En 1922, un médico suizo que quería evitar que la gente de Appenzell Ausserrhoden desarrollara un problema llamado bocio –crecimiento de la glándula tiroides- resolvió uno de los grandes misterios de la nutrición. Los habitantes no obtenían suficiente yodo en la dieta y Hans Eggenberger, director médico del hospital de distrito de la población de Herisau, lo sabía.
Tras una cuidadosa observación de los hábitos dietéticos de los suizos, Eggenberger introdujo la sal yodada: sal de mesa adicionada con yoduro de sodio o yoduro de potasio. En cuestión de meses, la incidencia de bocio en Appenzell Ausserrhoden cayó notablemente y ese mismo año -1922-, el Sindicado de Salinas Suizas del Rin creó la Comisión del Bocio de Suiza para garantizar que, en adelante, los suizos tuvieran sal yodada en sus mesas.
Al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, el bocio persistía como un problema de proporciones epidémicas en la región de los Grandes Lagos, así que un profesor de medicina pediátrica de la Universidad de Michigan, David Murray Cowie, dio un vistazo al logro suizo y se preguntó, “¿Por qué no aquí?”. Para el 1º de mayo de 1924, la compañía Sal Morton empezó a distribuir el tratamiento para el bocio en hogares de todo el país: sal yodada.
Hoy, la sal yodada ha reducido, considerablemente, la tasa de incidencia del bocio en todo el mundo. A menos de tres décadas del descubrimiento, la tasa de bocio entre los escolares de Michigan había caído de un máximo de 66 por ciento en algunas ciudades a solo 0.2 por ciento; a inicios del siglo XXI, el bocio en Inglaterra se había desplomado de alrededor de 1 por ciento a 0.041 por ciento. Por otra parte, la sal yodada también ha minimizado riesgos asociados con el embarazo, incluidos muerte fetal y aborto espontáneo, amén de defectos cognitivos en los primeros años del desarrollo infantil, como cretinismo. En tan solo una década desde 2003, cuando UNICEF y la Organización Mundial de la Salud (OMS) emitieron una recomendación oficial, 120 países ya han puesto en marcha planes para yodar sus suministros de sal.
Si bien la revelación de Eggenberger ha conducido a enormes éxitos nutricionales, persisten otras plagas de micronutrientes en el mundo. Por ejemplo, más de una cuarta parte de la población mundial sufre de anemia y los niños corren el mayor riesgo. La deficiencia de vitamina A, principal causa de ceguera prevenible en la infancia, afecta a cerca de 250 millones de preescolares. Esa y otras enfermedades pululan en naciones subdesarrolladas e industrializadas por igual, donde la comida es abundante aunque monótona o bien, en el caso de los desiertos alimentarios, ausente.
Es por ello que organizaciones como la OMS y la Alianza Global para Mejorar la Nutrición intentan aliviar las carencias modernas de otros micronutrientes de la misma manera como se solucionó el problema del yodo hace casi un siglo: a través de la comida.
El primer paso, explica Luis Mejía, uno de los científicos que lidera el esfuerzo, es elegir los alimentos a fortificar, lo cual depende mucho de la frecuencia y cantidad de consumo, así como del consumidor. “No puede ser cualquier producto”, dice Mejía, profesor de ciencias alimentarias y nutrición en la Universidad de Illinois, ya que no tendría sentido, por ejemplo, fortificar el wasabi o un condimento como Old Bay Seasoning, dado que no todos utilizan esas especias. Se necesita un vehículo rápido, conveniente y de uso cotidiano. Por ejemplo, en 2010, Mejía y sus colegas de INCAP, organización nutricional de América Central y Panamá, tuvieron gran éxito introduciendo hierro y vitamina A en los suministros de azúcar de la región.
No obstante, algunos expertos sugieren que la victoria de Mejía fortificando el azúcar es un escenario óptimo que responde solo a unos cuantos de los muchos desafíos que sin duda surgirán en otros países. Con todo, la fortificación con hierro es un estupendo ejemplo, pues, si bien cada país presenta dificultades nutricionales particulares que obedecen a sus perfiles de enfermedad y carencia específicos, la ingesta de hierro es un problema universal. En 2010, científicos alimentarios se reunieron para determinar si la harina de trigo enriquecida con hierro estaba beneficiando a las poblaciones de 78 países. La respuesta: no. Se consideró que solo nueve países se habían beneficiado del programa implementado, mientras que los 69 restantes estaban utilizando un tipo de polvo de hierro equivocado, concentraciones erróneas o ambos.
En gran medida, la causa era que esos países presentaban otros problemas de salud endémicos. “En resumidas cuentas, uno de los mayores problemas es tratar de administrar nutrientes a poblaciones que sufren de inflamaciones e infecciones”, informa Richard Hurrell, profesor emérito de ETH Zúrich y coeditor del informe OMS 2006 “Lineamientos sobre fortificación alimentaria con micronutrientes”. En el caso específico del África Subsahariana, esos trastornos impiden el éxito de los programas de fortificación con hierro porque la respuesta inflamatoria natural del organismo impide la absorción del nutriente. “Allí, es imposible proceder, simplemente, con la fortificación alimentaria”, insiste Hurrell. “Primero se necesitan un programa de higiene y otro para tratar la malaria o para erradicar los parásitos intestinales.”
Mejía sospecha que el enriquecimiento con vitamina A podría topar con los mismos obstáculos logísticos. Aunque el sureste asiático ni por asomo tiene los niveles de infección de África, los habitantes de la región presentan carencias de micronutrientes porque sus dietas son muy básicas y eso impide que sus organismos asimilen ciertos nutrientes. A diferencia de las vitaminas hidrosolubles como el complejo B y la familia de vitaminas C, la vitamina A se absorbe en presencia de grasa; y en países con dietas ricas en arroz, el enriquecimiento de condimentos como salsa de soya o pescado debe tomar en consideración esa falta de grasa. Por fortuna, dice Mejía, “casi siempre hay un mínimo de grasa en las nueces o algunas frutas, lo cual contribuye a la absorción intestinal de vitamina A. Es verdad que la absorción no será óptima, pero sí mejor que nada”.
También existe el problema de la estabilidad. Los programas de enriquecimiento son exitosos cuando utilizan los alimentos existentes sin modificar cualidades como sabor, olor, textura y color, a fin de que las personas no deban realizar adaptaciones mentales para integrar alimentos nuevos y extraños en sus dietas. Si todo resulta como se espera, nada debe cambiar para el consumidor. La misión de Cowie para yodar la sal estadounidense habría fracasado si su plan hubiese requerido modificarla en un polvo azul amargo o convertirla en una roca calcárea rosada. La gran ventaja de la fortificación es que resulta extensiva y automática: las personas que comen sal, comen sal; fortificar algo complejo, como mostaza o chocolate, da demasiados argumentos a los detractores.
Por último, hay que considerar el costo, que entorpece muchas soluciones perfectas para problemas globales, incluido el remedio de los micronutrientes. Para averiguar cómo puede llevarse un micronutriente a una población hace falta mucho trabajo de campo, recoger y analizar datos, y muchas horas-persona, todo lo cual consume millones de dólares y montón de tiempo que pocos países pueden costear. Por fortuna, dice Hurrell, la industria de la fortificación acaba de recibir impulso de donadores como la Fundación Bill & Melinda Gates, la Agencia para Desarrollo Internacional de Estados Unidos, organizaciones no gubernamentales, instituciones académicas y compañías del sector privado.
Si la financiación puede mantener el ritmo de los adelantos en las ciencias de los alimentos y la implementación, Mejía cree que muchos países podrán implementar nuevos programas en unos pocos años: antes que termine esta década, India tendrá polvo de curry enriquecido y habrá salsas fortificadas para Filipinas y Vietnam. Comparado con otros programas globales de salud pública, que a menudo se proyectan varios decenios en el futuro, la fortificación o enriquecimiento tiene un poder singular: el de ayudar a miles de millones de individuos a ser más saludables en la misma generación donde la esperanza surgió por primera vez.
“Si podemos hacer eso”, dice Mejía, “habremos ganado”.