detrás de su escritorio, nos miró a
los dos y sonrió. “¿Ustedes quieren una primicia para su artículo?”, preguntó
él. “Les daré una primicia: no voy a postularme a la presidencia”. Hizo una
pausa, dejando que decantara la no tan terriblemente sorprendente noticia,
luego meneó su dedo frente a nosotros y añadió: “pero si me postulara,
¡ganaría!”
Y luego todos nosotros —incluido Trump— estallamos en risas.
“¡Él es un desastre!”
Casi tres décadas después, me hallo junto a Trump en un
elevador de la Torre Trump en la Quinta Avenida de Manhattan, dirigiéndonos a
su oficina poco después de que él diera una entrevista más en el vestíbulo con
un presentador más de Fox News. Esta vez él —quizá lo haya oído— está
postulándose a la presidencia, y mi editor en Newsweek me pidió que volase a la
ciudad de Nueva York desde mi puesto en Shanghái para seguirlo por todas partes
de nuevo y tratar de averiguar por qué se ha postulado y, más importante e
interesante que eso, por qué está al frente en la búsqueda de la candidatura
republicana.
La cualidad surrealista de todo esto se hizo evidente tan
pronto como puse un pie en el vestíbulo de la Torre Trump. El epicentro
mediático de esta campaña presidencial populista “enfadadísima, y ya no vamos a
soportarlo” es el Bar Trump, donde un gin and tonic cuesta $11.88 dólares (no
está mal para los estándares del centro de Manhattan). El bar se halla enfrente
de los elevadores, y la larga fila de entrevistadores —Greta Van Susteren de
Fox News un día, Eric Bolling de Fox News al siguiente, con el inquisidor
ocasional de CNN agregado— montaba sus cámaras y luces allí. Periódicamente,
Trump desciende de su oficina, saluda a los turistas inevitablemente
sorprendidos que se encuentran al momento en el vestíbulo, se sienta enfrente
de quien sea el siguiente en la fila para entrevistarlo y hace su rutina:
“¡Voy a recuperar nuestros empleos de los chinos, los mexicanos
y los japoneses y todos los otros países que nos están fregando!”
“[Llene el espacio]” —Jeb Bush, el acuerdo nuclear con Irán, la
frontera con México— “¡es un desastre!”
“¡John Kerry no sabe cómo negociar! ¡Él es un desastre!”
Y sigue y sigue hasta que termina la entrevista, tras la cual
está de vuelta en su oficina, a menudo para otra entrevista, ésta vía
telefónica, tal vez con Laura Ingraham, la fan de Trump, o uno de los otros presentadores
de programas de entrevistas conservadores a los que da material con regularidad
hoy día. Aun cuando ha hecho las incursiones ocasionales en Iowa, Nueva
Hampshire y Carolina del Sur en los últimos meses —y sus asesores dicen que
habrá más de éstas después del primer debate republicano el 6 de agosto—, por
ahora él está dominando las noticias sobre la campaña republicana mediante
simplemente subir y bajar por el elevador de uno de los muchos edificios que
llevan su nombre, caminar al bar que lleva su nombre, y pasar frente a la
tienda de regalos llena de sus corbatas, camisetas e incluso los bobos gorros
de golf como el que usó en su viaje reciente a la frontera de Texas con México.
Trump sólo ha gastado, según su declaración inicial, $2
millones de dólares en la campaña desde que la anunció a mediados de junio. En
el mismo período de tiempo, la campaña de Jeb Bush ha desembolsado más de $3
millones de dólares mientras que ha recabado más de $11 millones de dólares, y
no tiene nada que mostrar a cambio. La directora de comunicaciones de la
campaña de Trump es una veinteañera que fue trasladada de la compañía de Trump;
hace un par de meses, ella escribía comunicados de prensa sobre inauguraciones
de campos de golf. No tiene un asistente.
Es cierto que en el quinto piso de la Torre Trump la campaña ha
vaciado un espacio grande para sus oficinas, pero por ahora es sólo un salón
enorme y vacío. Hay una bandera de Iowa en una pared y en otra un letrero
(evidentemente de Trump canalizando su Bill Belichick interno) que dice: “Haz
tu trabajo”.
Pero no hay alguien allí, ni un alma. Eso contrasta con,
digamos, las oficinas centrales de la campaña de Ted Cruz, donde decenas de
empleados y voluntarios atienden los teléfonos, tratando frenéticamente de
recabar dinero, mandando en cantidades industriales solicitudes directas por
correo y sopesando estrategias de campaña para Iowa y demás. Y aun así, como me
dice Trump, con una risa sofocada, “¡las encuestas están disparadas!” Y de
hecho, poco antes del primer debate, Trump está llevándose a todos de calle,
por delante de Bush, Scott Walker, Marco Rubio y todos los otros aspirantes
republicanos.
No soy un reportero político, y hasta que llegué a Nueva York a
finales de julio, he observado cómo se ha desarrollado esto con un ojo, desde
lejos, creyendo que Trump era una especie de atracción entretenida. Pero luego
empecé a hablar con los varios amigos que tengo y que están activos en la
política republicana. Casi todos estaban pasmados al ver cómo ascendía el globo
de Trump. Muchos habían hablado de sus candidatos para este ciclo con un
optimismo que no había oído en mucho tiempo. Una “vergüenza de riquezas”, me
dijo un amigo (un conservador de clóset en Hollywood). El campo incluye
gobernadores experimentados y competentes, actuales y pasados, e incluso uno o
dos senadores inteligentes y carismáticos. “Estamos armados”, dijo mi amigo,
“para llevar una elección de “el futuro vs. el pasado”. El oponente a quien les
gustaría enfrentar es Hillary Clinton, quien es, en la opinión de los
republicanos, una política vieja, sosa y brutalmente mala.
“Pero ahora”, suspira él, “todo es Trump, todo el tiempo. Es
para no creerlo”.
Pero lo es. Para tratar de entenderlo, acudí a uno de los más
legendarios agentes políticos de los últimos 40 años: el famoso (o, dependiendo
de su inclinación política, infame) Roger Stone. Cuando joven, Stone trabajó
para Richard Nixon cuando él estaba en la Casa Blanca, después de ser
contratado por Jeb Magruder, quien fue a la cárcel por su participación en el
escándalo Watergate. Stone era parte del llamado equipo de trucos sucios, el
cual hizo cosas astutas/malvadas como hacer donativos a oponentes políticos a
nombre de organizaciones inexistentes, como la “Alianza de Jóvenes
Socialistas”. Stone, que alguna vez se describió a sí mismo como un practicante
de las “artes oscuras” de la política, pasó a trabajar para Ronald Reagan
cuando él se postuló a la presidencia, y luego para la firma consultora en
Washington que le dio a George H.W. Bush (el entonces vicepresidente) Lee
Atwater, quien se convirtió en el principal estratega de campaña cuando Bush
buscó la Casa Blanca en 1988. Atwater, a su vez, le “dio” al candidato
presidencial demócrata, Michael Dukakis, un afroestadounidense y asesino
convicto que cometió acoso sexual, robo a mano armada y violación en un permiso
de fin de semana de la prisión durante la gestión de Dukakis como gobernador de
Massachusetts. Atwater prometió “quitarle la corteza” a Dukakis, y hacer a
“Willie Horton su compañero de planilla”. Bush ganó 40 estados.
Stone es casi tan reverenciado e injuriado en su campo como lo
era su ahora difunto colega Atwater, y él ha trabajado para Trump de forma
intermitente como cabildero y asesor por casi 20 años. Ahora es el consigliere
político de Trump: constantemente sobre su hombro, monitoreando las entrevistas
con Fox News, charlando con él en su oficina para exámenes post mortem y
sesiones de estrategias.
Su principio central como asesor de campaña siempre ha sido
“Ataca, ataca, ataca; nunca defiendas”, y Trump es un pupilo más que dispuesto.
Uno no crece en el negocio de los bienes raíces en Nueva York sin aprender a
pelear. Su instinto es pelear. Trump me dice que él no ha iniciado el fuego de
campaña esta vez —“¡Ni una vez, Bill!”— pero lo regresa, siempre con muchísima
jiribilla, en su estilo inimitable y siempre entretenido. No sólo ha ido sobre
Bush sino también sobre Lindsay Graham (“Cada vez que lo veo en TV, ¡él quiere
bombardear alguien!”), Rick Perry (“¡Él se compró un par de anteojos para poder
verse inteligente!”) y Walker (el gobernador de Wisconsin detrás del cual iba
Trump, a finales de julio, en Iowa). “Wisconsin”, gruñó el otro día, “¡es un
lío político!” Diablos, por estos días, Trump incluso va sobre los expertos que
tienen la insolencia de criticarlo. “George Will”, declaró él en la radio, “¡es
un bobo!”
Stone está consciente de que conozco a Trump desde hace mucho
tiempo y dice, casi en cuanto me siento junto a él: “¿Puedes creer que él es
ahora todavía más grande que cuando lo pusiste por primera vez en la portada?”
“Roger”, dije, “exactamente por eso es que estoy aquí, para
tratar de averiguar cómo sucedió eso. Vivo en el extranjero, y no puedo
entender por qué Donald es todo de lo que puede hablar cualquiera en la política
estadounidense”.
Stone está más que feliz de llenar cualquier vacío que yo
tenga. Él empieza con el argumento que dan todos: un porcentaje significativo
del público estadounidense está en verdad enojado, y odia a la clase política,
a quienes tildan de impostores que no “hacen lo que dicen que van a hacer”,
según dice Stone. “Nunca he visto a los votantes tan amargados en mi vida, y
están respondiendo a alguien que ven como auténtico. Que es un multimillonario,
dice lo que piensa, no necesita el dinero de los hermanos Koch ni de alguien
más, y aun así da la apariencia de ser un tipo común. Compare eso con, digamos,
Mitt Romney”.
“Y lo curioso de ello es que Donald es así. Es un tipo común.
Es lo opuesto de un impostor. Él es lo que es, y siempre ha sido así”.
Stone está en lo correcto. El estilo cual trabuco y la
jactancia no han cambiado un ápice. Hace 30 años, todo lo que Trump tocaba era
“lo más grandioso: el campo de golf más grandioso, el hotel más grandioso, el
casino más grandioso. Su libro, El arte de la negociación, es, me dijo Trump,
“uno de los libros de negocios más grandiosos de todos los tiempos”. Él dijo
todas esas cosas por entonces, y todavía hoy lo dice. Y él lo cree.
El estilo de Trump no es calculado, pero él entiende —y siempre
lo ha hecho— que su marca se trata por entero de la ampulosidad. Una de las
cosas que aprendí mientras reporteaba esa historia de portada hace tantísimos
años —y en tratar con él de forma intermitente al paso de los años desde
entonces— es que mucho de lo que él dice y hace, lo hace con un guiño sutil. Es
como si dijera: “Mira, sé que tal vez no piensas que El arte de la negociación
es uno de los libros de negocios más grandiosos que se hayan escrito, o que
este campo de golf de mi propiedad o ese hotel al que acabo de ponerle mi
nombre es el mejor del mundo. Pero lo digo de todas formas, porque así es como
soy, y así es como hablo. ¿Y por qué debería cambiar? ¿No está funcionando?”
Por esto es que los tres nos reímos ese día en su oficina
cuando él dijo: “pero si me postulara, ¡ganaría!” Había un encanto gracioso en
ello. No hubiera sido auténtico si él no lo hubiera dicho. Es parte de la razón
por la que me cae bien Donald Trump. Siempre lo ha hecho.
Otra razón por la que me cae bien es que él es, como dice
Stone, un multimillonario con gustos de hombre común. Él no es Romney: “Eddie
Haskell con una cuenta bancaria en las Islas Caimán”, como lo llamó mi amigo
republicano de Hollywood. Recuerdo que Trump una vez fue invitado a una
elegante gala de caridad en el Museo Metropolitano de Arte con toda la elite
del Upper East Side: el rey del capital privado Henry Kravis y su entonces
esposa Carolyne Roehm; John Gutfreund, el entonces director ejecutivo de
Salomon Brothers, y un largo etcétera. Trump la odió. Se fue después de unos 10
minutos, regresó a su apartamento en la Torre Trump, comió palomitas y vio a
los Gigantes en Monday Night Football mientras los ricachones sorbían champaña.
Él tiene otras características que son difíciles de ignorar,
incluso si es fácil hacer mofa de ellas. Él siempre está hablando de cuán duro
es como negociador, que él obtendrá mejores “acuerdos” para EE UU (después de
todo, él escribió El arte de la negociación). Stone, canalizando a su
candidato, dice que para Trump, negociar con los chinos “será un día en la
playa”.
¿Hipérbole de campaña? Claro. Pero Trump y su gente no mienten
cuando dicen que los negocios de los que él surgió —bienes raíces en Nueva
York, casinos en Atlantic City— lo han formado. Son negocios duros; Trump y su
gente eran (y son) duros de pelar. Cuando lo seguí por un mes, presencié varias
competencias de gritos plagadas de obscenidades entre Trump, su gente y los
tipos del otro lado de las negociaciones. Vi en Atlantic City cómo uno de sus
ejecutivos se le iba con todo al abogado del sindicato del casino, los dos
diciendo palabrotas sin parar por más de 30 minutos. También oí a Trump
entablar una competencia de gritos en una teleconferencia con bancos de
inversión que se habían quemado invirtiendo en bonos basura expedidos por
compañías de Trump. Un amigo de Trump lo describió por entonces como un
“empresario que te pateará las espinillas e hinchará las pelotas. Este no es un
tipo que se retira al club a beber cocteles a las 6 en punto”. Entonces, cuando
Trump dice que es mucho mejor negociador de lo que Kerry será jamás,
probablemente esté en lo correcto. Si mi dinero estuviera en juego, le
apostaría a Trump todas las veces sobre el secretario de estado windsurfista.
EL BRUJO DEL APRENDIZ
Así que estoy diciendo oficialmente que Trump me cae bien en lo
personal. Pero eso no significa que llegué a la ciudad de Nueva York a finales
de julio pensando que él tenía alguna oportunidad de obtener la candidatura
republicana, o incluso que debería tener una oportunidad. Sabía que Trump no se
tomaba la política con tanta seriedad en el pasado. También sabía que el Pico
Trump se estaba dando mucho antes de que cualquiera en realidad votase, y que
todavía estamos en la temporada boba política movida por las noticias por cable.
Yo creía que su posición en las encuestas —la cual sólo se fortaleció después
de sus comentarios pasados de la raya con respecto a que el senador John McCain
no era un héroe de guerra— era simplemente el resultado de un nombre conocido.
Los votantes con el tiempo llegarían a conocer a los candidatos creíbles,
pensaba yo mientras volaba desde Shanghái, y Trump se desvanecería.
Pero después de pasar algún tiempo con él, y de hablar con
Stone y otros asociados de Trump, ya no estoy tan seguro. Para empezar, me dice
Stone —y como reporteros políticos que respeto, como Robert Costa de The
Washington Post, lo han reportado— que la campaña de Trump ha contratado muchos
agentes creíbles en los estados claves tempranos. Ello sugiere que esto no es
sólo un juego, una manera ingeniosa de que Donald Trump amplíe todavía más su
marca.
Y hay más. Escuche, de nuevo, a Stone, y lo que llamaré su
teoría política de El aprendiz. Por 15 temporadas, El aprendiz fue un popular
programa de TV. “Millones de personas lo vieron”, dice Stone, ¿y qué vio toda
esa gente en El aprendiz? “Vieron a un tipo en un traje azul con una corbata
roja, un tipo que se ve presidenciable, sentado en una silla de respaldo alto.
Ellos ven a un tipo en control. Un tipo tomando decisiones. Él parece reflexivo.
Él piensa las cosas algunos segundos” antes de decidir si debe decirle a
alguien: “¡Estás despedido!”
El aprendiz, dice Stone, “transformó para bien la imagen de
Donald”.
Vacilo mientras él plantea esto. “Espera un momento”, le digo.
“¿Porque se lo ve pensando las cosas ‘algunos segundos’, la gente piensa que
puede ser presidente?”
“Sí”.
En este momento, tengo serios pensamientos sobre solicitar la
ciudadanía china. “Pero Roger, ése es un programa de televisión; no es real. Y
la crítica a Donald es que no sabe lo suficiente para ser presidente. Él dice
cosas que simplemente están mal”. Uno puede, por poner un ejemplo con el que
estoy íntimamente familiarizado, decir que la moneda china está subvaluada en
relación con el dólar. Que debería ser más fuerte. Pero los chinos no están
“devaluando” su moneda, como Trump dice una y otra vez en televisión. El valor
del renminbi hoy es más de 25 por ciento más alto en relación con el dólar de
lo que era hace una década.
Eso es simplemente un hecho, le digo a Stone. También es un
hecho que la descripción que recientemente hizo Trump del historial de Walker
en Wisconsin estaba incorrecta en casi todo. ¿No estaba Graham en lo correcto
cuando dijo que en política Trump tiene “una milla de ancho y una pulgada de
profundidad”? ¿Que no sólo no sabe lo suficiente, sino peor aún, no sabe qué es
lo que no sabe?
Stone suspira. “Mira, es cosa de ver la imagen completa. Él
sabe lo que quiere hacer. Él sabe cómo delegar. Él sabe cómo liderar”.
Él continúa diciendo que a su parecer a los votantes les gusta
el hecho de que, en parte para cumplir un compromiso con su hijo Eric, quien
ayuda administrar el negocio familiar de golf, Donald voló a Escocia por un par
de días a finales de julio para estar en el Abierto Femenino de Gran Bretaña,
el cual se celebraba en un campo propiedad de Trump. Esto, dice él mordazmente,
en un momento en el que los otros candidatos estaban “refugiados en una sala
tratando de dominar los arcanos de la política presupuestal”.
“OK”, le digo, “me parece justo”.
Pero entonces viene esto: “Sabes”, dice Stone, “trabajé para un
tipo del que solían decir lo mismo. Que no sabía lo suficiente”.
Oh no, pienso. ¡Por favor, no lo hagas, Roger! Por favor, no
compares a Trump con…
“Que era sólo un actor”.
Oh Dios.
“Y él resultó ser el presidente más relevante de nuestra
época”.
Sí, amigos, Donald Trump es el nuevo Ronald Reagan. Lo leyeron
aquí primero.
SÓLO DIME POR QUÉ
La otra cosa que me preguntaba antes de volver a ver a Donald
Trump era por qué. ¿Por qué diablos a los 69 años y con unos cuantos miles de
millones de dólares en el banco querrías ser presidente? ¿Trump en verdad
quiere el puesto? ¿No ha visto él cuánto han envejecido en dos períodos los
últimos dos hombres en la Oficina Oval, ambos mucho más jóvenes que él? El
puesto es una perra. Y una campaña larga inevitablemente desenterrará muchas
cosas que no hay manera de que Trump quiera que se revisen: las bancarrotas,
las muchas demandas. El hecho de que —precisamente a causa de que los bienes
raíces en Nueva York, sin mencionar el negocio de los casinos, son despiadados—
ha hecho muchos enemigos.
Él no va a obtener la candidatura sólo haciendo entrevistas en
vivo con Sean Hannity y Bill O’Reilly desde el vestíbulo de su edificio.
Cuando le pregunto a Trump por qué, él dice simplemente que el
país “se está yendo por el caño, y estoy harto de ello. Y estoy harto de estos
políticos. Entonces ¿por qué no? ¿Por qué no postularme?”
Él ve que estoy un poco desconcertado, tal vez escéptico, por
lo que dice: “¿Qué piensas, Bill? ¿Piensas que puedo ganar?”
“Honestamente, Donald”, le digo, “en el avión hacia acá desde
China te habría dicho que no. Pero ¿qué diablos sé yo? Yo vivo en Shanghái”.
Él se ríe, y entonces dice: “Bueno, vamos a averiguarlo, ¿no es
así?”