Ricardo Illescas Ramírez quería un trago. Era agosto de 2013 y el vendedor de ropa de veinticinco años se encontraba en Potrero Nuevo, Veracruz, en la costa del Golfo de México. Llegó aquella tarde para reunirse con clientes, y cuando terminó el día de trabajo, fue a sentarse en una vieja cantina cerca del centro del pueblo.
Testigos cuentan que, poco después de entrar, un grupo de hombres vestidos de policías irrumpieron por la puerta, arrastraron a Illescas y varios otros fuera del local, los metieron en patrullas y se fueron. Dijeron que hubo incidentes parecidos el mismo día en un parque cercano y en el paradero de camiones. En total, aquel día desaparecieron veinte individuos de Potrero Nuevo. Nadie ha vuelto a verlos ni ha sabido de ellos.
Illescas no es el primer desaparecido en México ni será el último. Según estadísticas gubernamentales, en los últimos nueve años han desaparecido más de veinte mil personas, y la mayoría, dicen analistas, fueron secuestrados o asesinados por narcotraficantes o “levantados” por miembros corruptos de los cuerpos policiales mexicanos. Sin embargo, es muy probable que la cifra real sea mucho, mucho más elevada porque las estadísticas criminales de México están descaradamente falseadas.
En América Latina es común desaparecer sin dejar rastro. Por lo menos diez mil argentinos se esfumaron entre 1974 y 1982, durante la dictadura militar de su país. Entre 1982 y 1983, unas setenta mil personas desaparecieron o fueron asesinadas en Guatemala por el régimen del dictador Efraín Ríos Montt. Por supuesto, aunque México no es un Estado policial —del todo— despótico, en los últimos seis meses el tema de la desaparición forzada (“levantones”) ha causado revuelo en todo el país debido a la incestuosa relación entre las fuerzas de la ley y sus principales adversarios, las violentas y poderosas pandillas de narcotraficantes. Y conforme escala la indignación, el presidente Enrique Peña Nieto promete restablecer la ley y el orden, y brindar un cierre emocional a las familias de los desaparecidos.
Pero los críticos señalan que los esfuerzos del gobierno a nada han conducido. Transcurridos dieciocho meses de las desapariciones de Potrero Nuevo, las familias de las víctimas aún no saben quién los secuestró ni porqué. Y lo más importante, desconocen si siguen vivos o han muerto. “Todavía no hay respuestas”, acusa Rosa María Ramírez Rojas, de cuarenta y ocho años, madre de Illescas. “Nadie nos dice nada.”
Lo más triste
Los resultados no debieron ser así para Peña Nieto. Antaño celebrado por la prensa occidental por sus esfuerzos para generar empleo, el joven y telegénico líder asumió el poder en 2012 con la promesa de poner fin a la guerra del narcotráfico, que ha cobrado más de cien mil vidas desde 2006. Durante un tiempo, la tasa de homicidios mexicana cayó a su nivel más bajo en años y Peña Nieto impulsó una serie de reformas económicas a través de la siempre beligerante legislatura nacional.
Pero en septiembre de 2014 estalló una nueva crisis nacional. En Iguala, ciudad del sur de México, cuarenta y tres estudiantes normalistas desaparecieron cuando trataban de apropiarse de autobuses para asistir a un mitin político en la ciudad de México. Cuando los investigadores federales llegaron, lo que hallaron fue estremecedor: presuntamente, el alcalde de la ciudad había ordenado que la policía secuestrara a los normalistas y los entregara a una pandilla de narcos locales. La razón: los estudiantes habían sido francos críticos de su esposa.
En breve, las autoridades detuvieron al funcionario, su mujer, montones de agentes policiales y miembros de la pandilla de narcotraficantes. Pero decenas de miles de mexicanos salieron a las calles por todo el país clamando porque la policía buscara a los estudiantes desaparecidos. Muchos exigieron, incluso, la renuncia de Peña Nieto, a lo que el presidente respondió incrementando esfuerzos para hallar a las víctimas o, al menos, sus restos.
Hasta ahora, el gobierno poco ha logrado por una razón importante: el elemento forense. Hace más de una década, las autoridades mexicanas crearon un banco nacional de ADN que pretendía resolver una variedad de crímenes, desde violación hasta tráfico humano. El banco ha recogido más de veinticinco mil perfiles genéticos, pero conforme el gobierno —junto con el ejército, la policía e infinidad de investigadores forenses— continúa la búsqueda en Iguala y otros sitios, supuestamente han podido correlacionar los restos con menos de seiscientas muestras genéticas.
“El gobierno mexicano tiene el dinero y la tecnología, pero carece de transparencia y voluntad para atacar el problema de la desaparición forzada”, dice Ernesto Schwartz, genetista y fundador de Ciencia Forense Ciudadana, organización no lucrativa creada con una beca para ayudar a mexicanos a localizar a sus seres queridos desaparecidos. “Lo más triste es que las instituciones tienen información, tienen muestras de ADN, pero las manipulan muy torpemente y no comparten información con los demás. Tratamos de poner fin al monopolio del Estado sobre la verdad y dejar que la ciudadanía tome el control.”
Otros grupos ciudadanos han intentado hacer lo mismo, y el resultado ha ocasionado nuevas situaciones embarazosas a las autoridades mexicanas. El otoño pasado, al crecer la frustración por los esfuerzos de las autoridades en Iguala, voluntarios salieron a los campos con la esperanza de encontrar a los estudiantes perdidos. Fracasaron, pero hallaron docenas de tumbas secretas, muchas de ellas con víctimas de violencia relacionada con las drogas. De ese modo, los voluntarios demostraron que el problema de las desapariciones forzadas era mucho más grave de lo que imaginaba la mayoría de los mexicanos.
“Una pandilla bestial”
En los últimos seis meses, voluntarios e investigadores del gobierno han desenterrado cada vez más tumbas clandestinas por todo el país. Mas su labor poco consuelo ofrece a los familiares de los desaparecidos en Potrero Nuevo.
Rodeada de exuberantes montañas y extensos cañaverales, la población yace en una lucrativa ruta del narcotráfico que conecta la frontera norte de México con el sur caribeño. Una ruta controlada por una bestial pandilla de traficantes: Los Zetas. “Dominan todo y han infiltrado profundamente las fuerzas de policía locales, quienes son muy capaces de hacer desapariciones”, afirma José Reveles, veterano reportero criminal y experto en la guerra de la droga.
Aún no se sabe si Los Zetas, junto con la policía local, secuestraron a Illescas y los otros diecinueve aquella aciaga noche de agosto. Varios días después de las desapariciones, la fiscalía del estado emitió una breve declaración en la que informaba que seguía investigando el asunto y desmentía que aquel día se hubiera llevado a cabo un operativo policiaco. Según las familias de las víctimas, la fiscalía no tiene registro de haber arrestado a alguno de los desaparecidos; tampoco figuran como reclusos en las cárceles de las inmediaciones; y las autoridades no responden a sus numerosas peticiones de mostrar los videos hechos cerca de las escenas de los “levantones”.
“Hemos tenido muchas reuniones con los fiscales”, dice la madre de Illescas. “Parece que solo quieren tenernos ocupados. Lo que más nos enoja es que actuaron muy tarde cuando avisamos de las desapariciones, y que la investigación se detuvo por completo desde el principio.”
Pedí comentarios a la fiscalía del estado de Veracruz, al comité de derechos humanos del estado y la oficina del gobernador, Javier Duarte. Nadie respondió. No obstante, las familias de las víctimas cuentan que, poco después de mis pesquisas y por primera vez en casi un año, las autoridades finalmente se pusieron en contacto el mes pasado. Aunque se alegran de tener alguna noticia de alguien, persiste la sensación de que nada se ha hecho. “Nos sentimos abandonados”, lamenta Alicia Hernández García, de cuarenta y tres años y madre de Kevin (de veinte años), otro desaparecido de Potrero. “He contado mi historia muchas veces, a mucha gente, y de nada ha servido.”