El gobierno mexicano demostró que tiene la piel muy sensible y que los señalamientos sobre la tortura como una “práctica generalizada” pueden provocar una crisis diplomática sin precedentes. Sin embargo, en este diferendo olvida lo principal: no importa si son casos aislados o generalizados. La existencia de uno solo debiera ser causa de alarma.
La historia del desencuentro inició el pasado 9 de marzo cuando Juan E. Méndez, relator especial sobre la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes, presentó su informe sobre esta práctica ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
“Aún persiste en México una situación generalizada del uso de la tortura y de los maltratos. Tengo la obligación de decir al gobierno de México, pero también a la sociedad mexicana, que hay una especie de endemia de la tortura que hay que corregir”, denunció.
De inmediato, la diplomacia mexicana rechazó las afirmaciones al señalar que se basaba en solo trece casos (aunque el relator dijo que involucraban a 107 mexicanos víctimas de esa práctica), y para descalificarlas, utilizó las propias palabras del abogado argentino, quien en la parte final de la presentación, reconoció que su metodología era “rudimentaria e insatisfactoria”.
Primero fue el representante Permanente de México ante Organismos Internacionales, Jorge Lomónaco, quien alzó la voz para decir que las conclusiones carecían de fundamento, precisamente porque para llegar a ellas se usaron mecanismos primitivos.
El diferendo escaló con las declaraciones del subsecretario para Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos de la Cancillería, Juan Manuel Gómez Robledo, quien acusó a Méndez de no actuar con profesionalismo, ni ética.
Méndez se defendió. No solo refrendó sus conclusiones, sino que aseguró que nuestro país padece una “epidemia de tortura”; incluso, denunció presiones de funcionarios mexicanos para cambiar sus conclusiones. Vino entonces un intercambio epistolar y la decisión de ambas partes de dar por concluido el desacuerdo. Eso sí: ninguno se desdijo. Pero la realidad es muy necia. Y los números más.
Las cifras de la tortura
De 2010 y hasta finales de 2013, la CNDH recibió más de siete mil quejas por tortura y otros malos tratos, pero la PGR solo aplicó un procedimiento especial en 364 casos, y concluyó que había indicios de tortura en veintiséis.
Según datos recabados por Human Rigth Watch (HRW), en su Informe Mundial 2014, de 2006 a 2013, la dependencia que hoy encabeza Arely Gómez inició 1219 investigaciones previas por denuncias de tortura y otros malos tratos, pero solo presentó cargos en doce casos.
Estadísticas del Consejo de la Judicatura Federal demuestran que emitió apenas siete sentencias firmes por tortura. Esto significa que el índice de sentencias condenatorias es del 0.006 por ciento a escala federal, aunque en el ámbito estatal la impunidad es aún mayor.
En su informe “Fuera de control: tortura y otros malos tratos en México”, Amnistía Internacional (AI) da a conocer una encuesta en la que 64 por ciento de los mexicanos declararon tener miedo de sufrir tortura en caso de ser detenidos.
Víctimas de distintas partes del país denunciaron que habían sido objeto de palizas, amenazas de muerte, violencia sexual, descargas eléctricas y semiasfixia a manos de las policías o las Fuerzas Armadas, a menudo para obtener “confesiones” o para que incriminasen a otras personas en delitos graves.
Ambas organizaciones señalaron como común que en México se practique la tortura como método para obtener información y confesiones bajo coacción, y que este flagelo se aplica desde que las víctimas son detenidas arbitrariamente hasta el momento en que son puestas a disposición de agentes del Ministerio Público.
En esto coincide el informe de Juan E. Méndez quien, tras su visita al país del 21 de abril al 2 de mayo de 2014, concluyó que todos los testimonios que recabó repetían las mismas características: la tortura ocurrió en las primeras veinticuatro o cuarenta y ocho horas de la detención.
Fue violenta porque incluía amenazas, electrocuciones, ahogamientos, asfixias, golpes con instrumentos duros y armas punzocortantes o la destrucción de propiedades, y hasta violaciones o abusos sexuales.
Además de que se repetía, pues primero la aplicaban los policías federales, estatales o municipales responsables de la detención, y luego quienes laboraban en la PGR y las procuradurías estatales, así como elementos de las Fuerzas Armadas.
HRW agrega que los funcionarios judiciales casi nunca ponen en práctica el Protocolo de Estambul que consiste en una serie de principios para evaluar el estado de personas que posiblemente han sido víctimas de tortura o maltrato.
De hecho, la PGR aplicó el protocolo en 302 casos entre 2003 y agosto de 2012, y encontró signos de tortura en 128. Sin embargo, durante ese periodo inició solamente treinta y nueve investigaciones de tortura, y ninguna de estas terminó en procesos en los cuales se impusieran condenas.
Por si fuera poco, la figura del arraigo eleva el riesgo de tortura. Entre 2008 y 2013, 8595 personas permanecieron hasta ochenta días en detención preventiva sin cargos. Y de 2005 a 2013 se presentaron 3749 peticiones de amparo para protegerse ante esta violación a sus derechos humanos.
Aceptar la magnitud del fenómeno
Para solucionar cualquier problema, primero hay que reconocer su existencia. Así que para prevenir, investigar y castigar la tortura y otros malos tratos, en primer lugar, el gobierno mexicano debe aceptar la verdadera magnitud del fenómeno y comprometerse públicamente a luchar contra esta grave violación a los derechos humanos como una de sus máximas prioridades.
Cada caso debe ser investigado y sancionado, más allá del grado de incidencia o de lo extendido que se encuentre este fenómeno, como lo apuntó el ombudsman nacional, Luis Raúl González Pérez.
“La tortura es inadmisible, es indignante y representa un serio retroceso en el Estado de derecho. Su prohibición está universalmente reconocida y las recomendaciones hechas por los organismos internacionales deben ser atendidas y cumplidas en su totalidad”, añadió.
Al final no queda más que admitir que la tortura es un fenómeno común, generalizado y no aislado que no se investiga, ni se sanciona. Y que esta práctica nos coloca al filo de la barbarie.