Hace casi tres años, en el extremo noroeste del que fuera uno
de los regímenes más cerrados y brutales del mundo, Myanmar, el pogromo comenzó.
A instancias de un partido político budista, las turbas comenzaron a atacar a
los miembros de una comunidad conocida como rohingya, una minoría musulmana
apátrida originaria del sur de Asia. Muchas personas han sido asesinadas desde
entonces, más de 1 000 casas han sido incendiadas y miles de familias han
huido.
La violencia en el estado de Rakhine, justo al sur de
Bangladesh en la Bahía de Bengala, trae a la mente la limpieza étnica realizada
en la década de 1990 por Slobodan Milosevic contra los musulmanes bosnios en la
antigua Yugoslavia. El régimen militar de Myanmar, país conocido antiguamente
como Birmania, había comenzado a aplicar reformas políticas y económicas que le
ganaron elogios por parte del mundo exterior. Pero, al mismo tiempo, aumentó las
tensiones sectarias en ese país dominado por budistas, tensiones que ahora son
el centro de una crisis humanitaria que se desarrolla en aguas del sudeste
asiático. Miles de refugiados rohingya han estado a la deriva durante meses,
cada vez con menos alimentos y agua, y la mayoría de ellos han sido rechazados
por Tailandia, Malasia e Indonesia, países vecinos de Myanmar.
El 20 de mayo, en medio de una creciente indignación
internacional, las autoridades de Indonesia y Malasia cedieron. Dijeron que
admitirían “temporalmente” a unos 7 000 refugiados del mar, aunque insistieron
en que no recibirían ni uno más. Se estima que unos 1.1 millones de rohingya
siguen en Myanmar, más de 100 000 de los cuales viven ahora en campamentos
cerca de Sittwe, la capital de Rakhine.
Malasia e Indonesia también insistieron en que la comunidad
internacional debía asumir parte de los costos de reasentamiento. Aunque
tardíamente, esto ahora parece probable. El Departamento de Estado de Estados
Unidos declaró el 20 de mayo que proporcionaría apoyo financiero y que estaba
preparado para asumir una función de liderazgo en un esfuerzo multinacional
para acelerar el reasentamiento de los migrantes más vulnerables.
Resulta menos claro cuál será el papel que desempeña Tailandia.
Su gobierno anunció que sería anfitrión de una conferencia multinacional el 29
de mayo en Bangkok para ayudar a resolver la crisis, y también dijo que no
obligaría a los barcos que se encontraran en sus aguas territoriales a volver
de nuevo al mar. El mundo observa la respuesta tailandesa con especial
atención, debido a que la difícil situación de los rohingya pone a Bangkok en
una situación particularmente embarazosa.
En los últimos años, miles de personas que buscan huir de
Myanmar han terminado en el equivalente de campos de trabajo esclavo en la
frontera de Tailandia y Malasia. Muchos de los hombres trabajan en los buques
pesqueros locales. Varios funcionarios de seguridad naval tailandeses estaban
implicados en las redes de trabajo esclavo, para disgusto del gobierno militar
de Bangkok. Y el año pasado, la agencia Reuters, como parte de una serie que
ganó un Premio Pulitzer, informó que la policía tailandesa permitía que los
refugiados rohingya abordaran barcos que los oficiales sabían que serían
recogidos por los traficantes de personas. Ese informe desencadenó una
investigación y llevó al cierre de los campamentos y a la detención de varias
personas.
La responsabilidad última de la difícil situación de los
rohingya se encuentra en Myanmar, donde el gobierno se niega a discutir el tema
con la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático o con cualquier otro
organismo. En cualquier caso, el gobierno en Naypyitaw está avivando las
tensiones. A principios de este año se anunció que revocará las tarjetas de identificación
temporales para todas las minorías, entre ellas, los rohingya. Estas tarjetas
de identificación daban acceso a los rohingya a servicios de salud y educación,
y también les permitirían votar en lo que se espera que sea un referéndum
constitucional a finales de este año. La decisión provocó grandes protestas por
parte de grupos budistas, y el gobierno dio marcha atrás.
Luego, en mayo, se insistió en el tema aún más, mediante el
retiro de las tarjetas a las personas que aún las tenían. (Minorías, como las
personas de ascendencia india y china, por ejemplo, también tienen estas
tarjetas.) Unas 50 000 tarjetas habían sido incautadas a finales de abril en
Rakhine, y no hay indicios de que el gobierno tenga la intención de suspender
la medida. Eso ha avivado las tensiones, de acuerdo con diplomáticos y
organizaciones no gubernamentales que trabajan en ese país.
En un correo electrónico dirigido a Newsweek, un diplomático de
Asia Oriental señaló el 21 de mayo, “Me preocupa que la crisis de refugiados
que finalmente ha captado la atención del mundo no sea más que la primera de
muchas. Es posible que haya más violencia. No está claro cómo es posible
desactivar todo esto. Los rohingya no tienen esperanzas aquí, y esa es una
postura peligrosa. Esto aún no termina”.