La humanidad ha metido mano en su reloj biológico –y dormido menos- desde que el Mago de Menlo Park tuvo su brillante idea, pues nuestra típica noche de ocho horas comenzó a fines del siglo XIX, con la invención de la bombilla eléctrica. Los historiadores afirman que antes del amanecer de la iluminación eléctrica, la humanidad dormía mucho y practicaba lo que algunos denominan el “sueño segmentado”; es decir, echábamos una cabeceada de varias horas durante la primera parte de la noche, al ocultarse el sol y luego, hacia media noche, despertábamos durante algunas horas para comer, beber, orar, charlar con amigos o amartelarnos, antes de meternos nuevamente bajo las sábanas hasta el amanecer. Sin embargo, según la acusación del historiador del sueño A. Roger Ekirch, la llegada de la electricidad postergó el horario de cama y redujo nuestras horas de descanso.
Seguimos librando esa guerra contra el sueño y lamentablemente, seguimos ganándola. Hace poco, investigadores de la Universidad de Chicago estudiaron nuestros patrones de sueño a través del tiempo y concluyeron que hoy dormimos entre una y dos horas menos que hace 60 años. En la década de 1970, la mayoría de los estadounidenses dormía alrededor de 7.1 horas cada noche; en la actualidad, el promedio ha caído a 6.1 horas. ¿Una hora menos en 40 años? A ese paso, para fines de siglo dormiremos menos de cuatro horas cada noche y terminaremos muy, pero muy malhumorados.
¿Adónde ha ido a parar ese sueño y por qué lo estamos perdiendo?
Sin duda, buena parte del problema es la tecnología moderna, particularmente diestra para arruinar nuestros esquemas de sueño. Y es que teléfonos inteligentes, tabletas y pantallas de computadora despiden una luz azulada que, aunque estupenda para ahorrar energía, es también idónea para estropear nuestro reloj biológico (lámparas fluorescentes compactas y leds emiten el mismo color que las luces para retroiluminación de pantallas). “La iluminación de los dispositivos electrónicos es como la luz de luna, pero enriquecida”, comenta Charles Czeisler, director de la División de Medicina del Sueño de la Escuela de Medicina de Harvard. La luz azulada suprime dramáticamente la producción de melatonina, hormona que controla el ritmo circadiano (ciclo sueño-vigilia) del organismo. Por ello, explica, cuando nos acostamos a leer con el iPad o cualquier otro dispositivo retroiluminado resulta difícil conciliar el sueño y nos sentimos cansados al día siguiente.
Por supuesto, es absurdo responsabilizar a la luz azul de nuestros desvelos. El problema mayor es que hemos creado y vivimos en un mundo donde la estimulación no termina con la caída del sol -¡gracias, Tom!- y nos estamos haciendo adictos. Investigaciones revelan que cada vez que revisamos el correo electrónico, comunicaciones Twitter o actualizaciones Facebook y hallamos información nueva, recibimos una descarga de dopamina, sustancia química que produce el cerebro para simular placer.
“A la larga, relacionamos correos, Twitter [y] Facebook con la promesa de gratificación instantánea”, dice Kathy Gill, investigadora de la Universidad de Washington y experta en la interacción humano-computadora. Gill explica que, pese a que la fuerza de voluntad ayuda a resistir la tentación de obtener una descarga rápida de dopamina, la voluntad se debilita mucho cuando no dormimos suficiente. Por ello se perpetúa el ciclo de sentarnos en la cama a revisar el correo, aun cuando ha llegado la hora de apagar la computadora o el teléfono y disponernos a dormir. De hecho, un reciente estudio de Pew descubrió que 83 por ciento de los “milenarios” duerme con el celular a mano.
Nuestra cruzada contra el sueño ha llegado a extremos surrealistas. Antaño confinada al café y el té, la cafeína aparece ahora en rocíos tópicos que prometen la estimulación sin la abstinencia, jabones que juran hacerle vibrar en el baño, medias australianas que le mantienen alerta y (supuestamente) eliminan lacelulitis, y hasta cepillos dentales que le despertarán mientras limpian sus dientes; amén de un sinfín de productos alimentarios con cafeína: cerveza, malvaviscos, “cecina estimulante”, paletas de caramelo y agua embotellada, por mencionar algunos.
Ante un público que engulle cuanta cafeína puede encontrar, ambiciosos creadores de estimulantes recreativos asaltan farmacopeas para desenterrar productos, medicamentos aprovechables y complementos alimentarios (metilsinefrina, creatina) para utilizarlos como aditivos en bebidas estimulantes de cola. Gracias a la popular bebida energética Red Bull, la taurina –un aminoácido poco conocido que se encuentra naturalmente en tejidos animales- se volvió un nombre de uso común y un negocio global multimillonario.
Mientras tanto, las fuerzas armadas han ido directamente al cerebro en busca del estado de vigilia: están investigando un proceso llamado estimulación transcraneal con corriente directa (tDCS), el cual golpea el cerebro con una descarga eléctrica para que los soldados permanezcan continuamente alertas. Andy McKinley, investigador residente de la Fuerza Aérea estadounidense, ayudó a publicar un estudio sobre el fenómeno. “Mantuvimos a los sujetos despiertos durante 30 horas y observamos que tDCS duplicaba su rendimiento de vigilancia con respecto de la cafeína y, además, el efecto duraba el doble. La cafeína duró dos horas, tDCS persistió casi seis.” Nota para el público que se resiste a dormir: algunos dispositivos tDCS no regulados y no autorizados han conseguido filtrarse a los mercados civiles.
Lo mismo ha ocurrido con grandes cantidades de modafinilo, poderoso neuroestimulante utilizado por las fuerzas armadas durante la reciente guerra de Irak. Comercializada en Estados Unidos como Provigil, la sustancia fue originalmente diseñada para tratar trastornos del sueño como narcolepsia, pero a principios del nuevo milenio se convirtió en la droga de elección para ejecutivos de Wall Street y otros personajes poderosos que necesitaban un “levantón” vespertino. Según un estudio publicado en la revista JAMA Internal Medicine, el consumo no autorizado aumentó más de 15 veces entre 2002 y 2013.
Quienes prefieran dormir menos sin fármacos ni tecnología militar pueden utilizar el esquema “Uberman”, consistente en siestas de 20 minutos cada cuatro horas. Eso equivale a dos horas de sueño en 24 horas. Uberman se basa en la teoría de que, aunque los humanos experimentamos dos tipos de sueño, solo necesitamos uno para vivir: el sueño de movimientos oculares rápidos (MOR o REM, en inglés), la fase en que soñamos. Estudios de laboratorio han demostrado que MOR es crítica para la supervivencia, pues roedores privados de esa fase mueren en escasas cinco semanas. La segunda fase del sueño, conocida como no MOR (NMOR o NREM), se descompone en cuatro etapas que incluyen la del sueño de onda corta (SOC o SWS); sin embargo, la utilidad de SOC es incierta, de allí que los proponentes de Uberman argumenten que tal vez no sea necesaria para la supervivencia.
Ahora bien, como solo dedicamos 20 por ciento de nuestro tiempo de sueño a la fase MOR y antes debemos pasar por NMOR para alcanzar esa etapa, la Sociedad Polifásica –grupo defensor del sueño segmentado- afirma que todo ese proceso es un desperdicio. Uberman y otros esquemas de sueño similares obligan al cerebro a reconfigurar su ciclo de sueño y así evitar la fase NMOR pasando, directamente, a MOR, lo que ahorra muy valiosas horas de cada día. ¿La desventaja? Cualquier estrés físico, incluso levantar un objeto pesado, puede ocasionar que los durmientes Uberman sufran “desmayos” inesperados.
Los proponentes de Uberman son solo un pequeño subgrupo de los numerosos movimientos actuales en la guerra contra el sueño. Aunque la sabiduría convencional resalta los beneficios de dormir ocho horas, en los últimos años han abundado testimonios de CEO, consejos de vida y hasta estudios científicos que pretenden convencernos de que nada más necesitamos cinco horas de sueño para ser saludables, felices y exitosos.
El escritor Douglas Haddow aventura la siguiente explicación: El tiempo no es dinero, pero el tiempo despierto lo es. En un artículo reciente de Adbusters, Haddow argumenta que el motivo para dormir menos en nuestros días es que “el sueño es enemigo del capital”. Mientras bailamos con Morfeo no podemos hacer algo productivo y a diferencia de nuestro tiempo libre, ni siquiera podemos consumir (y comprar) los productos que crean otros. No es del todo claro qué ocurre en nuestra mente durante la siesta: las teorías abarcan desde almacenar recuerdos y reestructurar el cerebro hasta la simple conservación de energía y restauración del sistema inmunológico. Pero, sea lo que sea, no hay duda de que no estamos comprando vidas extra en Candy Crush ni escribiendo artículos para Newsweek. Así que el sueño es percibido como el enemigo de la eficacia, inescapables bloques de tiempo desperdiciado que no producirán algo provechoso para la sociedad.
Por supuesto, eso es algo que empresarios y capitalistas siempre han sabido. Como revela Tom Standage en The History of the World in Six Drinks, la creciente popularidad del café y el té durante la Revolución Industrial estuvo vinculada con las horas y condiciones de trabajo creadas por dicha revolución. Standage explica que, en los primeros días de las fábricas, los propietarios observaron que las largas horas de trabajo afectaban el sueño de sus empleados, pero en vez de brindarles más tiempo de descanso, les ofrecieron té gratuito y cosecharon grandes recompensas: “El té mantuvo alertas a los obreros durante turnos prolongados y tediosos, mejorando su concentración mientras operaban las veloces máquinas”, escribe. “Los trabajadores fabriles debían funcionar como engranes de una máquina bien aceitada y el té era el lubricante que mantenía las fábricas en perfecto funcionamiento.”
Hoy es mucho peor. Incluso los que jamás revisamos el correo electrónico a medianoche vivimos en un mundo donde es común estar “de turno” las 24 horas del día. En 1992, Juliet Schor, autora de The Overworked American, hizo noticia al divulgar que, en 1990, los estadounidenses trabajaron, en promedio, un mes más que en 1970. Y desde entonces, las cifras han empeorado. Entre 1990 y 2001, los estadounidenses han sumado toda una semana al año de trabajo: 137 horas más que los japoneses, 260 horas más que los británicos y 446 horas más que los alemanes, según un informe publicado por la Organización Internacional del Trabajo de Naciones Unidas. Regresemos al presente: la Oficina de Estadísticas Laborales de Estados Unidos anunció que los estadounidense trabajan más horas que nunca desde que diera inicio el registro estadístico.
También cabe señalar que casi siete millones de estadounidenses están desempeñando más de un empleo de medio tiempo: 3 millones de ciudadanos más que en 2007, cuando comenzó la Gran Recesión. Millones de personas con horarios de trabajo erráticos y a menudo inconvenientes, muy poco propicios al descanso y la relajación. Y los trabajadores por turno rotativo la pasan especialmente mal: en diciembre 2014, el Estudio por la Salud de Inglaterra determinó que los británicos que trabajaban fuera del horario de 7 a.m. a 7 p.m. se encontraban significativamente “más enfermos y obesos” que quienes laboraban en dicho horario. Así mismo, un estudio de 2014 publicado en la revista Journal of Occupational and Environmental Medicine reveló que el trabajo por turnos rotativos incrementaba de manera sustancial el riesgo de demencia.
De nueva cuenta, los “milenarios” empiezan a perfilarse como la generación más insomne de la historia. Aunque la Generación X dice dormir menos horas cada noche, los milenarios manifiestan tener los peores hábitos: casi la tercera parte de la población de 18 a 33 años dice que no puede dormir por “estar pensando en todas las cosas que necesita hacer o que no hizo” y una proporción equivalente no duerme ocho horas cada noche porque “tiene muchas cosas pendientes y le falta tiempo para hacerlas”. Comparemos eso con solo 19 por ciento de la Generación X y 13 por ciento de los baby boomers.
No sorprende que los fabricantes de bebidas energéticas tengan la mira puesta en los jóvenes. “Nadie se arrepiente de haber dormido poco en la universidad”, proclama un eslogan de Red Bull. Y la mercadotecnia dirigida a los chicos estresados y desvelados ha pagado enormes dividendos: el mercado global de bebidas energéticas tiene un valor actual de 27.5 mil millones de dólares, y el consumo en Estados Unidos ha aumentado cinco mil por ciento desde 1999, justo cuando los milenarios comenzaban a ingresar en la universidad.
Los jóvenes de hoy también corren un enorme riesgo de complicaciones de salud a largo plazo, consecuencia de la falta de sueño. Trastornos que, si bien se incrementan en los trabajadores de más edad, empiezan a ser asombrosamente comunes en los adultos jóvenes. Siempre se ha sabido que el sueño es crítico para la salud: los cuerpos privados de sueño sufren una metamorfosis terrible hasta que alcanzan un estado en que difieren en muchos aspectos fundamentales de sus equivalentes que disfrutan de un adecuado descanso. Un estudio publicado recientemente en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) demostró que la privación crónica de sueño ocasionaba “cambios” en los niveles de expresión de 700 genes. “Muchos de esos [genes] tienen relación con la inflamación, la respuesta inmunológica y de estrés, y se superponen con el programa de expresión genética que suele asociarse con altos niveles de estrés”, explica Malcolm von Schantz, investigador de la Universidad de Surrey que colaboró en el estudio PNAS.
La pérdida de sueño tiene enormes repercusiones cognitivas: docenas de investigaciones han vinculado la privación de sueño con déficits que abarcan desde problemas de percepción hasta disminución de la memoria operativa. La privación crónica también se asocia con mayor mortalidad y problemas como obesidad, diabetes, enfermedad cardiovascular y pérdida de funciones cognitivas, agrega von Schantz. El sueño MOR es especialmente necesario para la preservación de las células cerebrales “Las neuronas son unas de las pocas células del cuerpo que conservamos toda la vida”, explica Czeisler. “En ellas almacenamos nuestros recuerdos y debido a su compleja arquitectura, es difícil reemplazarlas.” El sueño permite que el cerebro elimine toxinas como beta-amiloide, la placa que, al acumularse, ocasiona la enfermedad de Alzheimer.
Con tantos talentos empeñados en mantenernos despiertos, es posible que alguno de los nuevos tratamientos resuelva el problema de sueño del sector corporativo estadounidense sin arruinarnos en cuerpo y mente. Sin embargo, aunque un régimen crónico de electrochoques cerebrales o dormir dos horas al día sea completamente seguro (asumiendo que no vamos a levantar pesas), es imposible que reduzcamos el tiempo de sueño a cero. En algún momento tendremos que dormir o de lo contrario, moriremos.
Una solución es negociar: ¿Qué tal si retacamos 24 horas de trabajo en 16 y usamos el resto para descansar? Muchos lo hacen, utilizando “drogas inteligentes” como metilfenidato, combinaciones como anfetamina y dextroanfetamina o nootrópicos no aprobados por la FDA (estimulantes cognitivos como piracetam y oxiracetam). Si han de creerse las investigaciones actuales, el uso de fármacos inteligentes entre la población estudiantil se ha convertido en epidemia: en Estados Unidos, 18 por ciento del alumnado de las universidades más importantes consume estimulantes cognitivos y una proporción equivalente se observa entre los estudiantes de Suiza y Holanda.
Por desgracia, en muchos sentidos, el uso de drogas inteligentes es una aterradora respuesta racional a las exigencias paralelas de “hacer más” y “dormir más”; a diferencia del café, las bebidas de cola o modafinilo, se cree que los fármacos inteligentes incrementan la eficacia sin afectar el sueño. Los consumidores de piracetam no tienen que preocuparse del bajón, el agotamiento o un ominoso futuro de riesgos para la salud; pueden responder a todas las demandas de la vida cotidiana y seguir durmiendo sus ocho plácidas horas diarias.
Pero, ¿en realidad queremos una sociedad que subsista con fármacos inteligentes para sobrevivir a una autoinfligida “carrera de ratas”? Si bien los riesgos de salud derivados del uso y abuso de las drogas inteligentes no han sido suficientemente estudiados, un estudio publicado en 2014 en la revista Frontiers in Systems Neuroscience apunta a que el consumo prolongado de potenciadores cognitivos puede disminuir la plasticidad cerebral, sobre todo en usuarios jóvenes. En otras palabras, el precio de la productividad a corto plazo puede ser la creatividad, la adaptabilidad y la inteligencia a largo plazo.
Por otra parte, hay que considerar aspectos éticos algo espinosos. Anjan Chatterjee, profesor de neurología en la Universidad de Pensilvania, ha escrito extensamente sobre lo que denomina la “neurología cosmética”: el uso de drogas inteligentes para mejorar el rendimiento laboral. Dice que es muy posible que estemos encaminados hacia una “carrera armamentista de logros”, en la que quienes tienen (los que pueden costear dichas sustancias y estén dispuestos a consumirlas) desplazarán a quienes no tienen (los que no pueden/quieren costearlas/consumirlas). Y como cualquier carrera armamentista, esta también tiene el potencial de prolongarse hasta llegar a extremos peligrosos.
A la vez que los milenarios pasen de la universidad a la fuerza laboral, les acompañará el deseo de combatir el sueño. La única solución real podría consistir en una modificación fundamental de nuestro ambiente de trabajo; un cambio que ha empezado a gestarse en algunos lugares. Alemania ha proscrito el correo electrónico fuera de horas de oficina para los trabajadores del Estado, y una legislación aprobada en Brasil, en 2012 establece que los trabajadores que deban recibir llamadas o correos electrónicos de sus patrones fuera del horario de trabajo, podrán cobrar horas extra. También algunas empresas progresistas estadounidenses han tomado la iniciativa: The Huffington Postha instalado salas de siesta en sus oficinas, en tanto que la startup Treehouse ha establecido semanas laborales de cuatro días.
Semejantes esfuerzos podrían beneficiar a todos los involucrados. Según un artículo publicado por la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y de Trabajo, la productividad es mayor cuando las personas trabajan alrededor de 30 horas semanales; y a decir de un estudio de 2010 publicado en la revista Cognition, incluso los descansos breves en el lugar de trabajo –por ejemplo, una siesta- incrementan sustancialmente la participación laboral. Los países y las empresas que siguen los dictados de la ciencia y abandonan la tendencia de “dormir menos y hacer más” empiezan a reconocer que el sueño es mucho más que tiempo desperdiciado. Es hora de despertar y darnos cuenta de que el sueño es una necesidad humana fundamental.