Dicen que los críticos son artistas frustrados. Es debatible. Pero, cierta o falsa, esta afirmación parece aplicar también al sector financiero.
Agudo y divertido como lo es siempre, el octogenario periodista estadounidense Calvin Trillin reprodujo alguna vez en The New York Times la charla que sostuvo en un bar con un exfinanciero desconocido. Frente a un martini seco, este último le explicó con prístina claridad cómo se había gestado la última crisis global.
Trillin resumió el discurso de su inesperado interlocutor: el tercio menos avispado de los egresados de las universidades estadounidenses de finanzas de la década de 1960 pronto comprendió que hacer carrera en la banca tradicional exigía una gran capacidad intelectual, pero también mucho esfuerzo y rigor.
Así, muchos de los estudiantes de las “filas de atrás” —no exentos de razonables virtudes— decidieron probar fortuna en el excitante mundo de Wall Street, uno menos exigente y en donde los dólares se multiplicaban como microbios.
Cuando los “primeros de la clase” observaron los yates y lujosas mansiones que tenían los excolegas que habían pasado más tiempo en la cafetería que en las aulas, decidieron ir en busca de su propia plaza en la bolsa neoyorquina detonando una competencia encarnizada.
Pero hubo otro grupo de exuniversitarios que no encontró sitio ni en la banca ni en Wall Street. El escritor estadounidense Michael Lewis les dedica un capítulo en su libro The Big Short, en donde afirma que, simplemente, muchos de ellos terminaron trabajando en las agencias calificadoras de riesgo.
“The Big 3”
El singular lenguaje alfanumérico de las calificadoras es capaz de erigir y desmoronar empresas y economías en cuestión de días. Hoy tiene en jaque a Rusia, cuya deuda fue considerada por Moody’s como “basura” el mes pasado. O a Venezuela, a quien Fitch asignó una categoría parecida a finales de 2014.
Desde hace cuatro años la zona euro también está en su mira. Moody’s retrocedió a Grecia tres escaños en su escala de evaluación en junio de 2011, colocándola en un poco honroso “Caa1”; Irlanda, España o Portugal no corrieron mejor suerte, lo que ha exacerbado la crisis de este bloque económico.
Hay decenas de firmas especializadas en la evaluación de riesgos, está la canadiense DBRS, Japan Credit Rating Agency o la pujante Dagong, de China. Pero a la hora de escudriñar empresas y estados para emitir un veredicto sobre su solvencia, solo importa lo que diga “The Big 3”: Moody’s Investors, Standard & Poor’s y Fitch, la triada de origen estadounidense que concentra el 95 por ciento del mercado.
Extrañamente, pese a la hercúlea responsabilidad que llevan a cuestas estas compañías, durante décadas nadie cuestionó que estuvieran registradas como periodistas financieros —gozando del derecho a la libertad de expresión que concede la Constitución de Estados Unidos—, a pesar de que se ganaban la vida gracias a una licencia concedida por las autoridades financieras del país norteamericano.
Un privilegio que, además, permite un evidente conflicto de interés. Hasta la década de 1970, los inversionistas eran quienes pagaban por conocer la nota y solvencia del emisor (público o privado) al que querían comprar un título. Desde hace cuarenta años el esquema se invirtió para dar paso a la política conocida como “el emisor paga”. Esto es, los juicios son divulgados gratuitamente a los inversionistas, pero es el evaluado quien paga los honorarios de las calificadoras (y es difícil morder la mano que les da de comer).
Diluir su poder
¿Quién califica a las calificadoras? ¿Quién les obliga a pagar por sus errores? Nadie, hasta hace muy poco.
Tanto Bear Sterns como Fannie Mae gozaban de una calificación “AAA” antes de caer en desgracia. Lehman Brothers gozaba de un honroso “A2” en la víspera de su quiebra. Y Enron había sido confirmada como una empresa en plena forma cuando le sorprendió la debacle.
Pero, en realidad, parece que todo fue culpa de unos compases musicales.
En 2007, en plena jauja precrisis, el presidente del Citigroup, Charles Owen Chuck Prince, deslizó una anécdota que hoy es un clásico en el mundo financiero internacional: “Mientras la música toque, levántate y danza con ella”. Los principales gigantes financieros duplicaban o triplicaban sus ganancias en aquel periodo. Nadie quería parar. Así que cuando Prince y el resto reconocieron que la música había cesado hace mucho, pero lo ignoraron deliberadamente, los daños ya eran irreversibles.
El Fondo Monetario Internacional (FMI), del francés Dominque Strauss-Kahn, impuso el primer “alto” simbólico a las calificadoras. En 2010, el entonces director-gerente divulgó un aguerrido discurso en el que les pedía una mayor rendición de cuentas. El problema del gemelo de Bretton Woods es que carece de dientes, lo suyo son las recomendaciones, no las directrices vinculantes.
Pero poco después el gobierno de Barack Obama puso en marcha la “Ley Dodd-Frank de Reforma a Wall Street y Protección al Consumidor”, marco legal que —por primera vez— exigió a esta industria someter a revisión sus sistemas de calificación.
Europa titubeó, como siempre, pero fue más lejos. Bruselas pensó primero en crear su propia agencia calificadora, pero aceptó que incurriría en lo mismo que critica: una agencia europea financiada con fondos del viejo continente y encargada de evaluar la deuda de los países de la zona euro sería todo, menos imparcial e independiente.
En 2013, tras varios borradores, impuso finalmente rigurosas normas: los emisores cuyos títulos son evaluados deberán cambiar de agencia calificadora de forma regular; tienen prohibido trabajar con calificadoras de las que posean más del 5 por ciento del capital; las tres grandes no deben emitir juicios sobre la economía de un país más de tres veces al año; y ha de evitarse revelar las notas cuando los mercados están abiertos, entre otros principios.
Más competencia
En 2015 el mundo avanza hacia una calificación de riesgos más rigurosa y con más competencia.
Rusia y China tienen previsto lanzar este verano una agencia común vía una alianza entre Universal Credit Rating Group (UCRG) y RusRating. Por su parte, el bloque BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) trabaja en la creación de otra firma de este rubro, pero con un enfoque alternativo.
México colabora tanto en materia de diversificación como en el cumplimiento de reglas. HR Ratings opera desde el año 2007 autorizada por la Comisión Nacional Bancaria de Valores (CNBV) para evaluar títulos de emisores locales. Y posee también el visto bueno de la Securities and Exchange Commission (SEC) y de la Autoridad Europea del Mercados y Valores (ESMA) para hacer lo propio en Estados Unidos y en el viejo continente.
Y también opera Verumen, otra calificadora nacional avalada por la CNBV en 2012, en su caso enfocada en el mercado doméstico. Tanto HR Ratings como Verumen respetan reglas parecidas a las europeas.
El panorama cambia paulatinamente y, en principio, lo hace para bien.
En febrero, Estados Unidos aplicó una histórica multa de 1375 millones de dólares a Standard & Poor’s para indemnizar al Departamento de Justicia y a una veintena de estados (entre los que se cuentan Massachusetts y Nueva York) por haber manipulado las calificaciones que emitió sobre las hipotecas subprime.
Por su parte, la Comisión Europea presentará un informe —el 1 de julio de 2016— sobre los avances de la industria en materia de transparencia. Sus conclusiones determinarán si debe aplicar más mano dura.
Pero el cambio más significativo de todos es, sin duda, que por primera vez en la historia los consumidores de títulos que fueron evaluados amañadamente podrán iniciar disputas formales contra las agencias que, sin empacho, concedieron buena nota a emisores que sabían reprobados simplemente porque así convenía a sus intereses.