A John F. Kennedy le aburrían los derechos civiles. En lo peor de la Guerra Fría, su mayor inquietud –y pasión- era combatir a los rusos. En el verano de 1963, cuando los Viajeros de la Libertad se negaban a ceder frente a las brutales palizas de la Policía de Birmingham, Alabama, el joven presidente se irritó, pues daban a Moscú suficientes elementos de propaganda.
“Es justo lo que necesitan los comunistas para hacer que Estados Unidos luzca mal en todo el mundo”, se quejó, según su biógrafo Richard Reeves. Aquel movimiento resultaba “embarazoso para él” la víspera de su enfrentamiento en Viena con el líder soviético Nikita Kruschev, pues le hacía parecer incapaz de controlar lo que sucedía en su país. De modo que Kennedy fue con su asesor en derechos civiles, Harris Wofford y protestó por la situación de los Viajeros de la Libertad. “¡Hay que detenerlos!”, exigió. “Baja a tus amigos de esos autobuses.” En otra ocasión, cuando las leyes Jim Crow de Maryland impidieron que diplomáticos africanos comieran en establecimientos exclusivos para blancos mientras viajaban en auto de Nueva York a Washington, Kennedy se burló: “Entonces, que vuelen”.
“La raza tenía un efecto devastador para las relaciones exteriores estadounidenses frente a los rusos”, explica Mary Dudziak, becaria de Stanford y autora de Cold War Civil Rights: Race and the Image of American Democracy. Aunque los diplomáticos estadounidenses se esforzaran en efectuar cambios pacíficos y democráticos en el Tercer Mundo (sobre todo en países donde el dictador era aliado de Estados Unidos), “¿cómo pretendían atraer a los pueblos de naciones recién independizadas cuando el mundo veía imágenes de perros atacando a los manifestantes [de Birmingham]?”, cuestiona. “Los problemas raciales de Estados Unidos socavaron nuestra capacidad de criticar” los regímenes amistosos que reprimían a sus minorías.
El presidente Barack Obama enfrenta un desafío parecido con la andanada de malas noticias, fotografías y vídeos de Ferguson (Missouri), Staten Island (Nueva York) y otros puntos del país, agrega Dudziak. A más de 50 años de Birmingham, los problemas raciales de Estados Unidos vuelven a ocupar los titulares desde Londres y Bagdad hasta Pekín y Teherán. Son pregonados a los cuatro vientos en las ondas de radio y televisión árabe; y los medios sociales de Rusia, China y el EI no se cansan de hablar de la “hipocresía” estadounidense.
Si Obama busca cambiar la situación, dice, tendrá que aprender una lección de JFK. “Al desarrollarse la crisis de Birmingham”, explica Dudziak en la edición Foreign Affairs de agosto, “muchos trataron de imitar el ejemplo de… Kennedy. [Pero] como diría después el asesor de derechos civiles, Burke Marshall, los estadounidenses quedaron preguntándose, ‘¿Por qué no hizo algo?’. Después de un tiempo [el presidente] finalmente actuó. Hizo que Marshall fuera a Birmingham para reunirse con líderes del movimiento de derechos civiles, gobierno y empresas locales, y llegaron a un acuerdo para desegregar la ciudad y excarcelar a los manifestantes. Sin embargo, para entonces, Birmingham ya no era un conflicto local, sino una crisis nacional e internacional y como tal, su resolución requería de mucho más”.
Y Kennedy hizo más, después que el gobernador de Alabama, George Wallace, se paró ante “la puerta de la escuela” de la universidad del estado para impedir la inscripción de los afroestadounidenses. Adoptó medidas que, a la larga, serían el suicidio del Partido Demócrata en los estados del sur: federalizó la Guardia Nacional para proteger a los estudiantes negros, redactó una importante acta de derechos civiles y en un prominente discurso en la Universidad estadounidense, declaró que los derechos civiles eran “una cuestión moral… tan antigua como las Escrituras y… tan clara como la Constitución de los Estados Unidos”. Dijo que, “el meollo de este asunto es si estamos dispuestos a tratar a nuestros compatriotas estadounidenses como deseamos ser tratados”.
Pero las declaraciones más agudas de Kennedy fueron concebidas para que la integración fuera un imperativo tanto moral como de política exterior. “Pregonamos la libertad en todo el mundo y lo hacemos sinceramente, y atesoramos la libertad en nuestra patria”, dijo. “Pero, ¿podemos decir al mundo –y aún más importante, a nosotros mismos- que esta es una tierra de libertad, excepto para los negros; que no hay ciudadanos de segunda, excepto los negros; que no tenemos un sistema de clases ni castas, ni guetos ni raza de amos, excepto los negros?”
El discurso electrizó los rincones del mundo dondeEstados Unidos y la URSS competían por los corazones y las mentes de millones que padecían hambre, enfermedad y desesperanza. Según la investigación de Dudziak, el embajador estadounidense en Etiopía (entonces considerada estratégicamente importante) envió un telegrama a Washington informando que “el tono de la prensa mejoró de inmediato. El emperador Haile Selassie consideró ‘magistrales’ esas declaraciones”. Respuestas semejantes se escucharon por doquier, aunque también hubo reservas: “Las acciones dirán más que un ‘torrente de palabras’”, previno la embajada estadounidense de Senegal.
Y lo mismo sucederá hoy. Para “cambiar la narrativa” exterior, Obama debe hacer más que enviar federales a los departamentos de la Policía y las fiscalías para asegurar que obedezcan protocolos en casos raciales, dice Dudziak, quien también es directora del Proyecto sobre Guerra y Seguridad en Leyes, Cultura y Sociedad de la Universidad de Emory. “Obama necesita presentarla [la discriminación racial] como uno de los problemas más graves y urgentes del país.” Y actuar de inmediato buscando la manera de eliminar a malos policías y fiscales endebles de las autoridades locales.
La alternativa, agrega, es ceder ante las fuerzas oscuras que hoy se ciernen sobre Irak, Afganistán y Siria. “A principios de los años sesenta estaba en juego una guerra nuclear. El temor era que Estados Unidos y la Unión Soviética se declararan la guerra e hicieran estallar el planeta”, como casi ocurrió con el asunto de Cuba, en 1962. “Hoy, Estados Unidos ha consolidado su poderío, pero todavía necesita” enviar un poderoso mensaje positivo para competir por las mentes jóvenes y susceptibles a la seducción de los revolucionarios islámicos. “No podemos impulsar una agenda de derechos humanos en el exterior, si antes no los protegemos en nuestro propio territorio”, sentencia.
Y solo Obama tiene la autoridad para liderar ese tema. “A veces, el liderazgo y la inspiración son importantes”, dice Dudziak, evocando la postura de JFK en el racismo. En su opinión, Obama tiene que redescubrir la capacidad retórica y la audacia que demostrara como candidato en 2008, y aplicarlas a la crisis actual.
“Alguna vez tuvo esos dones”, dice. “Ojalá lo escucháramos usar una voz más enérgica en este asunto”.