La guerra contra el terrorismo ha terminado. La guerra mundial del terrorismo ha comenzado.
Esa es la escalofriante lección del ataque homicida realizado la semana anterior por fundamentalistas islámicos contra Charlie Hebdo, el semanario satírico con sede en París, y la que casi todo el mundo pasa por alto. Durante más de una década, desde que el expresidente estadounidense George W. Bush declaró la guerra contra el terrorismo, el enfoque de la planificación estratégica de Estados Unidos y sus aliados se ha dirigido principalmente a grupos: Al-Qaeda, Estado Islámico (EI) y otros. Pero los analistas y oficiales de inteligencia dicen que, aunque los grupos más famosos planteaban el mayor desafío de seguridad nacional debido a su capacidad de desestabilizar países y regiones, las verdaderas amenazas nacionales surgirían cuando células islamistas de dos o tres personas dejaran de concentrarse en armamento sofisticado y objetivos grandilocuentes. Estos terroristas han adoptado las creencias del EI, e incluso pueden tener un contacto limitado con ellos, pero ahora, el enemigo es la ideología, no el grupo.
En París solo se requirió un par de armas automáticas y una suite de oficinas; ninguna bomba gigante, ningún avión, ningún puente o edificio gubernamental asegurado. Nada complicado ni fácil de detectar. Y este ataque relativamente simple en el que se usó armamento que puede conseguirse fácilmente, contra un blanco indefenso, logró detener a todo un país industrializado, al mismo tiempo que inyectó el miedo en todo el mundo.
Y el mundo de la inteligencia sabe que este no es el final.
En cierta forma, Occidente está cosechando lo que sembró tras un enorme error estratégico después del 11/9: el concepto mismo de una guerra contra la técnica, es decir, contra el terrorismo. Era imposible definir al enemigo mientras se combatía un concepto. ¿Era Al-Qaeda en Afganistán? ¿Saddam Hussein en Irak? ¿Irán? Esos países y cuatro más estaban en la lista de objetivos que el gobierno de Bush elaboró en los días que siguieron al 11/9, con base en la premisa de que apoyaban el terrorismo. Una guerra contra Al-Qaeda pudo haberse ganado con un golpe militar decisivo en Tora Bora en diciembre de 2001. Pero al Ejército estadounidense en Tora Bora se le negó el envío de más soldados cuando atrapó a Al-Qaeda allí; el Pentágono estaba muy ocupado administrando recursos para invadir Irak.
El resultado fue que los miembros sobrevivientes de Al-Qaeda se refugiaron en Pakistán. Entonces comenzaron a surgir nuevos grupos: Al-Qaeda en Irak se formó en respuesta al ataque occidental en ese país, y ese grupo se transformó en el EI, que luego se extendió hacia Siria, donde se ha formado una gran variedad de nuevas organizaciones islamistas con nuevas energías para luchar contra el gobierno de Bashar Assad.
Todo este conflicto ha creado una oportunidad que los terroristas islámicos ni siquiera habrían soñado aquel lejano septiembre. Donde alguna vez hubo pocos refugios para los yihadistas, ahora existen muchos: en Siria e Irak, Pakistán y Yemen, Nigeria y Somalia. Con tantos campos de entrenamiento dirigidos por grupos distintos, los aspirantes a terroristas pueden entrenar y volver a Occidente, sin instrucciones pero con un ardiente deseo de provocar el caos.
Y hay otro factor que no existía a gran escala en la época de los ataques del 11/9. En 2001, no había internet de alta velocidad en algunas partes de los suburbios de Chicago, y mucho menos en Yemen. Pero ahora los terroristas usan las redes sociales como sus medios principales de incitación mundial, recaudación de fondos y reclutamiento. Los jóvenes asesinos potenciales obtienen en estas burbujas ideológicas casi toda su información sobre el mundo, y muy pocas veces consultan fuentes que contradigan o refuten las exhortaciones a la violencia.
Esta es la razón por la que los expertos en inteligencia temen que 2015 podría ser uno de los peores años en cuanto a los ataques terroristas perpetrados contra naciones occidentales en toda una década. La creciente indignación en Oriente Medio ahora tiene un alcance mundial casi inmediato, y hay personas que pueden realizar ataques que requieren cierta planificación pero poca habilidad. Al-Qaeda y el EI no son el enemigo principal ahora; el verdadero enemigo es el Al-Qaeda-ismo y el Estado Islámico-ismo. La ideología es ahora el mayor peligro, y no hay ninguna táctica militar que Occidente pueda utilizar para acabar con una idea. Occidente tiene que dejar de preocuparse del posible riesgo de ataques masivos organizados por grupos como el EI para combatir esta variante más nueva y más viral de la enfermedad islamista.
Entonces, ¿qué debe hacerse? En primer lugar, es necesario centrarse en los jóvenes musulmanes que viajaron a Siria durante los tres años de guerra civil en ese país. Richard Barrett, un exoficial de inteligencia británico que es ahora vicepresidente primero del Soufan Group, publicó recientemente un brillante análisis de este creciente elemento del riesgo. De acuerdo con Barrett, han viajado a Siria más combatientes (unos 12 000) durante su guerra civil que los que viajaron a Afganistán durante la primera década de guerra en ese país.
Barrett informa que, de esos 12 000, unos 3 000 son originarios de países occidentales. Muchos de ellos no hablaban árabe ni tenían ningún entrenamiento militar cuando llegaron. La mayoría de ellos ha adoptado la ideología yihadista (algunos viajaron allí únicamente para luchar contra Assad) y, desafortunadamente, los grupos terroristas más extremos han sido los que mejor han acogido a estos viajeros occidentales.
Según cálculos oficiales, Francia tiene el mayor número de residentes musulmanes que viajaron de Europa a las luchas sirias: aproximadamente 700; Gran Bretaña tiene 250. El FBI informa que más de 70 musulmanes han viajado de Estados Unidos a Siria.
Los gobiernos occidentales, entre ellos, el de Obama, deben establecer una política exhaustiva para tratar con las personas que vuelven de las batallas en Siria, y las autoridades ni siquiera saben cuántos de esos viajeros murieron en ese país o volvieron a sus lugares de origen en Occidente.
Tampoco existe una estrategia coherente sobre cómo terminar ese conflicto, a pesar de su obvia y creciente amenaza para Occidente. La guerra civil en Siria se ha convertido en el caldo de cultivo de la próxima generación de terroristas, y las organizaciones de terrorismo yihadista están obteniendo aún más dinero, equipo y reclutas.
En tercer lugar, Occidente debe ganar la guerra en las redes sociales. La respuesta simplista (obligar a Twitter y a Facebook a identificar y eliminar a los islamistas de sus redes) es contraproducente. Las redes sociales no son solamente la herramienta más importante para incitar a los terroristas, sino que también pueden ser un arma eficaz contra ellos.
Los oficiales de inteligencia saben que las comunicaciones de internet pueden fragmentar a los grupos islamistas. El EI y Jabhat al-Nusra han luchado unos contra otros en las mismas plataformas de redes sociales que usan para lograr conversos. Los grupos terroristas islámicos no son ninguna entidad gigante y unificada; están divididos por los egos, la arrogancia, el fariseísmo y el deseo de poder al igual que cualquier otro grupo de organizaciones ideológicas.
Occidente puede aprovechar este hecho. Sembrar el descontento, el conflicto y la paranoia son elementos básicos de las operaciones psicológicas. Estados Unidos comenzó a desarrollar un compromiso más sólido con este tipo de operaciones apenas en 2010, en las luchas contra los terroristas islámicos, pero ha habido pocas señales de que hayan sido usadas en la inmensa red pública de los yihadistas.
Las redes sociales podrían tener un uso aún mássignificativo si los políticos occidentales y, de manera igual de importante, los comentaristas de los medios masivos de comunicación pudieran ser convencidos de dejar de decir tonterías. El mantra interminable que sigue a cualquier ataque terrorista es la afirmación engañosa de que los musulmanes no critican a los autores o a su ideología.
Docenas de grupos islámicos han condenado el ataque contra Charlie Hebdo y las creencias de los autores, entre ellos, el Consejo de Relaciones Estadounidenses Islámicas, la Liga Árabe, la Asociación de Jóvenes Musulmanes Ahmadiyya, la Organización de Cooperación Islámica, Al-Azhar y la Asamblea Nacional de Musulmanes Canadienses.
Prominentes líderes religiosos del mundo musulmán también se han manifestado, entre ellos, Dalil Boubakeur, el imán de la Gran Mezquita de París. Y a diferencia de muchos comentaristas estadounidenses, Boubakeur logró ver claramente el significado más profundo y atemorizante del ataque contra Charlie Hebdo. “Es una estruendosa declaración de guerra”, dijo. “Los tiempos han cambiado. Estamos entrando en una nueva fase de esta confrontación.… Estamos horrorizados por la brutalidad y el salvajismo.”
Estos líderes del Islam podrían ayudar a reventar la burbuja de información que ha envuelto a tantos jóvenes musulmanes sin apoyo, desempleados y religiosamente obtusos, y que ha dañado su habilidad de distinguir entre una creencia retorcida y una opinión justificada.
En 2008, Cass Sunstein y Adrian Vermeule, catedráticos de la Facultad de Derecho de Harvard, publicaron un informe muy influyente sobre los peligros de permitir que los grupos extremistas se cierren a la información que discrepa con sus creencias. Su estrategia: hallar sitios en línea y redes sociales donde los extremistas dialogan entre sí y estropear la fiesta: incorporar voces externas para contrarrestar la desinformación y la ira que rebotan en estas cámaras de eco virtuales.
Esta es la razón por la que esto es importante: los musulmanes encabezan los esfuerzos para desprogramar a estos yihadistas. En Gran Bretaña, los Países Bajos, Arabia Saudita, Malasia, Egipto, Singapur, Irak, Libia, Yemen, Jordania e Indonesia se han realizado programas de desradicalización en los que eruditos islámicos proporcionan la clase de educación religiosa que pocos extremistas han experimentado. Han sido eficaces, aunque, por supuesto, no han logrado un éxito de 100 por ciento.
Si los gobiernos occidentales y del Oriente Medio incorporan al mundo extremista en línea y hacen participar a musulmanes respetados, las redes sociales podrían tener una función esencial para distender la cólera y la ignorancia que han producido tantas muertes en Occidente.
O, los políticos, las figuras de los medios de comunicación y los ciudadanos pueden continuar diciendo que todos los musulmanes son terroristas, y alimentar la mentira extremista de que esta es una guerra de religiones. Entonces, una vez que los insultos se hayan pronunciado, podremos reclinarnos con una petulante satisfacción y aguardar a que empiecen los disparos.