Se suele decir, y tal vez con mucha razón,
que solo existen dos grandes causas de los males que padece cualquier país:
corrupción o ineptitud, y a veces, las dos juntas. Hoy, al inicio de 2015, es
más que evidente que la crisis que se asoma y que anuncia una tormenta de
dimensiones probablemente no previstas, pasa por la ausencia de credibilidad en
los actores políticos por ser los protagonistas de corruptelas, tráfico de
influencias e irresponsabilidad en la aplicación de la ley, hasta llegar al
grado de impunidad que padecemos en nuestro país.
En cualquier país con un mínimo de honorabilidad
y decencia hubieran sucedido por lo menos dos cosas: que el pueblo hubiera
salido a la calle a denunciar a los políticos y empresarios corruptos, y que
esos políticos ya hubieran renunciado a sus puestos y a sus privilegios. Eso,
en nuestro país, no sucede ni sucederá porque en realidad el origen de esa
corrupción es social. La corrupción de las élites nace en las familias de esos
políticos y de esos empresarios, no nace cuando ya son poderosos. La corrupción
de las élites político-económicas nace en la sociedad.
Para que la democracia exista tiene que
haber Estado de derecho. Cuando este no existe, entonces no tenemos democracia
o bien, vivimos en una democracia defectuosa. Esto nos obliga a pensar que la
construcción de esa democracia presupone que la sociedad, y no solo los
políticos, es corresponsable de su construcción por lo menos cumpliendo con la
ley, y esperando que los políticos también la cumplan y la hagan cumplir. Eso
es democracia.
La comodidad simplona de la mayoría de los
medios de comunicación y de la clase política nos ha llevado a pensar que la
democracia se suscribe a los eventos electorales. De cara a 2015 no podemos
seguir pensando que solo la jornada electoral de junio nos llevará a una mejor
democracia. La democracia del Estado de derecho se construye día a día, y no
cada tres años. La democracia electoral es importante, mas no suficiente.
Requerimos de una democracia legal y participativa.
Es posible alcanzar una democracia real a
través de un proceso educativo y formativo, pero tomará mucho tiempo. El
inconveniente es que la gente se desespera y decepciona de lo que interpreta
como democracia, pues no le rinde los frutos esperados o prometidos o
beneficios personales. Para ellos, la «democracia», según su modo de ver, no
les da de comer ni les da seguridad suficiente, mientras observan cómo
políticos y empresarios se aprovechan de sus posiciones de privilegio
obteniendo beneficios como casas y automóviles de lujo obtenidos ilegalmente, y
por ello esperarán o apoyarán a un candidato autoritario y populista que les
regale dinero, subsidios, o cualquier otra prebenda que evidentemente no paga
el candidato en cuestión.
Esto es preocupante. Si la democracia no da
resultados, la posibilidad de regresar a esquemas autoritarios y cerrados es
alta. Por ello son tan peligrosos los candidatos con criterios populistas en un
sistema que está a punto de parir, en transición.
El proceso de transición a la democracia
implica eliminar privilegios, ser legal y no ser corrupto, pero ello tiene un
costo. La pregunta es: ¿estoy dispuesto a asumir el costo de la legalidad para
contribuir a la democracia?; ¿por qué voy a dejar de ser corrupto si todos los
demás lo son? La sociedad electorera cree que solo tiene derechos. En un
sistema democrático existen derechos y responsabilidades, pero primero se
tienen estas, y después derechos. En una democracia, las responsabilidades no
son únicas. Nadie tiene el monopolio de la responsabilidad. ¿Quiénes son
responsables de que las cosas sucedan o no sucedan? ¿El presidente, el Poder
Legislativo, los empresarios, los medios de comunicación, el pueblo que eligió?
Unos tienen más responsabilidad que otros, pero todos somos corresponsables de
la construcción de la democracia. Suponer que solo algunos de los actores tiene
el monopolio de la responsabilidad es, precisamente, no ser democrático.