Si se trata de brutalidad policiaca sutilmente calibrada, nadie supera a la policía antimotines moscovita. Justo antes de la víspera de Año Nuevo, miles de manifestantes que marchaban en protesta por el encarcelamiento de un prominente activista de oposición confluyeron en la plaza Manezh, donde la policía paramilitar estaba lista y aguardando. 200 “agitadores” fueron aislados de la multitud y arrestados inmediatamente por oficiales que llevaban fotografías obtenidas de Facebook y manifestaciones anteriores.
Cuando el veterano activista anticorrupción, Alexei Navalny salió del metro para encabezar la manifestación, una cuadrilla de agentes se abrió paso rápidamente entre la multitud para detenerlo y en escasos 14 segundos, el hombre quedó rodeado por una falange de músculos y plástico rígido, y fue arrastrado hasta una camioneta policial. Dos horas después, la muchedumbre fue ahuyentada de la plaza por embestidas policiacas y el intenso frío.
Desde la perspectiva táctica, pareciera que el Kremlin controla las calles de Moscú, pero estratégicamente, la historia es otra. La caída del petróleo y las sanciones internacionales han envenenado la economía rusa hasta la raíz ocasionando que, en los últimos seis meses, el rublo se haya desplomado 45 por ciento frente al dólar. La inflación es ya de dos dígitos, las tasas de interés en rublos son de 17 por ciento y la economía sufrirá una fuerte contracción este año. El aura de invencibilidad de Putin comienza a disiparse. “Estamos perdiendo la imagen de Putin como una especie de mago que controla todo: Crimea, los tigres siberianos, el rublo”, escribió en diciembre el tabloide Moskovsky Komsomolets, casi incondicional partidario del Kremlin. “Algo intangible ha cambiado”.
Es evidente que se avecinan más protestas y agitación, y la respuesta de los ex KGB que dirigen el Kremlin es previsible: acosar a los líderes de oposición y amenazarlos con cárcel. Y sin embargo, el caso Navalny es una peculiar combinación de sed de venganza e indecisión. En diciembre, tras un juicio en que fue hallado culpable de defraudar a la compañía de cosméticos francesa, Yves Rocher –y pese a que la empresa testificó que no había pruebas de malversación alguna- Navalny recibió una sentencia suspendida mientras que su hermano, Oleg, fue condenado a tres años y medio en prisión.
“Es un fallo asqueroso”, espetó Navalny a la corte. “Mi hermano se ha convertido en su rehén”. Navalny permanece bajo arresto domiciliario (está confinado a su casa debido a que, el año pasado, fue condenado por otra dudosa acusación de fraude), pero en vez de silenciarlo, el Kremlin solo ha conseguido enfurecer a Navalny e instigarlo a un mayor activismo.
“El gobierno se muestra débil y dividido”, apunta Mark Galeotti, profesor de la Universidad de Nueva York. “Nadie que simpatice con la causa de Navalny dará crédito alguno a la ‘misericordia’ del Kremlin en ese cuestionable juicio y sentencia. Por otro lado, nadie que considere a Navalny un ladrón o hipócrita que merece mano dura estará satisfecho con la sentencia suspendida. De modo que el Kremlin queda mal en ambas circunstancias, ya que a nadie complace.”
Otro proceso criminal iniciado en diciembre contra un grupo de prominentes intelectuales moscovitas –todos simpatizantes de la oposición- pone de manifiesto una combinación muy similar de represión e indecisión. La curadora Alexandrina Markvo ha sido acusada de malversar dinero del Estado destinado a un festival literario de Moscú y el temido Comité Investigador hizo comparecer a cuatro importantes autores rusos para que declararan como testigos y posibles sospechosos. Cuando se anunció el procedimiento, comentaristas de los medios sociales rusos lo compararon con el caso Shakhty de 1934, el primer juicio público de Stalin, el cual marcó la tónica para una década de represión.
“Es el clásico intento de las autoridades para sembrar temor. Lo que dicen es: ‘No solo no los escuchamos, sino que apretamos las tuercas de la represión’”, acusa Konstantin Yankauskas, miembro de la Duma de la Ciudad de Moscú.
Boris Akunin, autor de exitosas novelas de misterio en el mercado internacional y cuyo nombre figura en la acusación, dijo: “Considero que, desde hace mucho, el Comité Investigador se convirtió en una organización criminal dedicada a inventar casos criminales bajo pedido… Estoy seguro de que, un día, en una Rusia nueva y democrática, los miembros de esa agrupación criminal organizada enfrentarán la verdadera justicia”.
Abundan las teorías de conspiración sobre el caso, incluida la acusación lanzada por varios medios favorables al Kremlin de que Markvo desfalcó el dinero del Estado para financiar a la oposición a través de su novio Vladimir Ashurkov, exbanquero que actúa como director ejecutivo de la campaña anticorrupción de Navalny. No obstante, tan pronto como la investigación se extinguió, ninguno de los testigos estrella fue interrogado. Markvo, quien niega todo delito, está radicada en Londres.
La metedura de pata del Kremlin en su manejo de la oposición “refleja la perenne incertidumbre del gobierno en cuanto lo que debe hacer con Navalny”, apunta Galeotti. El resultado es “un compromiso inadecuadoe incoherente entre los diferentes frentes o escuelas de pensamiento, un reflejo de su división y falta de confianza”.
Con todo, lo que resulta evidente es que el Kremlin está decidido que no se repita lo ocurrido el año pasado en la Plaza Maidan de Kiev, cuando varios cientos de miles de manifestantes ocuparon el centro de la capital y forzaron al presidente Viktor Yanukovich a huir a Rusia con un convoy de valores, dejando atrás una colección de suntuosas villas y una profusión de acusaciones de corrupción.
“La peor pesadilla de Putin es el destino de [el asesinado líder libio Muamar] Gadafi y Yanukovich”, asegura Stanislav Belkovsky, analista político que solía trabajar para el Kremlin. Este año, los temas persistentes en la cobertura televisiva rusa sobre el tema de Ucrania han sido el de los fascistas que, respaldados por Estados Unidos, dieron un golpe de Estado en Kiev, así como el temor de que Occidente decida hacer lo mismo en Rusia. En numerosas ocasiones, los medios han acusado a Navalny de ser un agente de la CIA, asegurando que fue reclutado y entrenado durante un internado en la Universidad de Yale. Y ese mensaje –que los opositores son secuaces de Occidente- resuena entre muchos rusos. Entre los manifestantes decembrinos de la plaza Manezh –llamada “Euro-Manezh” por los organizadores, como provocativo eco de la kievita “Euro-Maidan”- había varios grupos pequeños que llevaban pancartas que proclamaban “¡No a Maidan!”.
Navalny ha descrito la revolución de Kiev como un “levantamiento popular contra el mismo tipo de emperador-ladrón” que hoy gobierna Rusia. Maidan, dice, es “una amenaza, un desafío y un ejemplo horrible” para los actuales ocupantes del Kremlin.
El problema para Navalny y quienes aspiran a organizar una Maidan rusa es que muchos que rechazan a Putin temen que una revolución pueda dar el poder a alguien mucho peor. El pueblo llano es en extremo reaccionario. A principios de enero, un programa con llamadas del público en el Canal Uno –controlado por el Estado- pidió al teleauditorio que participara sus deseos para el nuevo año y reveló que 5.9 por ciento de los participantes quería que terminaran las sanciones de Occidente, mientras que 7.6 deseaba la estabilidad del rublo, 26 por ciento quería el fin de la guerra en el oriente de Ucrania y 60.5 dijo que deseaba “el regreso de la Unión Soviética”.
En el invierno 2011-12, protestas masivas contra un tercer periodo presidencial de Putin llevaron a 100 000 personas a las calles de Moscú. En esos días, Navalny fue determinante para construir una alianza no solo de liberales pro-occidentales, sino de rusos nacionalistas y antiguos comunistas. Sin embargo, hoy sería difícil repetir esas protestas masivas pues, si bien es cierto que el rublo está cayendo y que se acumulan las penurias económicas, los rusos temen las imprevisibles consecuencias de una revolución.
“Ha muerto la coalición que impulsó las protestas de 2011”, afirma Anton Krasovsky, quien dirigiera la campaña presidencial del oligarca Mikhail Prokhorov en 2012 (en las encuestas, el multimillonario recibió menos de 8 por ciento de los votos; Putin obtuvo 64 por ciento). “Ya no existe la política pública. Navalny y la oposición liberal son marginales, irrelevantes. El pueblo no volverá a seguirlos.”
Y no obstante, la baza de Navalny sigue siendo lo único que unifica todos los estratos de la sociedad rusa: la ira ante la corrupción desmedida de la abotagada burocracia. Durante casi una década, el activista ha documentado, con ayuda de crowdsourcing (colaboración abierta) e infiltrados en los negocios del Estado, infinidad de casos de robo y malversación que ascienden a cientos de miles de millones de dólares.
Esa información ha sido un arma poderosa para socavar la legitimidad del gobierno de Putin. Los casos de corrupción han cobrado varias víctimas de alto nivel, la más reciente es Mikhail Lesin, exministro de prensa de Putin, quien fue objeto de una investigación del Departamento de Justicia estadounidense cuando se divulgó que había adquirido 28 millones de dólares en bienes raíces de lujo en California. “Saludos a M. Y. Lesin, patriota de los bienes raíces de California”, se mofó Navalny en su blog, después de que Lesin entregara su renuncia, en diciembre.
A la larga, Navalny podría resultar más peligroso para la legitimidad de Putin detrás de una laptop que a la cabeza de una muchedumbre pues, como señala Belkovsky, sus revelaciones sobre funcionarios corruptos “servirán de munición en las próximas guerras entre clanes”, cuando las facciones del Kremlin deban pelear por las migajas de la hogaza económica.
Lo que nadie duda es que, durante el nuevo año, Putin tendrá que luchar por su vida política. Millones de rusos se verán empobrecidos por la crisis económica y grandes sectores de la elite nacional llegarán a la conclusión de que el mandatario es pernicioso para el país. Sin duda, Putin tratará de reinventarse como un pragmático liberal y quizás recontrate algunos tecnócratas populares, como el exministro de finanzas Alexei Kudrin; pero lo más probable es que siga empeorando la represión.
Un importante comodín es Mikhail Khodorkovksy, exoligarca radicado en Suiza, liberado en 2013 luego de 10 años de encarcelamiento. En un poderoso mensaje de Año Nuevo por YouTube, juró precipitar un cambio de régimen en Rusia “mediante elecciones o como haga falta” y ha empezado a enviar dinero a la oposición del país.
En todo caso, Putin y su sistema de compadrazgo capitalista enfrentan un reto existencial. De él depende decidir si el final de su larga y afortunada carrera será relativamente indoloro –como la silenciosa retirada del líder soviético Nikita Khrushchev, en un golpe palaciego- o más violento, caótico y sangriento como el de Yanukovich.