Durante el siglo XIX y las primeras tres
décadas del XX, linchar a mexicanos era considerado un “deporte al aire libre”
en Estados Unidos. Hoy, a un siglo de distancia, la situación parece no haber
mejorado sustancialmente y muestra de eso es la brutalidad policiaca que, en
tan solo 17 días, provocó la muerte de tres connacionales.
William Carrigan y Clive Webb publicaron en
2013 un libro titulado ‘Muertos olvidados: violencia en grupo contra mexicanos
en Estados Unidos 1848-1928’. La portada corresponde a una fotografía tomada el
3 de mayo de 1877. Francisco Arias y José Chamales, ambos de origen mexicano,
estaban presos en Santa Cruz, California, cuando una muchedumbre los sacó.
Los acusaban del robo a un carpintero por lo
que, en un juicio sumario, decidieron ahorcarlos. Ninguna autoridad hizo nada
para impedir la ejecución. No hubo detenidos. Los autores consideran que este
tipo de hechos eran “un deporte al aire libre”.
Como este, los historiadores lograron
documentar, en 320 páginas, un total de 547 víctimas mexicanas, aunque el
número real de personas ahorcadas, quemadas y baleadas pudo haber sido superior
y contarse en miles.
Una historia más. El 16 de noviembre de
1928, cuatro sujetos enmascarados irrumpieron en el Hospital del Condado de San
Juan para llevarse a Rafael Benavides, quien fue internado por las heridas de
bala que le produjo el sheriff luego de agredir a una niña y de asaltar a una
mujer anglosajona.
Fue llevado a una granja abandonada y
colgado de un árbol. Los responsables, por supuesto, no fueron castigados. Se
considera que Benavides fue la última víctima mexicana de este tipo de
violencia extrajudicial.
Este tipo de ejecuciones, según el texto,
habrían iniciado en 1849 luego de que México perdió la mitad de su territorio,
tras la Guerra de Intervención, como se estableció en el Tratado de Guadalupe
firmado el 2 de febrero de 1848, en el que Estados Unidos se comprometió a
pagar 15 millones de dólares para resarcir los daños provocados durante la
confrontación.
Los mexicanos que vivían originalmente en
esas zonas permanecieron en ellas, aunque poco a poco los anglosajones fueron
ocupando los territorios e imponiendo su ley, lo que generó tensiones.
Estas derivaron en la persecución de los
connacionales, quienes además fueron víctimas del odio racial, de la pugna por
apoderarse del oro que había en esos territorios, de los conflictos por la
tenencia de la tierra y del ganado, y de la batalla por condiciones de trabajo
similares a la esclavitud.
Hace más de un siglo de eso, pero por
desgracia hoy las cosas no son muy distintas.
La cacería
En los últimos nueve años, un promedio de
ocho mexicanos han sido ultimados anualmente por autoridades de Estados Unidos.
En total, la cifra es de 76, de acuerdo con la directora General de Protección
a Mexicanos en el Exterior de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SER),
Reyna Torres.
La mayor parte de esos asesinatos han
ocurrido en California, Texas y Arizona. Agentes de la Patrulla Fronteriza han
sido responsables de 26 de ellos, y el resto es atribuible a autoridades
locales: policías, personal de los sheriffs y de oficinas estatales de caminos.
A la fecha hay 18 casos por resolver y en solo
nueve se ha logrado que las familias reciban una indemnización. Sin embargo, en
ninguno hubo consecuencias legales contra los involucrados.
La funcionaria reconoce que ha sido difícil
demostrar que en estos crímenes hay un componente de odio racial y que el FBI
ha tenido que intervenir para corroborarlo. Lo cierto es que en todos ha habido
un uso desproporcionado de la fuerza.
También hay casos donde los paisanos han
sido víctimas de esos abusos y que, por fortuna, no han muerto. Así ocurrió con
Jesús Castro Romo, quien en noviembre de 2010 fue herido por la espalda por un
oficial de la Patrulla Fronteriza, luego de que lo acusó de pretender atacarlo
con una piedra.
El pasado 5 de febrero, un juez federal
ordenó al agente federal pagarle 500 000 dólares de compensación por los daños
que le causó al intentar cruzar ilegalmente la frontera por el desierto, junto
con otro grupo de inmigrantes.
“¡Dejen de disparar a nuestra gente!”
En tan solo 17 días, tres mexicanos fueron
víctimas del uso excesivo de la fuerza por parte de agentes policiacos estadounidenses.
El primero corresponde a Antonio Zambrano
Montes, un trabajador agrícola originario de Michoacán que vivía en Pasco desde
hace una década y que apenas hablaba inglés. Según la versión oficial, lanzaba
piedras contra los autos estacionados en un supermercado latino.
El connacional, de acuerdo con los agentes,
se negó a acatar sus órdenes e hirió a dos de ellos con piedras. La policía
trató de someterlo con una pistola eléctrica, pero el hombre escapó por lo que
le dispararon en varias ocasiones hasta causarle la muerte. Testigos de los
hechos grabaron la persecución y la subieron a YouTube.
El segundo caso es el de Rubén García
Villalpando, de 31 años de edad, oriundo de Durango. Los hechos ocurrieron el
pasado 20 de febrero, cuando los disparos de un oficial del condado de Tarran
le quitaron la vida.
El último ocurrió el 27 de febrero, cuando Ernesto
Javier Canepa Díaz murió por los disparos de oficiales del Departamento de
Policía de Santa Ana, California.
El gobierno mexicano, a través de la SER,
consideró que los tres hechos no pueden verse como aislados por lo que exigió
al Departamento de Justicia, mediante su División de Derechos Civiles,
garantizar una investigación transparente y deslindar las responsabilidades
penales o civiles correspondientes.
Pero esto no basta. Es necesario que se
revisen las políticas y prácticas de uso de la fuerza por parte de las
distintas corporaciones policiacas de ese país; explorar opciones legales para
apoyar a las víctimas y sus familiares, y sensibilizar a los agentes y a la
comunidad estadounidense.
La voz debe ser clara y firme: no podemos
permitir que la matanza de mexicanos sea, como en el pasado, un deporte
practicado al aire libre.