A fines del siglo XIX, el Dr. William Coley —investigador del Hospital de Cáncer de Nueva York— notó algo peculiar. Un paciente llamado Fred Stein había desarrollado una tumoración en la mejilla y, entonces, sufrió una infección por Streptococcus pyogenes (causante de faringitis y amigdalitis). Poco después del cuadro, el cáncer empezó a desaparecer, como si la fiebre lo hubiera quemado.
Más tarde, Coley observó que otros pacientes con cáncer sometidos a operaciones de extirpación tenían más probabilidades de recuperarse si desarrollaban una infección posquirúrgica. Para averiguar la causa, el médico comenzó a inyectar enfermos inoperables con estreptococos. Aquella vacuna terminó por ser conocida como la “toxina Coley”. En un caso, el galeno trató a un hombre de veintiún años con una mezcla de bacterias y lisados bacterianos (secreciones naturales de las bacterias que mantienen alerta el sistema inmunológico). A resultas de ello, el paciente tuvo una remisión completa.
Coley inyectó a más de mil pacientes y muchos se recuperaron. Sin embargo, nunca documentó debidamente todos sus casos y, al morir, en 1936, la opinión médica general desacreditó sus métodos. Pero mucho tiempo después, cuando pioneros de la investigación oncológica revisaron su trabajo, la comunidad médica comprendió que Coley (a veces llamado “el padre de la inmunoterapia”) había descubierto algo importante.
En 2014, la FDA (la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos) aprobó un fármaco de inmunoterapia llamado Anti-PD1 para el tratamiento del melanoma, la forma de cáncer de piel más agresiva, y poco después, el Anti-PD1 se convirtió en el estándar para la terapia de esa enfermedad. “En los últimos dos años no he administrado quimioterapia a un solo paciente con melanoma”, informa el Dr. Antoni Ribas, oncólogo de UCLA. “Han terminado los días de la quimioterapia para ese cáncer.”
Como todas las inmunoterapias, el Anti-PD1 actúa hackeando el sistema inmunológico —enseñándolo a atacar células cancerosas— y ofrece enormes ventajas. Los pacientes que reciben quimioterapia sufren de efectos colaterales graves como dolor y fatiga extremos, náuseas, diarrea, pérdida de cabello y apetito, y riesgo de infecciones que amenazan la vida, así como efectos a largo plazo que incluyen enfermedad cardiaca y pulmonar. Además, la quimioterapia y la radiación no protegen de recurrencias.
Por otra parte, la inmunoterapia “haría que el sistema inmunológico impactara el cáncer a largo plazo, porque el sistema inmunológico puede recordar”, explica Ribas. “De modo que si desarrollamos una terapia que active correctamente dicho sistema, este seguirá recordando que el tumor es un tipo malo al que debe atacar.”
Por esa razón se ha expandido la investigación en inmunoterapia, y una de las áreas de la inmunoterapia anticancerosa se remonta a la época de Coley: bacterias controladas que podrían convertirse en herramientas para transformar el sistema inmunológico en una máquina para combatir el cáncer.
Sabemos que la salmonela está presente en carnes mal cocinadas y recipientes de masa cruda de galletas, y que entra en nuestro organismo si no preparamos los alimentos correctamente. Cuando eso sucede, desata un caos de náuseas, fiebre, diarrea, vómito y escalofríos. No obstante, la salmonela tiene otra cara.
Roy Curtiss, director del laboratorio del Instituto de Biodiseño de la Universidad del estado de Arizona, ha descubierto que al modificar genéticamente ciertas cepas de salmonela para volverlas más seguras, adquieren la habilidad de invadir células cancerosas y tomar el control. Sin embargo, hay que salvar un obstáculo importante antes de introducir salmonelas en el organismo humano con fines terapéuticos: las bacterias son tóxicas y causan infecciones, incluso sepsis. “Podemos matar tumores y, también, matar al paciente”, señala Curtiss.
Su proyecto más reciente consistió en modificar la genética de salmonela para reducir su toxicidad sin afectar su eficacia. Para ello, Curtiss y su equipo alteraron su estructura de polisacáridos o membrana exterior, principal responsable de precipitar la sepsis. Después, realizaron cambios más finos e inyectaron las bacterias en tumores de ratones. El resultado: acabaron con el cáncer sin dañar las células sanas aledañas. Así demostraron, por primera vez, que las bacterias pueden combatir el cáncer sin ocasionar graves efectos colaterales.
Junto con Listeria y Clostridium, Salmonela es uno de los pocos géneros bacterianos que han demostrado el potencial de destruir células cancerosas. Un miembro del grupo Clostridium, C. novyi, es particularmente prometedor. En 2014, investigadores de la Universidad Johns Hopkins inyectaron perros con cáncer con una versión modificada de la bacteria, llamada C. novyi-NT y hallaron que podían reducir los tumores. Incluso la probaron, exitosamente, en un paciente humano con leiomiosarcoma avanzado, un tipo raro de cáncer de músculo liso.
C. novyi-NT es muy particular debido a que se desarrolla muy bien en ambientes con poco oxígeno, como el centro de un tumor. Una vez inoculada, la bacteria “germina, empieza a dividirse y crecer, y mientras lo hace, consume las células cancerosas”, explica David Chao, presidente y CEO de BioMed Valley Discoveries, empresa que colabora con Johns Hopkins. Después, la bacteria detiene su crecimiento en el borde del tumor, donde encuentra más oxígeno, lo cual impide que se disemine hacia las células sanas.
Por supuesto, es difícil predecir cuán exitosos serán los experimentos animales al trasladarlos al cuerpo humano. El Dr. Mario Sznol, en la Universidad de Yale, invirtió cinco años en la investigación de salmonela sólo para descubrir que los emocionantes resultados obtenidos con ratones y perros no eran reproducibles en pruebas con tejidos humanos. “Lo que hemos establecido es que el tipo de colonización tisular observada en ratones y perros no se produce [en humanos]”, informa Sznol. “Hay algo muy distinto en la biología de los tumores humanos.” Si es posible superar ese obstáculo, agrega, las bacterias serían vehículos “geniales” para la destrucción tumoral.
Al morir Coley, su hija, Helen Coley Nauts, luchó durante años para que la comunidad médica prestara atención a su labor. Y durante años, fue desdeñada con el argumento de que los resultados de su padre carecían de evidencias. Con todo, trabajó incansablemente para organizar la información y rastrear pacientes tratados con la toxina Coley. Si bien no recibió entrenamiento científico y ni siquiera tenía un título universitario, Coley Nauts terminó por sentar las bases de un campo de investigación que hoy abarca incontables laboratorios y compañías farmacéuticas, y avanza a pasos agigantados. Existen proyectos que desarrollan terapias inmunológicas para cáncer pulmonar, mamario, de colon, cabeza y cuello, piel y casi cualquier tipo de tumor existente.
“En el futuro”, pronostica Sznol, “nuestros tratamientos serán tan buenos que podremos brindar a los pacientes una terapia muy limitada y curarlos completamente del cáncer”.