Durante cinco días de mayo 2012, Lal Bibi
fue violada repetidas veces por agentes de la policía en el norte de Afganistán
pues, como uno de los agresores había tenido diferencias con su primo, cobró
venganza en la mujer de 21 años.
En Afganistán –sociedad donde los hombres
armados tienen demasiado poder- casos como ese son muy comunes y terminan,
simplemente, con una joven deshonrada, incasable y tal vez marginada en un
refugio, mientras que los agresores quedan impunes.
Lal Bibi acabó en un refugio, quebrantada e
incapaz de hablar. Sin embargo, su familia la defendió, sobre todo su abuelo; y
en el refugio conoció a Mary Akrami, activista que dirige el Centro para
Desarrollo de Destrezas de las Mujeres Afganas, y una de las primeras
defensoras que estableció albergues para las mujeres y niñas maltratadas de Afganistán.
Con el respaldo de su tribu y la ayuda de
Akrami, Lal Bibi y su familia acudieron, valerosamente, a la corte de Kabul y
en noviembre 2012 lograron la convicción de los violadores, una sentencia
celebrada por los grupos de derechos humanos de todo el mundo.
Si tan solo el asunto hubiese terminado
allí.
Cuando el juez anunció la condena de 16
años, el comandante de policía convicto señaló a los querellantes y gritó: “¡Un
día quedaré libre y me encargaré de ustedes!”.
La atemorizada familia permaneció en Kabul
bajo la protección de Akrami, pero a principios de 2014, el abuelo de Lal Bibi
falleció y regresaron a su aldea donde, en pocas horas, el padre fue arrestado
por los hombres del comandante con una falsa acusación de asesinato. Hoy se
encuentra en prisión y Lal Bibi y su familia han debido ocultarse nuevamente.
Akrami recibe amenazas todos los días; ha
sufrido dos abortos debido al estrés; su marido le suplica que permanezca en
casa, pero ella se niega a darse por vencida. “Somos los únicos que desafían a
los poderosos”, dice. “No podemos ceder”.
Aunque hoy es fácil olvidarlo, líderes
occidentales suelen citar la represión femenina en Afganistán como uno de los
argumentos clave para derribar el régimen Talibán a raíz de 9/11. En su
discurso presidencial de enero 2002, tras la caída del movimiento
fundamentalista islámico, el presidente George W. Bush declaró: “La última vez
que nos reunimos en esta cámara, las madres e hijas de Afganistán estaban
presas en sus hogares, imposibilitadas de trabajar o asistir a la escuela. Hoy,
esas mujeres son libres”.
Akrami es la primera en reconocer que la
situación de las mujeres ha mejorado enormemente respecto de la vida bajo el
régimen Talibán. En aquellos días tenían prohibido trabajar, ir al bazar, usar
calzado blanco o reír en voz alta; podían golpearlas o encarcelarlas por usar
esmalte de uñas o labial; las niñas no debían asistir a la escuela; y la
informe burqa azul que vestían, obligadamente, terminó por simbolizar la
represión femenina.
“Entonces, las mujeres no podían salir de la
casa”, recuerda Akrami. “Ahora van incluso a la corte; pero como demuestra el
caso de Lal Bibi, la sociedad todavía no está lista”.
Activistas como Akrami temen que se haya
abandonado el compromiso internacional con la libertad femenina debido a la
precipitación de Occidente por salir de Afganistán, y les aterra pensar en lo
que será de las mujeres una vez que las fuerzas OTAN se hayan retirado.
Y con 13 años de experiencia informando
sobre Afganistán desde el derrocamiento del Talibán, yo también he sido testigo
de esa mejoría en la condición femenina.
En noviembre 2001, al día siguiente que el
Talibán cayera en la antigua ciudad de Herat, topé con un grupo de valerosas
escritoras y poetisas que, durante los años del régimen, solían reunirse en
secreto haciéndose pasar por un círculo de costura.
Aunque llegaban a las sesiones con telas y
tijeras, jamás producían una sola prenda. En vez de ello, dirigidas por una
profesora de literatura de la universidad, hablaban de Shakespeare y Virginia
Wolf, y debatían sobre sus trabajos. Me asombró que estuvieran dispuestas a
arriesgar la vida por la posibilidad de escribir.
También organizaban clases secretas para
niñas, aunque en la actualidad es común ver filas de orgullosas escolares
dirigiéndose a sus lecciones, mochilas en mano. Se calcula que hay 8 millones
de menores afganos escolarizados; de ellos, 2.4 millones son niñas. Por otra
parte, la cifra de alumnos en educación superior se ha incrementado de apenas
4,000 en 2004 a más de 120,000 en 2012, y casi la cuarta parte de ese total se
compone de muchachas.
Aunque contadas, hay mujeres al volante en
urbes como Herat y Kabul; y también raperas, aunque una de ellas, Remika Khabiri,
afirma que debe ocultar su rostro para evitar insultos, incluso de sus propios
compañeros de la Universidad de Kabul.
La vida de las mujeres ha cambiado aun en
las aldeas más apartadas. Los micro-préstamos para proyectos como confección de
ropa o apicultura han convertido a analfabetas que jamás trabajaron fuera del
hogar en empresarias que generan más que sus maridos.
El año pasado viajé al norte, a Samangan,
una de las provincias más pobres de Afganistán; una región tan árida que las
casas de adobe parecen fundirse con las montañas. La provincia está salpicada
de pueblos fantasmas, completamente abandonados por sus habitantes, quienes
huyeron de la guerra y la pobreza.
En la población de Asiabad conocía una mujer
increíble llamada Kubra.
Como la mayoría de las aldeanas afganas,
representa mucho más de los 50 años que dice tener. Su piel está muy arrugada y
requemada por el sol, pero es un torbellino humano: sus manos se mueven
incesantemente y sus negros ojillos relucen mientras me conduce a un salón que
más parece un rosado palacete repleto de cintas y lentejuelas, con una
anticuada máquina de coser china.
“Hace nueve años era una mujer sencilla y
muy pobre”, informa. “Me casaron a los 13, porque mis padres no podían darme de
comer. Tuve 11 hijos, porque era una ignorante y mi esposo trabajaba en el
campo cultivando trigo. Como ve, nada crece aquí, así que hubo muchos días en
que no teníamos alimentos o solo una comida”.
Luego, la aldea de Kubra recibió la visita
de Afghan Aid, beneficencia británica que opera en Afganistán desde hace 30
años. Los trabajadores asistenciales sugirieron que las mujeres aprendieran
costura; prestaron a Kubra 80,000 afganis (1,400 dólares) para comprar máquinas
y materiales, y le dieron capacitación.
“Trabajé día y noche para comprar otra”,
recuerda Kubra, quien transmitió sus conocimientos a otras mujeres y ahora
cuenta con un equipo de 16 costureras que toman órdenes para bodas y venden sus
labores en aldeas cercanas. “¡Hoy gano más que mi esposo!”, dice, con una
amplia sonrisa que revela dorados dientes.
El empoderamiento económico ha tenido otros
efectos. “Antes, ni siquiera podía ir al bazar yo sola”, agrega Kubra. “Ninguna
mujer podía sentarse con los hombres. Pero ahora, nuestros hombres han aceptado
que las mujeres salgan. Hoy, mis hijas van a la escuela e incluso una trabaja
registrando a los votantes para las elecciones”.
Con su nuevo ingreso, las mujeres formaron
un grupo de ahorros y utilizaron el dinero para fundar una pequeña tienda de
abarrotes cuyas utilidades se reparten. Kubra también compró una vaca que
proporciona leche para hacer queso y con el dinero de la venta, adquirió un
auto para el grupo de costura, el cual su hijo utiliza también como taxi. Y
hace poco, compró un segundo taxi. “Voy subiendo poco a poco por la escalera”,
dice, con una amplia sonrisa y mueve mueve los dedos imitando el movimiento.
Kubra también aplica vacunas contra
tuberculosis y polio en su comunidad, destrezas que adquirió mirando un vídeo.
“Soy analfabeta, pero soy buena para componer cosas con la cabeza”.
Cuando se sienta a coser con sus compañeras,
el principal tema de conversación es lo que sucederá cuando se marchen las
fuerzas OTAN pues, habiendo probado la independencia, de ninguna manera
renunciarán a ella.
“No tenemos armas, pero tenemos poder y si
Talibán tratara de regresar ahora, resistiríamos”.
Los cambios en Afganistán han alcanzado los
niveles más altos. Las mujeres ocupan tres puestos en el gabinete, la cuarta
parte de los escaños parlamentarios (en contraste, la representación femenina
en el Congreso estadounidense es de solo 18 por ciento) y una gubernatura
provincial.
A diferencia de la esposa del presidente
Hamid Karzai, quien jamás fue vista en público, Rula Ghani, mujer del nuevo
mandatario, Ashraf Ghani, ha establecido un despacho de Primera Dama y es un
personaje muy visible. La señora Ghani es libanesa cristiana y el matrimonio
tiene dos hijos mayores estadounidenses. “No tengo poderes mágicos”, declaró en
marzo. “Me sentiré muy satisfecha si, al concluir el mandato de cinco años, las
mujeres son más valoradas y respetadas por su condición”.
A inicios de 2014 se escribió otro capítulo
en la historia: la designación de la primera jefa de policía en Afganistán. La
coronel Jamila Bayaz dirige la estación del bazar Mandayi, en el bullicioso
centro de Kabul. Entre puestos de madera que ofrecen peines, cinturones y
carteles de Justin Bieber, Bayaz comanda unos 400 policías en un área que,
según sus cálculos, alberga unos 500,000 habitantes, hasta que su teniente la
corrige: son 1.5 millones.
“Es una oportunidad no solo para mí, sino
para todas las mujeres de Afganistán”, afirma, sentada en su oficina del piso
superior, rodeada de flores de plástico y bandejas con almendras y pistachos,
mientras una riada de amigos desfila para felicitarla.
Bayaz –de 50 años y madre de cinco- siempre
soñó con seguir los pasos de su padre y ser en policía. “Es una manera de
ayudar a las personas. Y además, ¡me encanta el uniforme!”, ríe.
La coronel inició su entrenamiento durante
la ocupación soviética, trabajando como oficial de policía hasta que
combatientes talibanes invadieron la capital. Septiembre 26 de 1992 es un día
que jamás olvidará. “Regresaba caminando a casa, transformada de oficial de
policía en mujer común y corriente”, explica. “El Talibán había paralizado
todo. Era como si la vida misma se hubiera detenido”.
Fue apaleada en dos ocasiones: una por
mostrar el tobillo y otra, por quitarse la burqa antes de entrar en casa sin
percatarse de que la observaban.
Tras la caída del Talibán regresó a la
fuerza policiaca y recibió entrenamiento de expertos estadounidenses,
británicos y noruegos.
Bayaz describe su ascenso como “una victoria
para todas las afganas”; sin embargo, se niega a comentar sobre el hecho de
que, hace poco, dos mujeres policías fueron asesinadas en la provincia de
Helmand.
“Lo que hoy vemos hoy en Afganistán son dos
extremos opuestos”, explica Hassina Safi, directora ejecutiva de Afghan Women’s
Network. “De uno, mujeres como Jamila, que escalan a posiciones clave como
resultado de nuestro impulso en los últimos años; y del otro, la falta de
seguridad y la matanza sistemática de mujeres fuera del lugar de trabajo, sobre
todo en los ámbitos policiaco y de defensa”.
“La gente tiene que darse cuenta de que
nuestros logros son muy frágiles y de que todavía necesitamos ayuda”, agrega
Safi.
Mary Akrami informa que, conforme el mundo
exterior pierde interés en Afganistán, los grupos de mujeres antaño celebrados
por los donantes occidentales empiezan a perder la financiación. “Creí que los
derechos de las mujeres eran un asunto global y que las mujeres del mundo
entero nos respaldaban, pero ahora comprendo que estamos solas”.
Y ya hay indicios del colapso de esos
logros.
Todos los candidatos para las elecciones
presidenciales afganas de abril 2014 eran hombres y solo una mujer –la Dra.
Habiba Sarobi, ex gobernadora de Bamiyan- figuró en alguna de las listas (como
segunda vicepresidenta). Hace poco, el Parlamento afgano redujo el porcentaje
de escaños reservados a mujeres de un cuarto a un quinto y en todo caso, las
parlamentarias aseguran que no tienen poder alguno.
Habiba Danish, maestra en la provincia
meridional de Takhar, contaba 17 años cuando fue forzada a desposar un
comandante de policía. Ingresó en el Parlamento en 2005 para ayudar a otras mujeres,
pero ha encontrado que las cortes no la escuchan y recibe constantes amenazas
contra la vida de su hijo de 12 años, a quien crió como madre soltera desde la
muerte de su marido.
“La situación de las mujeres es muy mala,
incluso para quienes están en posiciones de poder como yo”, asegura Danish.
“Antes, los hombres que dirigían el país tenían largas barbas. Ahora las llevan
cortas, pero su mentalidad es la misma”.
En agosto 2013, una colega de Danish, la
senadora Rooh Gul, fue baleada mientras viajaba por la provincia de Ghazni.
Aunque la parlamentaria sobrevivió, su hija de 8 años perdió la vida.
Danish vive con el terror de que la
situación se deteriore aun más con la partida de los soldados. “¡Ay, por Dios!
Las cosas se pondrán muy mal”, augura. “En este momento, debido a la presencia
internacional, nuestros comandantes y el gobierno no se atreven a ir demasiado
lejos; sin embargo, cuando se marchen, esa gente perderá todo temor. Si los
soldados se van, también trataré de irme de aquí”.
Al escuchar esos relatos y visitar los
albergues repletos de jóvenes que han escapado de matrimonios forzados, la
situación de Afganistán desanima fácilmente. Y sin duda hay suficientes
anécdotas sórdidas para que cualquiera pierda la confianza en su futuro. Sin embargo,
es importante contarlas porque así, al menos, sirven de testimonio a la
prolongada lucha de las afganas para mejorar sus vidas, por lograr una sociedad
más equitativa y un país mejor.
Nadia Anjuman, una de las valerosas poetisas
que conocí en Herat, fue asesinada por su marido porque este no quería que
escribiera sobre asuntos femeninos.
Su tumba se ha convertido en un altar para
las mujeres de la localidad y en un recordatorio para el mundo exterior: el
recordatorio de promesas hechas alguna vez. Promesas que Occidente no debe
olvidar.
* Christina Lamb es autora de “The Sewing
Circles of Herat: My Afghan Years” y “Yo soy Malala”, en coautoría con Malala
Yousafzai. Su nuevo libro, “Farewell Kabul; From Afghanistan To a More
Dangerous World”, será publicado en abril. Lamb es Miembro Global del Centro
Wilson. Este artículo fue publicado por primera vez en Wilson Quarterly.