A causa del funesto suceso en Charleston, Carolina del Sur, los
estadounidenses se apresuraron a realizar una acción en la que se demoraron 150
años: retirar de los lugares públicos la bandera confederada. Desde muchas
décadas atrás, esta se había convertido en un símbolo no sólo del carácter
sureño, sino de una realidad tangible de todos conocida, pero que pocos se
arriesgaban a comentar: las claras diferencias culturales y sociales que
existen dentro de esa nación.
Como traductor de esta revista desde hace catorce años, he
podido leer en muchas ocasiones frases, párrafos, incluso artículos completos,
donde se hace un llamado a los valores patrióticos ante problemas sociales que
tal o cual autor considera casi como la antesala de una disolución nacional. En
ocasiones, esto me ha llevado a pensar si los fantasmas de la guerra de secesión
todavía persisten dentro de la cultura estadounidense 150 años después de su
conclusión, y casi siempre me respondo que, como les sucedió a muchas otras
naciones, aquel conflicto social tuvo una conclusión pero no una resolución.
Y la resolución no se ha podido dar aún porque, simple y
llanamente, Estados Unidos no ha podido evitar que su sociedad sea lo más
cercano a una dicotomía. Los ejemplos de ello abundan, pero usemos por el
momento los más claros.
De entrada, existe una marcada división entre quienes quisieran
ver a Estados Unidos convertido en una teocracia parlamentaria, y quienes
vociferan en toda ocasión que las ideologías religiosas buscan anteponerse a
las ideologías laicas. Tomemos por ejemplo el caso de la reciente aprobación
del matrimonio homosexual: una buena cantidad de la población se opuso a este alegando
que era un atentado a sus derechos religiosos (incluidos algunos de los jueces
de la Suprema Corte); sin embargo, como el matrimonio homosexual no les impide
a los religiosos de cualquier credo la libre práctica de su religión, no existe
fundamento legal para negar a los ciudadanos homosexuales los derechos que la
constitución federal les otorga por el mero hecho de ser ciudadanos.
En segundo lugar, tenemos el debate tan recurrente entre
quienes defienden a ultranza su derecho a poseer las armas que les plazcan y
quienes pretenden prohibirlas por entero. Tiroteos van, tiroteos vienen, y la
sociedad estadounidense no ha podido ponerse de acuerdo en cuándo una libertad
individual debe restringirse por
el bien social. Cierto, la constitución federal les confiere el derecho a tener
y portar armas para la defensa personal y la defensa de la nación, e incluso
existen salvaguardas legales de qué sí y qué no debe entenderse como tales
actos de defensa; sin embargo, sabemos de múltiples ocasiones en que se ha
demostrado que mucha gente a quien se le ha permitido portar armas (no digo
adquirir) no está capacitada para ello, y me refiero a los excesos de algunos
policías que han provocado disturbios y demás en las ciudades estadounidenses
cuando se siente una carga negativa hacia uno u otro lado de la balanza
poblacional.
Porque las minorías no han sido tan integradas como pretenden
algunos comentaristas políticos. Cierto, ya no existen las Ligas Negras en el
béisbol, y en el baloncesto hoy lo inhabitual es encontrarse un jugador blanco,
pero esto ha llevado a problemas sociales que, de una u otra manera, perpetúan
los resentimientos raciales. Si un empleador entrevista a dos solicitantes al
mismo puesto y uno de ellos es blanco y el otro es negro, posiblemente tenga
más reservas en contratar al blanco, porque este no pretenderá demandarlo por
discriminación si no le da el puesto. Por otra parte, los negros suelen tener
una actitud bastante negativa con respecto a los latinos, porque en cierta
forma resienten que, si fueron ellos quienes dieron su sangre (literalmente)
para que se aprobase la Ley de Derechos Civiles, ahora los latinos vayan a
cosechar los frutos de aquellas guerras entabladas por los negros. Y de los
blancos, hay quienes son lo bastante honestos para llamarse racistas, y hay
quienes son lo bastante hipócritas para llamarse tolerantes. En muchas
comunidades los blancos permiten la presencia de negros siempre y cuando se
mantenga una proporción de superioridad numérica; pero en cuanto el número de
negros comienza a aumentar, los blancos suelen emigrar a otras comunidades.
La cuestión es que la integración total es muy difícil en un
país donde cada año se plantean y promueven (pero no se siguen) planes y
proyectos para combatir la pobreza, pero no se modifica un sistema que se gestó
para promover la formación y protección de los ricos. Muchas de las políticas
sociales en Estados Unidos en la superficie pretenden ayudar a los pobres, pero
en el fondo buscan mantener el statu quo de los ricos. Porque, al igual que
todo lo demás en la sociedad estadounidense, las políticas sociales sólo pueden
ser exitosas en la medida en que sean comercializables y, por ende, rentables.
En Estados Unidos no puede haber una política de creación de empleos si esta no
va emparejada con una política de exenciones fiscales. No puede haber una
cobertura universal de salud si esta no va emparejada de contratos con aseguradoras,
proveedores de servicios médicos y demás.
Por último, es difícil entender que un país carezca de
conflictos sociales cuando está dividido en una mitad conservadora que exige
legislaciones que perpetúen el statu quo, pero respinga al primer atisbo de un Estado
más gestor que administrador, y en una mitad liberal que exige legislaciones
que perpetúen las libertades individuales, pero respinga cada vez que el
gobierno se niega a tomar su papel de gestor. Los estadounidenses no ven con
bien la existencia de un gobierno (de allí que llamen “administración” a sus
ciclos presidenciales) y sólo lo toleran cuando necesitan de su capacidad de
mediador; sin embargo, tienden a relegar en él las decisiones definitorias (que
no definitivas) sobre sus problemas sociales. Ejemplo de esto son los famosos
códigos de orientación para diversos productos de consumo como la música, los
videojuegos y demás. No es necesario que el gobierno imponga en un videojuego
titulado “Cacería humana” una etiqueta diciendo: “Material no apto para menores
de edad”, a menos de que se le quiera conferir al gobierno el criterio que uno
como individuo podría llegar a ejercer. Pero el estadounidense aun así siempre
parece temer que si se le dan más atribuciones al gobierno, este desencadene
una distopía orwelliana.
Y así, todo esto hace referencia a esos fantasmas de la guerra
de secesión que todavía no se han resuelto. Porque a pesar de los 150 años de
distancia, Estados Unidos sigue profundamente dividido entre dos tipos de
mentalidades, en muchas ocasiones extremistas, que hoy todavía le dificultan el
tener una identidad nacional plena (sobre todo porque, como es sabido, el
concepto abstracto de “nación” es una teoría moderna que no ha podido cuajar
del todo a pesar de sus casi trescientos años de existencia, y Estados Unidos
es un modelo de caso de los problemas que conlleva esa abstracción). Y sus
políticos, para mal o para peor, suelen afiliarse a uno u otro de los polos de
esta dicotomía en vez de buscar la manera de zanjarla.
La proscripción de la bandera confederada es un buen indicio de
que se empieza a abordar este problema, pero no tiene mayor sentido eliminar
los símbolos si no se eliminan los constructos culturales que lo impulsaron.
Aunque dicha bandera ya no ondee, sigue siendo una parte integral de la psique
social estadounidense.