Steven (nombre falso) era el típico niño de siete años, en muchos sentidos. Asistía a la escuela, a fiestas de cumpleaños y practicaba deportes con sus compañeros de clase y su hermano menor. No era perfecto; desafiaba constantemente a sus progenitores y maestros, convertía discusiones por nimiedades en verdaderas guerras que duraban horas y solía ser agresivo con su hermano menor. Los adultos tenían dificultades para controlarlo, pero no había causas para temer por su estado mental.
De pronto, su conducta se hizo más alarmante. En el cumpleaños de un primo, rompió algunos juguetes del festejado sin el menor remordimiento. Sus progenitores pensaron que lo hizo porque el otro niño era el centro de atención y Steven siempre resentía eso, dijeron. Luego, la maestra observó el mismo comportamiento en la escuela donde, a veces, el chico culpaba a otros niños de su mal desempeño en juegos o deportes y después se vengaba cuando no lo estaban vigilando. En palabras de la educadora, las conductas de Steven eran “depredadoras”. A la larga, el niño fue enviado con un psicólogo, quien determinó que su comportamiento se debía a un rasgo cruel sin emoción. Hay tendencias, explicó, que se manifiestan de distintas maneras en los niños, pero los niños con el rasgo cruel sin emoción muestran, además, poca empatía con otras personas o ningún remordimiento por sus acciones, y tienden a ser violentos. Todos esos rasgos forman parte de un conjunto de características que reciben el nombre de psicopatía.
Los adultos psicópatas violentos, los que matan sin remordimiento, nacen y se hacen: una persona puede tener una predisposición genética a la conducta, pero los traumas infantiles y la falta de conexión con los demás terminan por hacerla aflorar. Razón por la cual, en los últimos años, los psicólogos han desarrollado intervenciones para niños que manifiestan signos tempranos de psicopatía. Los tratamientos están dirigidos a conectar a esos chicos con sus compañeros y progenitores, ya que esos vínculos pueden marcar la diferencia entre un adulto que termina como un criminal violento o, simplemente, un individuo más frío que la persona promedio.
Los psicópatas de Hollywood son asesinos violentos y agresivos cuyas alucinaciones van acompañadas de risas maniacas y siniestras. Pero en la vida real, la psicopatía es un trastorno conductual mucho más sutil. Quien sufre de un trastorno psicopático (y personalidad antisocial, padecimiento asociado que algunos profesionales de la salud consideran la misma cosa o un subconjunto de la psicopatía) tiende a ser impasible, manipulador, carente de empatía, demasiado dispuesto a correr riesgos o incapaz de comprender el concepto de castigo. Por sí solo, ninguno de estos rasgos define al psicópata y no todos los psicópatas se vuelven criminales violentos; hay miembros de la sociedad muy exitosos que algunos clínicos considerarían psicópatas.
Los investigadores tienen muchas dificultades para combatir el estigma en torno de la palabra psicópata. Y para ello, es necesario entender las estructuras neurológicas que condicionan las conductas que distinguen al adulto psicópata. Sheilagh Hodgins, profesora de psicología de la Universidad de Montreal, ha realizado varios experimentos con IRM de cerebros de adultos psicópatas y ha descubierto que, de hecho, su anatomía cerebral es distinta, aunque no sean violentos. Hodgins halló que todas esas personas tienen conexiones anormales entre dos regiones profundas del cerebro –la corteza cingulada posterior y la corteza insular–, las cuales ayudan al individuo a entender lo que significa el castigo. En un estudio con preadolescentes varones que presentaban el rasgo cruel sin emoción, encontró estructuras similares. “Esto confirma que hay una base neural para lo que observamos en la conducta y que debemos tomarlo en cuenta al desarrollar una intervención”, apunta. Es importante señalar que, si bien los investigadores tienen una idea de cuáles son algunas de las estructuras neurales que difieren en los psicópatas, distan mucho de haber identificado todas las estructuras diferentes y la función de cada una.
La buena noticia es que los cerebros infantiles son muy plásticos, de modo que aunque el niño presente una estructura neurológica particular, puede que no la tenga en la adultez. Varios estudios indican que no todos los niños con el rasgo cruel sin emoción se vuelven adultos psicópatas, sobre todo si reciben tratamiento a temprana edad.
Hace poco, David Hawes, profesor de psicología en la Universidad de Sídney, Australia, topó accidentalmente con uno de tales tratamientos al pedir a los participantes en un estudio del rasgo cruel sin emoción que interactuaran con un juego de computadora en el que debían aprender a reconocer emociones en rostros humanos digitales, una terapia que funcionó con niños autistas. A su vez, los progenitores recibieron actividades para realizar en casa y se les pidió que jugaran con sus hijos. Los problemas conductuales se hicieron menos frecuentes o severos en muchos casos, pero el cambio no se debió al juego de computadora, pues los niños no mejoraron en su reconocimiento de emociones. Lo que ocurrió, aventura Hawes, es que el tratamiento hizo que padres e hijos trabajaran juntos, de modo que sus interacciones cambiaron y eso les permitió una comprensión mutua que no consistió en castigos ni gritos ni resentimiento. En pocas palabras, pudieron forjar vínculos.
Resulta que los progenitores pueden “hacer o deshacer” al psicópata. Muchas veces castigan a los hijos que se conducen de manera violenta o cruel, ignorando el hecho de que el cerebro del niño no tiene las estructuras necesarias para entender el castigo. Eso conduce al resentimiento; la relación se vuelve fría e inspira al niño a actuar de manera más extrema, explica Randy Salekin, profesor de psicología de la Universidad de Alabama, en Tuscaloosa.
Casi todas las terapias que han producido los mejores resultados en niños con el rasgo cruel sin emoción están dirigidas a entrenar a los progenitores, explica Hawes, quien se apresura a señalar que, no obstante, las poblaciones de muchos de esos estudios han sido muy reducidas. Además, las terapias fueron más eficaces al aplicarlas en las primeras etapas del desarrollo infantil, de modo que los investigadores están buscando intervenciones para niños en edades cada vez más tempranas, a veces de hasta dos años.
El problema es que resulta difícil identificar niños en riesgo a tan tierna edad. Algunos empiezan a manifestar signos tempranos de psicopatía apenas a los quince meses de vida, pero el tratamiento suele recomendarse hasta que los pequeños empiezan a comportarse o sociabilizar de formas que causen inquietud a progenitores o educadores. Y, claro, es necesario que alguien lo note: muchas veces, el rasgo de crueldad sin emoción se manifiesta en niños que fueron gravemente descuidados o maltratados por sus progenitores. “En algunas personas, los rasgos de crueldad y ausencia de emoción son una forma de adaptación”, informa Salekin. Es decir, lo que causa la conducta —descuido o maltrato— puede impedir que esta sea detectada por los profesionales que podrían resolverla; y así, algunos niños crecen con un trastorno no resuelto hasta que son enviados con el psicólogo después de un primer encuentro con la ley, a menudo en la preadolescencia o adolescencia.
La situación se complica por el hecho de que la búsqueda de estructuras neurales de psicopatía en IMR no funciona con los niños, porque los investigadores no saben, bien a bien, cuáles estructuras están buscando. En este momento, lo único que pueden hacer es buscar alteraciones conductuales como falta de empatía y falsedad, y eso no es fácil. La conducta de los niños con autismo o trastorno por déficit de atención e hiperactividad puede ser igual de antisocial o carente de empatía, pero sus estructuras neurológicas son muy distintas a las de los niños con el rasgo de crueldad sin emoción.
Para precisar lo que sucede con un niño, el clínico debe tomar en cuenta las evaluaciones conductuales de sus padres y maestros, y aplicar pruebas verbales y escritas para identificar cualquier característica asociada con psicopatía. Sin embargo, hay pocas pruebas de psicopatía fiables y diseñadas para niños, de suerte que los psicólogos suelen usarlas como herramientas de detección, un medio rápido para descartar a chicos con otros padecimientos y tratarlos debidamente. No existe una evaluación estándar y todavía no hay una prueba que ayude a los investigadores a entender cuán grave puede ser un trastorno.
Esta incertidumbre es lo que seduce a los investigadores. Es casi imposible refinar un tratamiento para una enfermedad que desafía una definición clara. Pero, al menos, hay un movimiento en la dirección correcta. Luego del tratamiento con Hawes, el comportamiento de Steven mejoró considerablemente. Se volvió menos agresivo con sus compañeros; su madre dijo que parecía estar “madurando” y notó que, en ocasiones, incluso se mostraba afectuoso con su hermano. Hace poco, la madre dijo a Hawes que vio a Steven consolando a su hermano menor, quien se echó a llorar al caerse de una motoneta. “Se mostró impresionada ante semejante conducta”, afirma el psicólogo. “Pensó que jamás vería algo así de él.”