Boris Nemtsov, el político ruso de oposición quien murió de cuatro disparos mientras cruzaba un puente de Moscú la noche del pasado 27 de febrero, vivía en un amplio departamento al otro lado del río, frente a las icónicas cúpulas de la catedral de San Basilio. La última vez que vi a Nemtsov fue en ese departamento, hace casi cinco años. Estaba redactando un largo artículo sobre “Los oligarcas de Putin”, es decir, los hombres que rodean al presidente y que se habían convertido en los empresarios más ricos y poderosos del país. Muchos de ellos, al igual que Putin, habían trabajado en la KGB.
Tuvimos una larga charla, más de una hora y media. El partido político de Nemtsov estaba a punto de publicar un informe que sus investigadores habían conjuntado sobre la corrupción en la Rusia de Putin. Tenía mucho que decir, y se mostraba entusiasta, como en todas las ocasiones en las que hablaba con la prensa. Lucía tan apuesto como siempre, vestido incongruentemente con un suéter color verde limón brillante y pantalones claros color caqui. Recuerdo haber pensado que lucía como si acabara de bajar de un yate en Sag Harbor o en Newport Beach. Después de nuestra conversación, Nemtsov me mostró su amplio departamento mientras señalaba algunos recuerdos de su periodo en el gobierno.
Había adquirido prominencia en Rusia después de la reelección de Boris Yeltsin, en 1996. Era un joven gobernador reformista en Nizhny Novgorod, a unos cuatrocientos kilómetros al oriente de Moscú, cuando Yeltsin ordenó que lo llevaran a la capital. Fue nombrado primer asistente del primer ministro, con un importante programa de trabajo en el que se incluían grandes sectores de la economía rusa, entre ellos, la energía. Uno de sus trabajos (posiblemente, su principal encomienda) era domar a los oligarcas de esa era.
La palabra “oligarca” se había convertido en un término de arte en Rusia, en la década de 1990, cuando yo era jefe de prensa de esta revista en Moscú. En ese entonces, dicha palabra se refería a los hombres que podían comprar valiosas compañías estatales a precios absurdamente bajos. La idea (justificable) era reducir el papel del gobierno en la economía y hacer que industrias importantes como la energía, las telecomunicaciones y los automóviles pasaran a manos privadas. Era, efectivamente, el principio fundamental que subyacía a la transición del comunismo al capitalismo, como un hombre llamado Anatoly Chubais, que en ese entonces era el principal arquitecto económico de Yeltsin, solía explicarle a quienquiera que deseara escucharlo.
Pero también había un componente político en la tremenda transferencia de riqueza que estaba en marcha en la Rusia post-soviética. Los hombres que se beneficiaron de los esquemas de privatización de la economía (los oligarcas) correspondieron respaldando la reelección de Yeltsin. Yeltsin, el héroe de la revolución rusa de 1991, contendía contra un triste escritorzuelo comunista llamado Gennady Zyuganov. Chubais sintió que podía clavar una estaca en el corazón del viejo sistema si Yeltsin ganaba la elección, y si para hacerlo se requerían los recursos de los nuevos multimillonarios de Moscú, que así fuera.
Yeltsin ganó la elección, pese a que al final de la campaña sufrió un ataque cardiaco que fue totalmente cubierto por su guardia de palacio. A principios de 1997, Chubais, quien en los hechos se había convertido en el sustituto de Yeltsin cuando el anciano cayó enfermo, sabía que las cosas debían cambiar. Él y Nemtsov, quien solía despotricar en aquellos días contra el capitalismo “bandido”, serían los perros de ataque.
Durante su tiempo en el cargo, Nemtsov adquirió una reputación más de un caballo de exhibición que de un burro de carga: una de sus primeras iniciativas fue hacer que los funcionarios públicos dejaran sus Mercedes y condujeran automóviles fabricados en Nizhny Novgorod. Esa reputación podría haber sido un poco injusta. Después de todo, tenía aversión a los oligarcas. En abril de 1997 se reunió individualmente con los siete más poderosos de ellos y declaró que las reglas iban a cambiar. No más subastas amañadas para quedarse con los activos estatales. David Hoffman, que en ese entonces era jefe de prensa en Moscú del Washington Post, escribió más tarde en su libro The Oligarchs (Los oligarcas): “Fue una buena charla. De hecho, Nemtsov sugería nada menos que desmontar el sistema del capitalismo oligárquico que se había formado bajo el régimen de Yeltsin, Chubais y los magnates.”
Ese año, Nemtsov se convirtió en la estrella naciente de Rusia: joven, carismático y el aparente favorito de Yeltsin: el hijo que nunca tuvo. Pronto se comenzó a rumorear que Yeltsin quería que él fuera su sucesor. (Pensemos ahora, después de su asesinato, lo irónico que resulta esto.) Era sociable y tenía un toque populista con las personas, al contrario del brillante pero tecnócrata Chubais. A George Soros, quien se había resistido a invertir en Rusia, Nemtsov le agradó lo suficiente como para cambiar de opinión.
El momento de optimismo vino y se fue rápidamente. Los oligarcas de Rusia (y el gobierno) se empantanaron en una lucha cruel sobre la privatización de la compañía telefónica de alcance nacional (aparentemente, los oligarcas no habían comprendido el mensaje de Nemtsov de que esa clase de acuerdos ya no serían amañados). Entonces, en 1998, se produjo la crisis financiera, en la que Moscú tuvo que recurrir al impago de su enorme deuda y a la devaluación del rublo. El gobierno fue desacreditado y Nemtsov pronto desapareció.
Al año siguiente, Yeltsin, cada vez más enfermo y ausente, nombró a Vladimir Putin, un oscuro exagente de la KGB de San Petersburgo, como primer ministro. Entonces, en la víspera de Año Nuevo de 1999, mientras el nuevo milenio se acercaba, Yeltsin renunció y Putin se convirtió en presidente suplente. Nemtsov coescribiría un artículo de opinión en The New York Times en el que captaba el sentido de agotamiento que los turbulentos años de Yeltsin habían generado. Al igual que yo, al igual que Jim Collins, en ese entonces embajador de Estados Unidos en Moscú, al igual que Madeleine Albright, entonces secretaria de Estado, al igual que tantos otros, Nemtsov dijo que al menos Putin era joven, lleno de energía y quizá competente. “A Rusia podría haberle ido considerablemente peor que tener un líder con un compromiso inquebrantable con los intereses nacionales. Y es difícil ver cómo nosotros pudiéramos hacer algo más”, dijo.
Nemtsov pronto sería encasillado en la oposición, una oposición que era cada vez menos relevante en Rusia mientras Putin estrechaba su control y mostraba quién era realmente. El mes pasado, mientras Nemtsov cruzaba el puente hacia su casa alrededor de la medianoche, frente a la bella catedral de San Basilio, estaba a tan solo dos días de dirigir una marcha de oposición para protestar contra la guerra de Putin en Ucrania, y de publicar un informe que pretende mostrar pruebas de la participación directa de Rusia en la invasión, algo que el Kremlin ha negado categóricamente.
Mientras caminábamos alrededor de su imponente departamento frente al Kremlin, aquella tarde hace varios años, un detalle llamó mi atención: una fotografía de Nemtsov con el anciano. Una vez que renunció, Yeltsin fue visto muy pocas veces en público. Era una fotografía tomada en una dacha en las afueras de Moscú, donde Yeltsin viviría sus últimos días hasta su muerte, ocurrida en la primavera de 2007, exactamente una década después de sacar al joven de Nizhny Novgorod para que acudiera en su ayuda en Moscú. En la foto, Yeltsin aparece sonriente, pero luce débil, con su rostro más delgado y su espeso cabello blanco ahora más ralo. Nemtsov sonríe también, con un toque de canas sobre las sienes, tan apuesto como siempre. Es imposible mirar esa foto y no resultar conmovido por el evidente cariño entre ambos hombres, y entristecerse por lo que pudo haber sido.
Ahora sabemos lo que “un líder con un compromiso inquebrantable con los intereses nacionales” es capaz de hacer. En los hechos, la nueva democracia de Rusia ha sido sofocada; hay guerras en las antiguas repúblicas soviéticas de Georgia y ahora Ucrania; periodistas y figuras de la oposición han sido asesinados o encarcelados. ¿Dónde y cómo acabará esto?
En su famosa descripción del gulag durante el régimen de Stalin, Journey Into the Whirlwind (El vértigo), la autora, Eugenia Ginzburg, pasó 18 años en el sistema penitenciario soviético, y cuando salió escribió: “¿Acaso todo esto era imaginable, estaba ocurriendo realmente, pudo haber sido previsto? Quizás este mismo asombro fue lo que me ayudó a mantenerme viva. No solo era una víctima, sino también una observadora. ¿Cuál será el resultado de esto?, seguía diciéndome a mí misma. ¿Acaso estas cosas pueden simplemente ocurrir y desentenderse de ellas, completamente ajenas a la retribución?”
Esa es la pregunta que está, ahora mismo, frente a hombres como Barack Obama y David Cameron, y mujeres como Angela Merkel, los líderes de Occidente, ahora débiles, divididos y distraídos por muchos otros problemas muy reales: “¿Acaso estás cosas pueden simplemente ocurrir y desentenderse de ellas, completamente ajenas a la retribución?”