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Tsunami: la ola que no desaparece de la memoria

Newsweek en Español / Redacción by Newsweek en Español / Redacción
22 diciembre, 2014
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Son las 8:00 de la mañana en Patong, una de las playas más populares de Phuket, Tailandia, y la zona turística vive ya el ajetreo de los visitantes que llegan y salen en grandes grupos de la paradisiaca isla que, año con año, recibe a miles de turistas de todo el mundo atraídos por las espectaculares bellezas naturales de la zona.

Es el 26 de diciembre de 2004 y ya Norma Dewald hace fila en la recepción de su hotel para depositar su tarjeta de débito antes de salir al mar en compañía de su familia. El plan es visitar la isla Phi Phi, la misma donde Leonardo Di Caprio protagonizó el filme La playa, sitio que se ha convertido en un imán para los turistas.

Norma hace fila para llegar al mostrador, pues delante de ella desembarcó un nutrido grupo de alemanes que solicita su registro en el pintoresco hotel de madera. La esperanza de que la fila avance rápido se desvanece y Norma, apremiada por tener que abordar una camioneta que la lleve a la marina, desiste de su empeño. En su bolsa, que guarda pañales, biberones y demás aditamentos necesarios para una mamá de gemelas de un año de edad, queda recluida la tarjeta. Hay que partir.

Norma y su esposo Brian —ella mexicana, él estadounidense— ponen buena cara pese a una serie de contratiempos menores en su viaje. El primero fue que debieron hospedarse en el hotel de la playa Patong debido a un error de la agencia donde compraron su viaje. La idea original era pasar varios días en Phi Phi, pero el destino les reservó un lugar en la isla principal de la zona, Phuket.

Junto con Norma, Brian y las bebés, viajan los papás de ella: Norma y Carlos, vecinos de la ciudad de México, quienes primero visitaron a la pareja en China, donde los jóvenes eran profesores de inglés en una escuela de provincia, y luego los acompañaron a su viaje por Tailandia.

El otro contratiempo tenía que ver con la actividad de ese 26 de diciembre. Era domingo y la agenda familiar contemplaba que Brian saliera a bucear con un grupo, mientras que Norma, sus papás y las niñas se quedaran a disfrutar de la playa. Pero el sábado por la noche los Dewald descubrieron que los promotores sobrevendieron lugares para la salida a bucear, y no había lugar para el profesor estadounidense. Reclamos de por medio, Norma y Brian acordaron invertir el orden programado de sus vacaciones: el domingo irían a la isla Phi Phi (algo que planeaban hacer el lunes) y Brian iría a bucear al día siguiente.

Por eso estaban despiertos y juntos la mañana del 26 de diciembre de 2004. Una desavenencia había ocurrido poco antes entre Norma y su madre. Norma insistía en hacer juntos el viaje a Phi Phi, mientras que la mamá proponía que la pareja fuera sola mientras los abuelos cuidaban a las bebés en la playa. “Mi mamá estaba muy enojada porque decía que yo era una mujer muy irresponsable, subiendo a una lancha a dos niñas que acababan de cumplir un año”, recuerda Norma 10 años después.

Una noche antes, mientras Brian llamaba a sus padres por teléfono, Norma escribió un correo electrónico detallando a sus amigos y familiares su visita a Tailandia. “En el correo hablaba de todos los lugares que luego salieron en CNN” tras ocurrir el tsunami.

La marina desde la cual la familia Dewald navegó rumbo a Phi Phi es grande, pues de ella salen constantemente botes llenos de turistas. “Cuando ya nos íbamos a ir”, recuerda Norma, “mi mamá salió del baño diciendo que se había mareado. Yo, sin saber que ya había comenzado el temblor (que originó el tsunami), le dije que no iba a dejar que me manipulara. Que ella iba a subir a la lancha, y las niñas también. Mi mamá se subió enojada y emprendimos camino”.

Cruzar de Phuket a Phi Phi toma cerca de una hora. En la lancha, dirigida por un tailandés moreno, con apariencia de unos 40 años, partió la familia junto con turistas europeos, estadounidenses y canadienses. El bote era sencillo, “como de pesca grande”, rememora Brian. Los asientos estaban colocados alrededor y una especie de barandal a las orillas permitía a los pasajeros sujetarse.

Antes de desembarcar en la isla para pasar un día completo en ella, el lanchero bordeó la costa a fin de que los turistas tomaran fotos. Luego preguntó si alguien quería practicar snorkel en las aguas cristalinas, sugerencia que fue aceptada por muchos, entre ellos Norma y Brian.

“Les dimos las bebés a nuestros papás y nos estábamos poniendo el equipo, cuando el lanchero aceleró. Nosotros perdimos el equilibrio y caímos sobre el piso”, explica Norma. “Me levanté a reclamarle al lanchero, pero él volteó y me dijo: ‘En mis 12 años de trabajo, no sé que sea, pero jamás he visto algo así’. Y señaló hacia atrás de él, hacia el mar. A lo lejos se podía ver una pared muy alta, alargada, pero redondeada de arriba. Sin rompimiento. Se veía gris. Venía hacia nosotros”. Era la ola del tsunami.

El lanchero reaccionó rápido. Enfiló el bote hacia una serie de enormes rocas cercanas a donde ellos se encontraban. No fue el único en actuar así. Al menos una docena de botes con turistas, y un velero con una pareja, buscaron el mismo refugio.

Norma explica: “Nos metió escondiditos. Las piedras hacían como una cuevita. Eran muy altas. Allí nos estacionó. La lancha se movía mucho con las olas. Llegó un momento en que veías el mar de lado. En cualquier momento te podías caer”. El lanchero, continúa Norma, “nos explicó todo perfecto en inglés. Era muy amable. Nos salvó la vida”.

El vaivén de la lancha causado por el tsunami era muy pronunciado. Uno de los pasajeros comenzó a sentirse mal. “A un señor parecía que le quería dar un infarto”, recuerda Norma. “El lanchero trató muy bien a todos. Trató de tranquilizar a todos. Estuvo muy alerta. Nunca nos alarmó, nunca nos asustó, pero tampoco minimizó la gravedad” del asunto.

“Yo sentí que en cualquier momento se volteaba la lancha e iba a tener que tomar una decisión respecto a mis hijas. Para mí, como tenían un año recién cumplido, si me ponía nerviosa se los iba a transmitir. Y sentía que lo último que necesitaban todos los que estaban ahí, y nosotros, era a dos bebés llorando.

“Estaba muy tensa la situación. Nadie decía nada, pero todos teníamos miedo. Había mucho estrés. Y después este señor se empezó a sentir mal. Como que le iba a dar un ataque al corazón.

“El lanchero recibió una llamada desde la marina y le dijeron que había habido un maremoto. Y nos lo informó. Yo me volteé y le dije: ‘Perdona mi ignorancia, pero si estamos en un maremoto, ¿qué nos puede pasar? Me dijo que no me iba a mentir. Que él no sabía porque nunca había estado en una situación así.”

Pasado el trance de la primera ola, las aguas parecieron tranquilizarse. Todas las lanchas se enfilaron hacia Phi Phi, donde el panorama era desolador. “Todo lo que habíamos visto, y a lo que habíamos tomado fotos, estaba deshecho. Había pedazos en el mar…”, explica Norma.

“Fuimos los únicos a quienes el lanchero no acercó a la orilla (de Phi Phi). Todos los demás bajaron a sus pasajeros y los lancheros se pelaron. El nuestro no. Muchos nos enojamos y preguntamos por qué no nos bajaba, sobre todo porque estaba este señor sintiéndose muy mal. Y el lanchero dijo que él tenía la intuición de que estábamos más a salvo en el mar que en tierra.

“Muchos le discutieron. Yo misma le cuestioné. Otros se enojaron porque no bajaba al señor que se sentía mal. Pero el ‘se sentó en su burro’, y ni siquiera se acercó (a la playa), me imagino que para que nadie saltara.

“Comenzamos a sentir el mar agitado otra vez, y se pudo ver la ola de regreso… Y los que se habían salvado la primera vez, la segunda ya no.”

Norma y Brian recuerdan con precisión lo que ocurrió después. “Con esa segunda ola ya todos teníamos nuestros salvavidas. El lanchero otra vez nos escondió entre las mismas rocas. Pero ya no había ninguna otra lancha.

“Estuvimos otro rato. Ya habíamos visto el calibre del tsunami. Mi papá había dicho que tal vez se había exagerado, pero el lanchero recibió otra llamada de que en Patong todo se había perdido. Y mi papá decía que exageraban. Pero ya cuando vimos la isla de Phi Phi con nuestros propios ojos, es cuando ya te entra más miedo. Porque entonces ves de lo que es capaz de hacer un maremoto”.

Norma, en silencio, estuvo “repitiendo decretos. Estuve repitiendo muchísimo: solo el bien es real… Solo cosas buenas y positivas están conmigo y mi familia… Ahora estamos a salvo… Todos estamos bien…”

Los decretos se sucedían uno tras otro. “Todo el mundo se calló, y estaba un silencio completo, porque fue cuando comenzó el oleaje; es cuando ya vimos de lo que se trataba.

“Yo había exigido (antes del paseo) que mis hijas tuvieran unos salvavidas. Y me juraron y perjuraron que iban a tener de su talla. Y a la hora que nos los dieron no tenían de su talla. Me habían mentido. Entonces mis hijas nadaban en los salvavidas. Me aterroricé cuando vi que mis hijas se podían salir; yo no podía soltar a mis hijas en el mar. Se iban a salir del salvavidas. No había poder humano que las mantuviera en el salvavidas.

“Brian tenía una hija, yo tenía otra, y ahí sí me puse a repetir puro decreto.

“Cuando se tranquilizaron un poco las aguas, nos regresaron a la marina. Allí fue el shock porque prendieron la televisión”, dice Norma, y pudieron ver los primeros indicios de la magnitud del desastre.

El lanchero, el hombre al que Norma y Brian agradecen por haberles salvado la vida a sus pasajeros, se retiró de la marina en cuanto todos los turistas desembarcaron. No supieron nunca su nombre. No pudieron nunca darle las gracias en persona.

Brian recuerda que cuando llegaron a la marina tuvieron que permanecer en ella casi cuatro horas, pues el chofer que los había llevado les pedía esperar a que bajara el nivel de las aguas antes de emprender el regreso a Patong.

No había en el lugar más turistas que los de la lancha en que viajaba la familia de Norma y Brian.

“No se pueden mover porque no hay a dónde ir”, explicaban los tailandeses a Brian y al resto de los turistas. “Cuando baje el nivel del agua”, insistían los locales, “los regresamos a sus hoteles”.

En el tiempo en que estuvieron esperando en la marina alguien les consiguió arroz y agua. Era lo único disponible para comer, aunque pocos se animaron a hacerlo. Pasaron las horas viendo en la televisión la información del desastre a través de la señal de CNN.

Norma señala que “de repente escuchamos (tronar) unos cohetes que encendieron. Y todo el mundo brincó del miedo, porque fue un ruido que no esperábamos. Brian y yo nos paramos y fuimos con las niñas en brazos a reclamar. Les dije que qué poca consideración tenían para todos nosotros, que estábamos muy asustados, con mucho miedo, y que a quién se le ocurría ponerse a prender cohetes.

“Nunca nos imaginamos que Brian y yo íbamos a terminar llorando. Nos dijeron que uno de los señores que estaba subiendo a una lancha llegaba diario desde Phi Phi a trabajar a la marina, y que su esposa y sus hijos, como siempre, se habían quedado en la isla. Que en Tailandia tienen la costumbre de que cuando le quieren desear buena suerte a alguien, prenden cohetes. Y que habían prendido los cohetes para desearle a este señor buena suerte y que encontrara a su familia, porque no las había podido localizar en todo el día. Y que lo más seguro es que hubieran fallecido, pero que su religión les enseñaba a tener fe.

“Imagínate que te digan eso cuando estás sano, y cada uno con su hija. Ahí sí las lágrimas se nos salieron. Dijimos: prendan todos los cohetes que quieran, y les deseamos suerte”.

Después de las 7:00 p. m., tras esperar horas frente al televisor de la marina, el chofer de la camioneta decidió emprender el camino de regreso a Patong.

Fue un viaje relativamente largo, de casi dos horas, y no porque la distancia fuera grande, sino porque durante el trayecto estaba lleno de obstáculos. “Uno tras otro automóviles varados a un costado del camino”, detalla Brian. “Allí fue cuando comenzamos a ver destrozos a lo largo del camino, todo el tiempo hasta la playa. Coches volteados, tiendas desechas, cristales…”.

Había mucha gente “confundida, caminando, y muchas personas pasando en motos”, explica el profesor. “Otros como distantes, o alarmados y muy acelerados”.

“Nos tardamos entre una y dos horas en bajar”, complementa Norma. “Y después una hora en llevar a los pasajeros de la lancha a sus hoteles, que ya no estaban.”

Al final tocó turno para la familia de Norma y Brian. “Nos dijeron, antes de bajarnos, que no había manera de acercarnos a nuestro hotel porque era la zona más destrozada; que nos olvidáramos de nuestro hotel. Y tal cual: estaba completamente deshecho”, dice Norma.

Que el hotel se hubiera perdido significaba que la familia de Brian y Norma no tenían consigo más que lo que llevaban puesto. Ella un traje de baño completo, shorts y una toalla. Brian, traje de baño y playera, y las niñas un trajecito de playa. La mamá de Norma llevaba un vestido, y su padre shorts y una camiseta. Todos calzaban sandalias. Adiós ropa, dinero, pasaportes, artículos personales.

Norma detalla: “No nos podíamos acercar a la zona del hotel. Todo se había caído. Había cristales, alambres, postes. La gente caminaba por las calles”.

Fue cuando la familia decidió buscar un lugar donde hospedarse. “Ya comenzaba a oscurecer”, explica la profesora. “Imagina caminar con sandalias en medio de todo, muertes, gente, mucha muerte alrededor. Estamos caminando desesperados por buscar un lugar dónde quedarnos, y a alguien se le ocurre gritar: ¡Ola! ¡Que venía otra ola!”

Norma y Brian coinciden en señalar que de inmediato hubo una estampida humana. “Mi mamá cargaba a una de mis hijas, y yo cargaba a la otra. Y Brian y mi papá iban delante de nosotros, como haciendo camino. Entonces la gente comenzó a correr hacia nosotros y a empujarnos porque estaban asustados. Pensé: ya nos salvamos, y aquí vamos a quedar. Porque mi mamá tenía dificultades para caminar, y yo con sandalias en una estampida entre cuerpos, cristales. La verdad, dije: ‘Aquí ya quedamos’.

La familia logró salir sin daños de esa marea humana. “Después nos enteramos”, relata Norma, “que no venía una ola. Que los policías habían gritado eso porque la gente se estaba metiendo a las tiendas a sacar el dinero y mercancía”.

Después de mucho caminar por Patong la familia encontró un sitio en pie para alojarse. “Un hotel de mala muerte”, recuerda Norma. “Un hotelucho donde afuera era un bar lleno de puro escandinavo y alemán poniéndose una jarra (borrachera) impresionante”.

“Llegamos, pedimos un cuarto y nos dijeron que no había. Pero yo creo que se apiadaron de nosotros. Nos dieron la bodega de las toallas. Nos abrieron dos catres: uno para mis papás, y otro para los cuatro restantes.

“No teníamos dinero. Mi papá fue quien habló con los encargados. Les dijimos que les íbamos a conseguir dinero. Yo tenía mi tarjeta de débito, pero sin dinero”.

Mientras Brian y su suegro acordaban con los encargados del hotel, Norma descubrió una computadora en la estancia, con servicio de internet. “Me senté a escribir un correo, y mi papá me regañó. Me decía que cómo era posible que en una catástrofe de esa magnitud yo solo pudiera pensar en mandar correos. ‘No entiendes la seriedad de esto’, me decía.

“Y yo le dije: ‘Papá. A Carlos, mi hermano, le mandé un correo anoche, así como a todas nuestras amistades y a la familia de Brian. Y todos los sitios que reporta CNN yo los mencioné en el correo. Entiéndeme que a Carlos le tengo que avisar. Y a la familia de Brian’. Y entonces no le hice caso y me puse a escribir el correo. Al lado había unos cerillos del hotel, así que escribí el nombre, la dirección y el teléfono. Y lo mandé. Me levanto, voy a donde estaban registrándose, se va la luz y no vuelve a haber conexión de internet.

“De todo lo que me regañaron mis papás, después me dieron las gracias. Mi mamá me dice que gracias, porque por primera vez puede decir ‘qué bueno que no le hiciste caso a tu mamá, porque si no, no estaríamos aquí para contarlo’.

“Y gracias a mi correo, mi cuñada, que estaba viendo las noticias y revisando el internet, leyó mi mensaje y le habló a mi hermano para avisarle que estábamos bien.”

Durante los siguientes tres días la familia de Norma y Brian estuvo alojada en el cuarto de toallas del hotel. Tres días en que las toallas del hotel fueron los pañales de las niñas. Tres días en traje de baño y sandalias. Tres días sin comer y bebiendo solo agua embotellada.

“Había un olor terrible”, describe Norma. “Cuerpos descompuestos. Un olor impresionante.

“No recuerdo haber comido nada en tres días. A mis hijas les dábamos el dedo (para que lo chuparan). Solo había agua embotellada. Y no había dinero.”

En Patong no hubo presencia de rescatistas. O al menos Norma y Brian no recuerdan haber visto alguno. Ni soldados. Había policías, pero en las playas porque entraban cuerpos flotando y ellos eran los responsables de recogerlos, dicen. Brian señala que junto con su suegro fueron a una oficina pública a redactar un acta para dar cuenta del lugar y la situación en la que se encontraban. Afuera del lugar, comenta, había un camión con cuerpos apilados.

Al tercer día las autoridades tailandesas enviaron un avión comercial para los sobrevivientes. Allí los extranjeros recibieron por primera vez una muda de ropa: shorts y camisetas con logotipos de la Cruz Roja.

El ambiente en el aeropuerto de Phuket era de funeral. Lo mismo ocurrió en el avión. Norma dice que no puede borrar de su mente la imagen de una familia alemana que abordó el avión junto a ellos. Era un hombre con su hijo e hija, quienes mostraban señales de cortes y golpes por todo el cuerpo. Cuando los llamaron para subir al aparato la niña comenzó a llorar desconsoladamente. Regresaban sin la madre, perdida durante el tsunami.

La experiencia de subir al avión y volar de regreso a Bangkok, la capital de Tailandia, fue muy diferente para los esposos. Brian asegura que se sintió aliviado, libre de mucha presión. Norma sentía lo contrario: “Hasta que llegamos a Bangkok me sentí a salvo. Me pasé todo el vuelo decretando. Al momento de despegar muchos comenzaron a llorar por el desprendimiento de la persona que se quedaba atrás. Había mucha tristeza en el vuelo. Y había tanta negatividad en el vuelo, tanta tristeza, que no me sentía segura.”

Llegar al aeropuerto de Bangkok fue una sensación extraña. Mucho movimiento, pero mucho silencio. Nada de prensa o familiares de los sobrevivientes. Había, dice Brian, muchos policías y hombres con uniforme.

Quienes desembarcaban del avión encontraban una serie de mostradores correspondientes a diferentes países. Una bandera y el nombre del país en cada uno eran la señal para los pasajeros. Reportarse en uno de esos puestos servía para ser trasladados a la embajada correspondiente.

“Nos vimos muy malinchistas”, reconoce Norma. “Había dos puestos. Uno de Estados Unidos, y el de México. Y del puesto al que decidías ir aceptabas su ayuda. Entonces nos preguntamos: ¿vamos al de Estados Unidos o al de México? Y decidimos, tristemente, que en el de Estados Unidos teníamos más posibilidades de que nos ayudaran.

“Fuimos, nos ayudaron, nos llevaron a la embajada (de Estados Unidos), todo perfecto. Nos dieron ropa de la Cruz Roja, nos pasaron a las oficinas, nos hicieron llenar formas para los pasaportes de mis hijas y de Brian. Nos iban a ayudar a los mexicanos por ser yo su esposa y mis papás los suegros. Estábamos supercontentos.

Sin embargo, en la embajada estadounidense “nos daban un préstamo, nos daban dinero para ir a comprar ropa y un boleto de regreso, pero teníamos que firmar un documento aceptando el préstamo, y nos daban un número de estado de cuenta para depositar cuando llegáramos a China.

“Brian y yo nos enojamos mucho. Brian ya iba a firmar cuando le dije: ‘No. Hay que darles una oportunidad. Si nos van a cobrar lo mismo (en la embajada de México) vamos viendo para decidir. Nunca me imaginé recibir lo que nos dieron”.

De la embajada de Estados Unidos la familia Dewald se trasladó a la legación mexicana. “Allí nos recibió el cónsul”, explica Norma. “Superamigable, la superbienvenida. Sentimos que les daba felicidad vernos y saber que estábamos bien”.

Con quien la familia Dewald trató fue con Juan Jesús Rolón Lerma, jefe de la Sección Consular de la Embajada de México en Bangkok.

La profesora recuerda: “Nos sentó el cónsul y nos dijo: ‘Les voy a dar 500 dólares a cada uno, a Brian también por ser tu esposo, para que vayan a comprar ropa, carriolas, lo que necesiten. Les vamos a hacer la reservación en un hotel. Y los van a llevar al centro comercial para que hagan sus compras. Y les vamos a restituir sus pasaportes, les vamos a dar sus boletos a cada uno para México.”

Norma explicó que ellos vivían en China. “Y nos dijeron: ‘No se preocupen, les damos boletos a China’. Y como mis papás tenían sus maletas en China, nos dijeron: ‘No se preocupen, les damos (a ellos) boletos a China y boletos para México’.”

¡Guau! Es la expresión que suelta Norma cuando narra la atención recibida por el cónsul y los miembros de la embajada. Y añade: “Nos dieron para comidas y cenas, porque los vuelos a China estaban llenos y no encontraban boletos. Nos pagaron todos los días en Bangkok. De hecho, nos consiguieron un chofer para que nos llevara a turistear.

“Nos dijeron que un chofer nos iba a recoger en el hotel y nos iba a llevar a sacar pasaportes. Nos contrataron a un chofer para hacer todos los trámites, compras, embajada, todo.

“Al final mi papá dijo, por la experiencia de la embajada de Estados Unidos: ‘Ok. Me puede dar (el número de) una cuenta. Llegando a México les deposito. ¿Cuánto es?’.

“Ahí fue cuando el cónsul y el embajador nos dijeron: ‘No. No es nada’.

“¿Cómo que no es nada?

“Para eso pagan impuestos”, fue la respuesta del cónsul. “Esta es una catástrofe natural, y ustedes están cubiertos. No tienen que pagar nada.”

“Estábamos boquiabiertos”, recuerda Norma. “Yo, más orgullosa de México que nada. Después de todas las críticas a México, ahora sí puedo decir algo bueno”.

Los siguientes días la familia Dewald los pasó en Bangkok, a la espera de que los diplomáticos mexicanos les consiguieran un vuelo de regreso a China.

Instalados en su hotel, los adultos de la familia seguían en choque. La fiesta de Año Nuevo la pasaron en su habitación. Norma recuerda que “al principio no queríamos salir. No quisimos bajar a cenar (en Año Nuevo) porque nos sentíamos culpables. Era una sensación de ‘queremos celebrar porque estamos vivos, pero cómo es posible que estemos celebrando después de que hubo tantas muertes’. Terminamos yendo a un súper, compramos comida, nos hicimos unos sándwiches y comimos en el cuarto todos juntos. Hasta que dijimos: ‘¿Saben qué? Nos tenemos que despabilar’”.

En el intento de rehacer una vida normal la familia paseó un par de días por la capital tailandesa acompañados por el chofer que les facilitó la embajada.

Cuando llegó el momento de partir, el cónsul mexicano en China, Javier Góngora, se hizo presente en Tailandia para acompañarlos de regreso a casa.

Seis meses después del tsunami, Norma, Brian y sus hijas regresaron a Tailandia. Lo hicieron pensando en superar la experiencia vivida. Fueron más de 20 días los que pasaron en el lugar buscando descansar y, al mismo tiempo, dejar atrás lo vivido. Más de 20 días en que, pese a estar en la playa, no tocaron el mar ni un solo instante.

Tocar el océano de nuevo le tomó a Norma casi 10 años. Lo hizo en Puerto Vallarta, México, hace apenas unos meses en un viaje familiar. Norma, Brian y sus hijas se mudaron de China a México y luego a Texas, en Estados Unidos. Brian es profesor de historia en una primaria, y Norma ha tomado un descanso en su actividad profesional mientras terminan de instalarse en la Unión Americana.

En Puerto Vallarta Norma decidió aventurarse a caminar hacia las aguas del océano, pero solo pudo meter los pies al mar. No más. Aún no es hora de superar ese miedo.

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