Nanotte Pierresabía que el dolor y las hemorragias irregulares presagiaban algo malo. Pero ninguno de los médicos que consultó, a lo largo de una década, podían decirle qué sucedía. Pensaban en una infección, mas ninguno de los costosos tratamientos acababan con el problema. De hecho, lo empeoraban.
En 2013, su hermana menor, quien se ganaba la vida vendiendo dulces en las calles de Haití, comenzó a trabajar fuera de un centro ginecológico llamado Klinik Manitane, donde había un arroyo cercano cubierto de espuma y botellas de plástico que taponaban un drenaje, y el sol calentaba el sendero levantando espirales de polvo. Sin embargo, la clínica era bastante agradable y las mujeres que acudían a consulta aguardaban en bancas sombreadas junto a una tienda de campaña de la Unicef.
Un día, el personal médico comenzó a distribuir pases para citas entre las transeúntes y la vendedora de dulces consiguió uno con la intención de dárselo a su hermana. Tal vez aquellas personas pudieran hacer algo por ella.
Era un sofocante día de agosto cuando la abrumada Pierre, de 42 años, acudió a la clínica con un intenso ataque de dolor. Ya había mujeres esperando en fila, pero no se iría sin ver al médico. Cuando llegó su turno, Pierre se quitó la ropa y subió a la mesa de exploración. Una comadrona se colocó enfrente con un espéculo, una lámpara y un líquido que olía a vinagre. La mujer se sorprendió tanto con lo que vio, que de inmediato llamó a un médico, quien llamó a otra especialista, una estadounidense que ingresó en la habitación saludando a Pierre en francés.
Al revisar a la paciente, su expresión se volvió muy seria. Pierre hizo lo único que podía: permaneció acostada, orando. Dios no me abandonará, pensó, mientras la doctora extraía una muestra de tejido con una herramienta larga, como una tijera. Enviaron su carne enferma al laboratorio y Pierre aguardó todo un mes, con intenso dolor. Trabajaba en el mercado local vendiendo chucherías, y ya había hecho arreglos para que, en caso de fallecer, su cuñada se encargara de su hija de catorce años.
Cuando recibieron los resultados, los médicos anunciaron a Pierre que tenía cáncer cervical invasivo.
Si la mujer fuera estadounidense, tal vez jamás habría desarrollado el cáncer cervical porque, en el mundo desarrollado, se trata de una enfermedad eminentemente histórica. Sin embargo, Pierre vive en Haití donde, según diversos cálculos, la tasa de cáncer cervical es la más alta del mundo. El costo de la cirugía es prohibitivo, los fármacos quimioterapéuticos son limitados y en todo el país no hay un centro para radioterapia. Así que una opción terapéutica típica es el grupo de oración.
HEMOS CURADO EL CÁNCER
La muerte por cáncer cervical es una tortura. En A Woman’s Disease (Una enfermedad femenina), la historiadora Ilana Löwy describe las últimas semanas de vida de Ada Lovelace, hija del poeta lord Byron, fallecida en 1852. “Enloquecida por un dolor que los opiáceos ya no controlaban, no podían retenerla en cama y se arrojaba violentamente contra el mobiliario o el suelo.” Un siglo después, la primera dama argentina, Eva Perón (mejor conocida como Evita), padecía tanto al final de su vida a causa del cáncer cervical, que sus médicos le practicaron una lobotomía con la esperanza de calmar el dolor.
No obstante, hay buenas noticias. Cuando la gente pregunta por qué no hemos curado el cáncer, parte de la respuesta es que algunas formas son tratables. De hecho, casi hemos resuelto el problema del cáncer cervical. A principios del siglo XX, mataba a más estadounidenses que cualquier otro tumor y hoy es una de las formas de cáncer menos mortíferas.
Todo gracias a innovaciones médicas desarrolladas a lo largo de casi dos siglos. En los años 1800, mediante cirugías arriesgadas (mayormente fatales) y espéculos, los médicos estudiaron extensamente los “cánceres de matriz”. Aun entonces se postulaba que si el cáncer cervical se detectaba en etapas tempranas, era posible detenerlo. Una vez, por accidente, un médico que extirpó una lesión cervical durante una biopsia halló que la extracción había impedido que la lesión se volviera cancerosa. Mediante esas observaciones, el cáncer de cérvix se convirtió en paradigma para la forma como, posteriormente, habrían de tratarse todos los cánceres. Como me dijo Löwy, el razonamiento era “esta es la manera como debemos ganar la guerra contra el cáncer. Debemos encontrarlo a tiempo y podremos resolverlo en sus etapas tempranas”.
Con todo, los síntomas visibles no se manifiestan con suficiente anticipación. El dolor que Pierre padeció durante años no es típico y sus médicos aún no están seguros de que estuviera relacionado con el cáncer. La hemorragia irregular sin duda fue el primer indicio de que algo anda mal, pero eso rara vez ocurre hasta que el cáncer se ha diseminado en el interior del útero u otras estructuras y órganos. Y para entonces, suele ser demasiado tarde.
A principios del siglo XX, los médicos comenzaron a proponer que las pruebas de detección de mujeres aparentemente sanas podrían salvar vidas. En la década de 1920, el griego Georgios Papanicolaou trabajaba en la Universidad de Cornell y desarrolló un estudio de citología exfoliativa que lleva su nombre y que, para la década de 1940, fue promovida como estándar por la Sociedad Estadounidense del Cáncer.
En la década de 1990, los investigadores alcanzaron otro hito. Descubrieron que, virtualmente, cada caso de cáncer cervical tiene una causa única: el virus del papiloma humano (VPH), que se transmite sexualmente. Con el nuevo milenio, la vacunación VPH y nuevas técnicas de detección que establecen la presencia de cepas virales de alto riesgo están ofreciendo una posibilidad asombrosa: la eventual desaparición del cáncer cervical.
UNA ENFERMEDAD DE MUJERES POBRES
Esa posibilidad se antoja muy remota en Haití, donde el cáncer cervical sigue matando tantas mujeres como todos los otros tumores tomados en conjunto. En comparación, la enfermedad es responsable de menos de 3 por ciento del total de muertes femeninas en Estados Unidos.
En todo el mundo, más de medio millón de mujeres desarrollaron cáncer cervical en 2012, y más de la mitad perdió la vida. De esos casos, 85 por ciento se presentó en el mundo en desarrollo. En Estados Unidos, la enfermedad tiene mayor incidencia en la población negra, hispana y blanca de la región de los Apalaches; es decir, en grupos con pocos recursos económicos. En otras palabras, el cáncer cervical es una enfermedad de pobres.
En buena medida, esto se debe a que las herramientas de prevención más modernas son inasequibles y costosas en los países pobres. Según el Banco Mundial, el ingreso per cápita de Haití es de 810 dólares anuales y muchas mujeres no pueden pagar un estudio de papanicolaou; y aunque fuera posible, no hay suficientes laboratorios ni personal capacitado para analizar los estudios. La conclusión de mis entrevistas con médicos estadounidenses que trabajan en la isla es que hay menos de diez patólogos en todo el país.
Por otra parte, a veces las pruebas no son concluyentes y se requiere de un seguimiento, pero muchas haitianas no pueden ausentarse del trabajo para un segundo estudio. Y si el resultado es positivo, ¿qué sucede? Excepto por la élite pudiente, no hay dinero para tratamientos. Y en Haití no existen seguros de gastos médicos.
Una solución que proponen expertos en salud pública es VIA, siglas en inglés de una alternativa de bajo costo: inspección visual con ácido acético. Este es el ingrediente principal del vinagre, y al aplicarlo en el cérvix, las lesiones precancerosas adquieren una coloración blanca. Casi cualquiera puede recibir capacitación para realizar la prueba.
Por eso una estadounidense, la Dra. Rachel Masch, directora ejecutiva de Basic Health International, se encontraba en la clínica de Puerto Príncipe cuando Pierre fue a consulta aquel día de agosto de 2013. Estaba capacitando comadronas en el procedimiento VIA. Basic Health, en colaboración con la organización californiana Direct Relief y la Fundación San Lucas, institución no lucrativa sita en Haití, ha realizado detecciones en miles de mujeres de la capital insular, y posiblemente ha salvado docenas de vidas a través de la prevención.
Siempre que los trabajadores médicos observan una mancha de aspecto peligroso, la congelan con un largo instrumento metálico, superhelado, que aplica óxido nitroso y mata las células antes de que se vuelvan cancerosas. Por supuesto, puede haber efectos colaterales, como hemorragias y cólicos leves; y en ocasiones provoca una disminución del moco cervical que impide el paso de los espermatozoides. “VIA no es una prueba de detección perfecta”, dice Paulina Ospina, gestora senior de programas en Direct Relief. “Hay un alto grado de falsos positivos. Así que existe el riesgo de tratar en exceso.” Sin embargo, los proponentes de “examinar y tratar” afirman que eso es mejor que la alternativa: el cáncer no diagnosticado.
En septiembre de 2013, Pierre recibió la llamada de un médico haitiano que analizó su biopsia. Era necesario que regresara a Klinik Manitane. No proporcionó más información por teléfono. Lo único que añadió fue: “Ha tenido un ataque de cáncer”.
Al llegar, Pierre se reunió con Masch, quien informó: “Seré franca. Tiene cáncer”. La paciente lloró. Masch dejó que se desahogara un rato y luego explicó cómo sería el tratamiento. Habría cirugía, viajaría lejos de casa para recibir quimio y radioterapia. “¿Qué quiere hacer?”, concluyó la doctora.
“Pues no tengo dinero”, respondió Pierre. Lo había gastado todo en médicos y otros hospitales que no llegaron al fondo del problema. Cuando Masch aseguró que no pagaría un centavo, Pierre consintió en someterse al tratamiento.
JESÚS LA CURARÁ
A principios del año siguiente, Pierre volvió a hablar por teléfono con los médicos. Le dijeron que era importante extirpar cérvix, útero y ovarios, parte de la vagina y, posiblemente, varios ganglios pélvicos. Lo antes posible. “¿Cuándo puede operarse?”, preguntaron.
“Debo algo de dinero al banco”, contestó. Pierre solicita préstamos para comida, accesorios o algunos enseres domésticos que vende en el mercado, y paga el dinero al cabo de uno o dos meses. Necesitaba seguir trabajando para cubrir la deuda; calculó que podría liquidar el saldo alrededor de abril.
“No puede esperar tanto”, insistió el doctor. “Tiene que operarse ahora mismo.” Pierre cedió y programaron la operación para febrero de 2014.
Los siguientes meses la mujer se sintió destrozada y abrumada. El dolor seguía acosándola y la deuda la presionaba. Su hermano menor no soportaba verla así. Antes, cuando no encontraba trabajo ni techo, ella lo acogió. Pierre siempre fue su fortaleza, la que encontraba dinero, quien mantenía unida a la familia.
Entre tanto, Masch visitó a dos médicos para pedirles ayuda como voluntarios para la cirugía de Pierre. El Hospital Pediátrico San Damián, institución hermana de San Lucas, ofreció el quirófano. Tras una vacilación de último minuto por parte de la familia —“¡No van a curarla!”, dijo un pariente al director del hospital. “¡Jesús la curará!”—, Pierre llegó, finalmente, a la mesa de operaciones.
Masch, Ospina y el resto del equipo médico se comunicaron con instalaciones de Estados Unidos, El Salvador, Cuba y República Dominicana para encontrar un centro que proporcionara la quimio y radioterapia. Direct Relief, que ese año recibió más de 1.4 millones de dólares, había reservado parte de sus fondos para casos como el de Pierre. Sin embargo, la misión mundial de la organización y su estricto presupuesto para programas restringía los recursos que podía destinar a un solo paciente con cáncer (se suponía que debía examinar a miles de mujeres, en vez de curar a una sola). Pierre tendría que viajar, hospedarse y recibir semanas de tratamiento. Y ni siquiera tenía pasaporte.
“Todos pusimos manos a la obra sabiendo que, si no encontrábamos el tratamiento, era muy probable que muriera”, revela Ospina.
Con la ayuda de sus colegas de la no lucrativa Partners in Health —que también costearía parte de la atención— localizaron un hospital al otro lado de la isla, en República Dominicana. Pierre obtuvo su pasaporte y visa, y un día de agosto abordó el autobús para Santiago, en República Dominicana. El centro se esforzó en brindarle comodidad y crear nexos con la comunidad haitiana local, pero la mujer pasó aquellos cuatro meses embargada por una gran debilidad, sintiéndose enferma y profundamente sola. “Me sentí exiliada”, recuerda.
UNA PACIENTE DE 10 000 DÓLARES
Conocí a Pierre a fines de mayo, cuando acababa de enterarse de que estaba libre de cáncer.
Direct Relief gastó unos 10 000 dólares en su tratamiento, mas la cifra no incluía la atención donada ni los cientos de horas/voluntario ni los gastos personales de las cincuenta personas de, al menos, cinco organizaciones involucradas en el caso. Aquel año, 1500 haitianas murieron de la misma enfermedad.
En países desarrollados, como Estados Unidos, la detección del cáncer cervical se ha integrado a la infraestructura de salud. Cuando una mujer acude al ginecólogo, es de lo más simple incluir en el examen clínico un estudio de papanicolaou o una colposcopía (el médico utiliza una lupa para inspeccionar el cérvix). Pero en Haití y otras naciones en desarrollo, la atención primaria es casi inexistente, y eso significa que la detección también lo es. Uno de los mayores problemas estriba en que médicos e instalaciones se concentran en la capital haitiana, y para llegar a las mujeres de las zonas rurales es necesario establecer programas en las clínicas de todo el país.
Representantes del Ministerio de Salud no respondieron a las múltiples peticiones de contacto de Newsweek, aunque varias personas me contaron de proyectos gubernamentales para establecer clínicas de detección regionales que implementarán detecciones del VPH o pruebas de papanicolaou. “Quieren ver un esfuerzo de escala nacional”, informa el Dr. David Walmer quien, desde 1993, ha trabajado en Haití en el tema del cáncer cervical y colabora con el gobierno insular a través de su organización, Family Health Ministries.
No obstante, los obstáculos para la atención médica adecuada son significativos. La Dra. Josette Bijou, experta en salud pública y excandidata presidencial, cita entre ellos la corrupción, la centralización de recursos en Puerto Príncipe y, ante todo, la “falta de recursos financieros”. Haití recibe miles de millones de dólares en ayuda exterior, ciertamente, pero muchos de esos fondos se despilfarran debido a la ineficiencia y la corrupción. Además, es muy difícil concertar esfuerzos. Hablé con varias organizaciones y personas que intentan resolver este problema, y muy pocas trabajan en conjunto para desarrollar un plan integral.
El día que conocí a Pierre en Klinik Manitane, su marido me abordó. No teníamos intérprete, pero intercambiamos unas pocas palabras en entrecortado francés. Le dije que su esposa era muy afortunada, mas él no estuvo de acuerdo. Respondió: “Recibió el favor de Dios”.