Mucho antes de que llegue la multitud del sábado por la noche, Jonathan Mitchell accede por el Boardwalk 11 al bar karaoke de Culver City, en California. Va hasta la parte posterior del lugar y se sienta en el usual taburete de la barra donde ordena su acostumbrado vaso de jugo de arándano. Una mujer con tacones altos y mallas de lycra negra está cantando Friends in Low Places, de Garth Brooks (“I’m not big on social graces, think I’ll slip on down to the oasis…”). Tras la mesa del bar, Mitchell agita sus manos tan suavemente que casi nadie nota el reconfortante movimiento.
Mitchell, de 59 años de edad, no tiene empacho en confesar que se siente solo. Camina encorvado; la expresión de su rostro es parte sonrisa, parte mueca. Su vida social se cifra en las cenas semanales con sus progenitores, ambos octogenarios. Es incapaz de conservar un empleo. No encuentra novia. Se mueve sin cesar, le obsesiona todo, repite cuanto dice y a veces ni siquiera se percata de que ha sido grosero. Mitchell culpa de todo a su autismo. “Lo odio”, dice. “Es una discapacidad horrible. Ojalá tuviera cura.”
Esas tres frases las ha repetido numerosas veces y de muchas formas en la internet; su actitud firme y franca le ha convertido en una de las voces más controvertidas de la blogosfera del autismo: es uno de los pocos que ha manifestado su apoyo para el esfuerzo de encontrar un tratamiento. “Con suerte, mi epitafio dirá: ‘No necesitamos una maldita neurodiversidad’”, escribió Mitchell, atacando abiertamente el creciente movimiento que promueve la aceptación e inclusión de individuos que tienen desde síndrome de Asperger o Tourette hasta déficit por trastorno de atención y epilepsia.
El movimiento por la neurodiversidad comenzó en la década de 1990 y adquirió impulso en los medios sociales gracias a los foros sobre autismo. Sus adeptos comparan su postura con la lucha por la aceptación de las minorías, la igualdad de géneros y la orientación sexual, señalando que hubo una época en que la comunidad médica consideró la homosexualidad como una enfermedad mental. ¿Qué sucedería si las personas del espectro autista fueran aceptadas por sus diferencias, en vez de considerarlas enfermas?
“Como adulto con autismo, la idea de la variación natural me resulta más atractiva que la insinuación de que por naturaleza soy malo o que estoy averiado y requiero reparación”, escribe el celebrado autor John Elder Robison, quien tiene Asperger.
Ante la cuestión de si es necesario “tratar” el autismo y cómo hacerlo, muchos defensores de la neurodiversidad intentan establecer una sutil distinción: aceptan los remedios que buscan aliviar el sufrimiento, pero desprecian la idea de encontrar una “cura”. Para ellos, explica el educador y autor autista Nick Walker, el efecto de la cura supondría “la reducción de una diversidad humana que evolucionó naturalmente”.
No obstante, Walker es autosuficiente y es de un alto funcionamiento, tiene además esposa y dos hijos. ¿Qué hay de los niños con autismo grave que son incapaces de hablar o comunicarse? ¿Acaso sus progenitores no deben buscar tratamientos que, algún día, les permitan interactuar más fácilmente con el resto de la humanidad? “Los padres que lloriquean diciendo: ‘Daría lo que sea para que mi hijo tenga una vida normal’, esos padres… comunican un mensaje de tragedia y desesperanza, y se lo creen”, acusa Walker. “Es espantoso. Es un error. Si un progenitor hace esfuerzos para tratar de curar el autismo, el esfuerzo no ayuda a que el niño progrese.”
Philip Gluyas, otro bloguero del autismo, asegura que Mitchell está amargado “porque así lo crió su madre. Porque en la década de 1950, cuando fue diagnosticado, la hicieron responsable de su autismo. Y por eso ella intentó curarlo en vez de [ayudarlo a] adaptarse, como habría hecho una buena madre”.
Una receta para la miseria
Cuando algunos proponentes de la neurodiversidad se enteraron de que estaba preparando un perfil de Mitchell, recibí una andanada de correos electrónicos y peticiones para que me abstuviera. “Ese tipo es una amenaza para la estabilidad de la comunidad autista”, escribió Gluyas. “Es un odiador. Se odia a sí mismo.”
“Su vida es terrible y todo lo atribuye al autismo en vez de culpar a un mundo que no está adaptado a los autistas”, dice Walker. “Igual que el negro que culpa de sus problemas a la raza y no a la sociedad… Ningún homosexual ha sido feliz odiándose por ser homosexual. Es una receta para sufrir.”
Mitchell objeta tal crítica firmemente. Considera que su experiencia en nada se parece a la opresión que sufre un homosexual o un negro. Dice que el prejuicio contra esas minorías no limita la capacidad para amar o hacer amigos, mientras que sus carencias son sociales. Ha tratado de conseguir amistades e interactuar más personalmente (por ejemplo, ha ingresado en grupos de apoyo para personas con depresión y en otro para individuos del espectro autista), pero siempre regresa a su abrumadora soledad. Es por eso, insiste, que defiende la exploración e investigación científica que, algún día, podría conducir a un tratamiento.
Mitchell sabe que es afortunado. De no ser por su madre (abogada ya jubilada) y su padre (ingeniero, también retirado) estaría desamparado. Sus progenitores le proporcionan 26 000 dólares anuales y hace años le compraron un condominio que, tiempo después, vendió para comprar su vivienda actual: una espaciosa casa en el oeste de Los Ángeles, donde hay docenas de lápices con agujetas amarradas que saturan las gavetas de su escritorio y cubren todas las mesas. Si bien pasa gran parte del día balanceándose en su lugar y haciendo girar los lápices con cordones, también es capaz de conducir un auto, jugar póquer y comprar alimentos. Puede cocinar un par de platillos fáciles y salir a cenar regularmente; siempre solo. En el Italy’s Little Kitchen, donde todos los viernes reserva una mesa individual, el personal sabe qué va a ordenar en cuanto cruza la puerta: espagueti con albóndigas.
Mitchell también es un escritor prolífico. Ha escrito tres novelas, veinticinco cuentos cortos y varios cientos de publicaciones para su blog.
Algunos miembros del espectro autista se sentirían entusiasmados si un día despertaran con las habilidades de Mitchell, y algunos padres de niños con autismo severo —incapaces de comunicarse o sobrevivir sin supervisión constante— darían cualquier cosa por un medicamento o tratamiento que ayudara a sus hijos a crecer autosuficientes y satisfechos.
Amenazas de muerte
Un día, sentada con Mitchell en un Starbucks próximo a su casa, indicaba las zonas de mi cabeza mientras él nombraba las regiones cerebrales que se encontraban por debajo y describía sus funciones. Mi mano llegó entonces a la parte media del cráneo. “Allí están los lóbulos parietales; tienen que ver con la sensación, las relaciones espaciales y la percepción”, informó y, entonces, añadió: “Tal vez tenga problema con mis parietales, porque no puedo trabajar con bloques ni rompecabezas. Tengo serios problemas de coordinación motora fina y apenas puedo escribir letras cursivas”. La gente de las mesas vecinas se volvía a mirarnos porque hablaba con voz muy alta.
En su búsqueda de una cura para el autismo, Mitchell se ha convertido en un observador autodidacta de la neurociencia, muy diestro para explicar el cerebro. Desde 1989, después de que leyera una investigación sobre cómo era posible rastrear el autismo desde la infancia, se ha entrevistado unas siete veces con Eric Courchesne, experto en neurobiología y autismo de la Universidad de California en San Diego. Asimismo, se ha hecho amigo en Facebook de Marco Iacoboni, director del Centro de Mapeo Cerebral Ahmanson-Lovelace en la UCLA, donde estudia neuronas espejo, las células del cerebro que contribuyen a la empatía y desempeñan un papel crítico en la sociabilización y la comunicación. Según diversos estudios, quienes pertenecen al espectro del autismo pueden presentar un déficit en el sistema de neuronas espejo. Hace poco, Mitchell visitó el laboratorio de Iacoboni y desde 2010 ha intercambiado correspondencia electrónica con el investigador preguntando acerca de las neuronas espejo.
También ha desarrollado una relación con Manuel Casanova, profesor de ciencias anatómicas y neurobiología de la Universidad de Louisville, cuya investigación gira en torno de las anormalidades dentro de las minicolumnas cerebrales de los autistas (capas del cerebro que contienen de ochenta a cien neuronas que afectan el reconocimiento y el juicio de las personas). Casanova introdujo la estimulación magnética transcraneal (EMT) para tratar los síntomas del autismo y, aunque con resultados mixtos, la estrategia es cada vez más utilizada en centros médicos de todo Estados Unidos.
Según Casanova, cada vez que publica nuevas investigaciones, Mitchell suele ser el primero en leer sus trabajos, y a menudo aporta críticas más concienzudas que muchos de sus colegas neurólogos. A su vez, el científico criticó la novela The Mu Rhythm Bluff (El engaño del ritmo mu), donde Mitchell habla de un autista de 49 años que se somete a EMT —técnica que consiste en enviar descargas eléctricas a través del cráneo hacia el tejido cerebral subyacente— en un esfuerzo para aminorar su autismo. “Me impresionó mucho la actualidad del conocimiento científico del autor y la manera como los ritmos mu, las neuronas espejo y la estimulación magnética transcraneal (EMT) se entreveran en el relato”, escribió Casanova en su reseña para Amazon.
El investigador comenta que los miembros del movimiento por la neurodiversidad “afirman que lo que hago es equivalente al genocidio” y les preocupa “que intente modificar su forma de pensar”. Cuando, en su blog, Casanova comparte su sincero sentir sobre un tratamiento para el autismo, es bombardeado con airados telefonemas y correos electrónicos cargados de odio. Incluso ha recibido amenazas de muerte.
Lo que el viento del autismo se llevó
Cuando nació su hijo, en 1955, Norma Mitchell (86 años) pensó que era un niño excesivamente irritable. Le decían que tenía cólicos. Cuando comenzó a caminar solía embarrar sus heces en la pared, hacía berrinches y se tiraba de cabeza en cualquier parte. Sin embargo, había momentos esperanzadores. Le fascinaba un pequeño tocadiscos en el comedor de la casa y contemplaba fijamente el plato de vinilo mientras giraba y giraba. “Me sentía muy complacida y pensaba: ‘Vaya, le encantará la música’. A veces el chico hacía filas de bloques en el suelo y me decía: ‘¡Será ingeniero!’.”
El niño aprendió a hablar, pero a los dos años dejó de pronunciar palabra. Sus padres lo llevaron con una psicoanalista, quien comenzó a verlo cuatro o cinco veces por semana a partir de los tres años. “Esa mujer me culpaba de todo”, recuerda Norma. Si era mejor madre, el niño pronto mejoraría.
En determinado momento, pensaron enviarlo a una institución, pero según Norma, “él dijo: ‘Por favor, no me manden allá’”, así que no tuvieron el valor de hacerlo. En vez de ello, intentaron fomentarle pasatiempos; por ejemplo, a los diez años notaron que le interesaba el judo y lo llevaron a Japón. Luego, en el aeropuerto de Tokio, Mitchell se separó de sus padres y varias horas después lo hallaron en la terminal donde se suponía que habría de despegar el avión. El niño había encontrado la manera de llegar allí por su cuenta, sin hablar ni leer japonés.
“Siempre pensé que algún día sería normal”, dice Norma. “Parecía casi normal. Incluso ahora, cuando la gente lo conoce por primera vez, parece normal. Y, sin embargo, dista mucho de serlo.”
Contaba doce años cuando la familia dio con un nuevo psiquiatra que, finalmente, estableció el diagnóstico de autismo. Mitchell asistió a una serie de escuelas regulares y de educación especial donde, por momentos, fue amenazado con la expulsión por problemas de conducta, o bien, fue víctima de abusos. “Casi siempre me daba cuenta de que otros chicos me maltrataban, excepto cuando algunas chicas de bachillerato… fingían coquetear conmigo, pero durante un tiempo no comprendía que se burlaban de mí”, escribe Mitchell.
Confiesa que aún abusan de él, pero ahora es víctima de los miembros del movimiento de neurodiversidad. Cuando no culpan a la madre de su conducta, escriben crueles canciones sobre él. “Me han llamado cerote y majada.Una chica dijo que era como un judío que simpatizaba con los nazis y que de buena gana saltaría dentro de [un] crematorio.” Otros lo han calificado de colaboracionista o traidor.
No obstante, Mitchell no se queda callado. “Eres un muerto de hambre”, escribió a uno de sus críticos. “Ni siquiera tienes un inodoro para cagar… Las únicas tipas que te has llevado a la cama andan en cuatro patas y están en una perrera.”
Jack señala que su hijo “suele pasarse de la raya y apasionarse en el tema de la neurodiversidad y algunas otras cosas”. Pero, dejando de lado la inmadurez, no puede culpar a Jonathan por anhelar una cura. “La soledad es lo peor; es absolutamente horrible. Imagínese sin amigos, sin parientes”. Mitchell acostumbra hablar de todos los estudios que ha leído, de las investigaciones que han demostrado que los autistas son más susceptibles de enfermedades crónicas, y de que la falta de amigos es tan insalubre como fumar y beber alcohol.
Con todo, tiene un buen amigo. Oliver Canby, un desaliñado rubio de veintidós años con Asperger que, cuando estudiaba el bachillerato, descubrió los cuentos cortos y el blog de Mitchell durante una búsqueda en Google con el tema “blogs autismo”. “Me pareció interesante que fuera autista y apoyara la idea de una cura”, dice Canby. “No sabía que [hubiera] autistas [que] apoyaran una cura. Pensé que todos eran miembros de la neurodiversidad.”
Hoy ese par sale a caminar regularmente para hablar de béisbol, terapia, neurodiversidad, autismo, escritura y mujeres. Y es posible que Canby sea el mayor admirador de Mitchell. En una reseña de su novela para Amazon, el joven escribió: “Tal vez sea la mejor novela jamás escrita, junto a Lo que el viento se llevó”.
Semejante admiración es lo que temen los defensores de la neurodiversidad: que el blog de Mitchell se abra paso hasta más jóvenes del espectro autista contagiándolos de negatividad hacia sus cerebros y llenándolos con falsas esperanzas de una cura, en vez de enseñarlos a aceptarse como son.
Seguir el ritmo
En Boardwalk 11, la noche resuena con canciones optimistas de Nicki Minaj y Beyoncé. El DJ elige de pronto el nombre de Mitchell y una canción. “Es un tema bastante triste”, anuncia. Mitchell toma el micrófono cuando empieza a sonar la música y entona la letra de Puff, the Magic Dragon (Puff, el dragón mágico):
Un dragón vive para siempre, pero no así los niñitos
Alas pintadas y aros gigantes abren paso a otros juguetes
Sucedió una noche gris, Jackie Paper nunca volvió
Y Puff, ese poderoso dragón, su feroz rugido silenció
Mitchell sabe que saldrá temprano del bar karaoke, y que se irá solo. Mañana despertará para leer los blogs sobre autismo.
“El autismo no es tu mayor problema. Ni con mucho”, escribe Kimberly Wombles, madre de tres niños autistas, en un comentario dirigido a Mitchell. En su blog, la señora comenta que sus hijos “no necesitan que los curen. Celebramos lo que son. Como todo buen progenitor, los ayudo con las destrezas que necesitan desarrollar, pero los amo no obstante su incapacidad para hacer contacto visual, para sentarse sin moverse, para dejarse llevar, para escribir y ser independientes”.
El autismo, dice en su nota a Mitchell, “no es responsable de todo lo malo que hay en tu vida. No lo es. En buena medida, tu actitud y carácter son la causa de tus problemas, y eso no es autismo”.
En el escenario, Mitchell se mece de un pie a otro, como siguiendo el ritmo de la melodía, es su momento de ser el centro de atención. Pero la mayor parte del público lo ignora, atento a las bebidas y los amigos, aguardando a que termine el acto.
La cabeza inclinada de pesar, las verdes escamas cual
lluvia cayeron
Puff ya nunca volvió a jugar en el camino de los cerezos
Pues sin su amigo de siempre, Puff ya no pudo ser valiente
Y así, Puff, aquel poderoso dragón,
se escurrió en su cueva tristemente…