El muchacho del Kalashnikov no luce
contento.
Ceñudo, nos observa bajo su impermeable
mientras el agua gotea de la punta de su gorra militar.
Levanta mi pasaporte. “Británico”, dice.
“Usted es británico”.
Nos han detenido en un bloqueo rebelde de la
autopista de Donetsk donde, al parecer, no hay supervisión adulta. El flacucho
soldado que tiene mis documentos se encuentra solo bajo la lancinante lluvia de
septiembre y sus aun más jóvenes camaradas se apretujan bajo una lona extendida
sobre un montón de sacos de arena. Parece un campesino de escasos 20 años, con
un rostro inocente que debiera lucir siempre una sonrisa. Mas ahora sus labios
se fruncen en un mohín de amargura.
“Dígale a su Daniel Radcliffe”, gruñe el
rebelde, agachándose al interior del auto con amenazadora deliberación. “Dígale
que antes me gustaba Harry Potter, pero luego leí que era un drogadicto. Dígale
que me decepcionó”.
“Lamento saberlo”, respondo. “Pero creo que
no es verdad”.
El chico lanza un resoplido, ladea la
cabeza, desdeñoso y me devuelve el pasaporte y la identificación de prensa. “Lo
leí”, insiste.
Pienso en todas las respuestas posibles.
“No, de veras. Lo que leyó fue un error. Daniel Radcliffe no es drogadicto”.
El muchacho asiente como si quisiera
creerme, pero sabe que no es así. Da una indicación al chófer y proseguimos a
Donetsk, mientras él regresa a la empapada tienda de camuflaje junto al camino.
Pobre chico. Le gustaba Harry Potter y ahora
que ha crecido, el mundo le ha decepcionado. El año pasado, a estas alturas,
vivía en un país distinto, en una nación llamada Ucrania donde, si no existía
armonía, al menos había paz. Pero en noviembre 21, 2013 un pequeño grupo de
manifestantes se reunió en la plaza kievita de Maidan para protestar porque el
presidente, Viktor Yanukovich, se negaba a firmar el acuerdo de cooperación que
ofrecía la Unión Europea e iniciaron el movimiento Euro-Maidan –llamado así por
la dichosa plaza-, pero nadie les prestó atención.
Seis meses después, Rusia y Ucrania estaban
en guerra; Yanukovich y su amante huían del país y las fuerzas rusas anexaban
Crimea en el primer acto de invasión ocurrido en Europa desde la Segunda Guerra
Mundial. Luego, grandes extensiones de las provincias orientales de Donetsk y
Lugansk se declararon “Repúblicas Populares” independientes de Kiev y Rusia les
brindó apoyo con soldados y misiles tierra-aire. El centro de Kiev se transformó
en una zona de guerra con incesantes enfrentamientos entre cientos de miles de
manifestantes y policías, y los rebeldes derribaron el vuelo MH-17 de Malaysia
Airlines con un misil, cobrando 298 víctimas. Hasta ahora, mas de cuatro mil
personas han perdido la vida en la más reciente guerra civil europea.
Dos cosas importantes han acontecido a
resultas de todo eso. Primero, Ucrania surgió como nación de una manera
significativa. En los últimos 23 años desde su independencia de la Unión
Soviética, no lograba decidir si sería un país de tenderos europeos obedientes
de la ley, como su vecino occidental (y antiguo gobernante) Polonia o si, junto
a Bielorrusia y Kazajstán, ocuparía su puesto en el resucitado imperio ruso de
dictaduras cleptocráticas.
Vladimir Putin respondió la interrogante.
Sin la población rusoparlante de Crimea, Donetsk y Lugansk, jamás volvería a
haber un gobierno pro-moscovita en Kiev. Así que, a fines de octubre, los
partidos pro-europeos tomaron el control del Parlamento ucraniano y al mismo
tiempo, la Unión Europea y OTAN reunieron el valor –al menos, momentáneo- para
imponer sanciones contra Rusia y brindar apoyo económico y logístico a Ucrania.
La guerra por el Oriente continúa. La
economía titubea. Los ultranacionalistas tal vez no hayan salido bien librados
en las recientes elecciones, pero están bien armados y organizados en
“batallones patrióticos” autogobernados. Tal vez sea la receta para un desastre
de proporciones yugoslavas, pero la mayoría ucraniana conserva un sorprendente
optimismo. “Descubrimos qué somos y qué no”, declara Ruslana Khazipova, joven
cantante de la banda Dakh Daughters. “Somos libres y ya no somos la perra de
Rusia”.
Pero lo segundo y más grave –y que bien
podría derivar en un desastre global- es que, debido a la crisis ucraniana, en
pocos meses Rusia se ha transformado en una versión más anticuada y violenta de
lo que nunca fuera.
Una bandera para la austera divinidad de la
ortodoxia
Al dejar atrás al ex admirador de Harry
Potter, pasamos frente a extensos campos de tierra labrada, densa y oscura como
el chocolate. La cuenca del Don, territorio rebelde, es una rica región
agrícola, tan hermosa y dorada como el otoño en Nueva Inglaterra.
El siguiente punto de inspección despliega
toda la imaginería de la República Popular de Donetsk (RPD): la bandera
tricolor –negro, azul y rojo- copiada del estandarte de la efímera República de
Donetsk-Krivorog, que declaró su independencia en 1918 cuando la Rusia zarista
sucumbió ante la revolución; el flamante estandarte de Novorossiya –Nueva
Rusia-, obviamente inspirado en la bandera confederada estadounidense
(Novorossiya es el término de la era zarista para las regiones del sur y oeste
ucraniano conquistados durante el imperio de Catalina la Grande; hoy lo utiliza
el Kremlin para designar a Ucrania oriental); y el blasón rojo sangre con el
rostro bizantino de Cristo enmarcado en un gran medallón dorado. Una bandera
para la revolución, otra para el imperio ruso y otra más para la austera
divinidad de la ortodoxia. Continuamos el viaje por un paisaje llano, salpicado
con montones de escoria y bocaminas[1][2].
Aunque alguna vez fue una de las ciudades
más prósperas de Ucrania, con una población que superaba el millón antes de la
guerra, Donetsk se encuentra inquietantemente vacía. Anuncios de los conciertos
de abril pasado empiezan a desprenderse de las grandes vallas publicitarias en
importantes avenidas.
Aunque, técnicamente, es tiempo de paz, hay
mucha actividad bélica. A mediados de septiembre, el presidente ucraniano,
Petro Poroshenko, firmó un alto al fuego en Minsk, pero unas semanas después el
sonido de la artillería resonó en el centro de Donetsk durante todo el día y
buena parte de la noche. El aeropuerto de la ciudad está en manos del ejército
ucraniano, así que los rebeldes lo bombardean sin descanso. En respuesta, los
ucranianos lanzan obuses y misiles Grad contra la ciudad. Bajo el aeropuerto
hay una conejera de búnkeres y túneles soviéticos de los años sesenta y es allí
adonde los defensores ucranianos se retiran con sus obuses cuando los ataques
se vuelven incontenibles. A lo lejos, el elegante edificio de hierro y acero
del nuevo aeropuerto se yergue entre la bruma de la lluvia otoñal y el humo de
los disparos.
El principal edificio administrativo de
Donetsk es un enorme y burdo bloque que domina la plaza azotada por el viento.
A cobijo en un portal de concreto, una pareja de ateridos ciudadanos hace fila
para entrar. Un comandante rebelde escucha, uno a uno, a los solicitantes y
ladra autoritariamente. “Vaya a la Oficina 210 y fórmese en la fila… No,
todavía no atendemos eso, regrese la próxima semana”.
Las áreas públicas están cubiertas de
grafiti. Una pareja de patrióticos amantes escribió, “Lena + Pasha = [corazón]
Rusia!!!!”. Voluntarios (tal vez mercenarios) del Cáucaso también han dejado su
opinión en los muros: “Chechenia está con Donetsk”, proclama una inscripción.
Sergei Fedorenko es un joven delgaducho que
estudió historia en la universidad antes de inscribirse en la administración
rebelde como “especialista en propaganda y agitación”. Insiste en que vayamos a
fumar a los sanitarios de hombres pues, pese a las ventanas rotas, las oficinas
saqueadas y los montones de papeles chamuscados que yacen por doquier, los
líderes rebeldes promueven la vida saludable y reprenden a los fumadores.
Le pregunto cuál es la causa de la guerra.
“No queremos guerra, pero no tenemos opción.
Mientras los kievitas saltaban por ahí ondeando sus banderas Maidan, los de
Donetsk estábamos trabajando. Siempre he sido pro-ucraniano, pero cuando
vinieron a nuestras tierras, armados y rabiosos, decidí que tenía que
defenderme. Solo queríamos el derecho de decidir sobre nuestros asuntos. Esto
es nuestro Maidan, excepto que nunca enviamos a nadie a tratar de tomar Kiev.
De vuelta en el recibidor, los solicitantes
han despejado el lugar para que una colección de encopetados rebeldes tengan su
reunión. Es evidente que esos hombres y sus guardaespaldas han pasado mucho
tiempo frente al espejo retocando su apariencia. Los mitones de piel están de
moda, igual que las rodilleras de goma de factura estadounidense, las pañoletas
verdes y las gafas de sol envolventes. Los más jóvenes parecen ser admiradores
de Call of Duty, en tanto que los comandantes de más edad prefieren las viejas
películas soviéticas de guerra, pues lucen holgados pantalones, cinchos de piel
y altas botas negras.
Nuestro hombre en Havana Banana
Cae la noche y las limpias calles se vacían
para el toque de queda de las 11 p.m. Solo veo luces en la tercera parte de las
ventanas.
Me dirijo hacia el Havana Banana, bar
temático cubano en un sótano, cuya decoración solo puede describirse como
eslava-hawaiana. Fyodor Berezin, el autor más famoso de Donetsk, llega al lugar
acompañado de su escolta. El hombre ha escrito 22 tomos de ciencia ficción
futurista de tema militar, con épicas batallas entre una resurgente Unión
Soviética y una decadente Unión Americana. Convertido en abril en ministro de
Defensa de RPD, el quincuagenario Berezin luce un imponente mostacho cano que le
hace lucir como una cruza entre el Coronel Sanders y el Coronel Kurtz de
“Apocalipsis Ahora”. “Cuando empezó esta guerra me preguntaron si quería ser
comandante o creador”, informa. “Pude haber huido a Rusia en abril, pero decidí
quedarme a luchar para crear una nueva realidad en el mundo, en vez de solo en
las páginas”.
Algunas de sus opiniones pueden describirse,
amablemente, como excéntricas. Dice que todos vivimos en una matriz controlada
por un complejo programa; que “el fascismo es un nivel extremo de liberalismo”,
y que cuanto ocurre actualmente en Ucrania es parte del lento devenir de un
conflicto global por los recursos.
“La Tercera Guerra Mundial comenzó en
septiembre 11, 2001. En ese momento, los Imperialistas… decidieron que los
recursos naturales del planeta eran finitos y que no importaba con quien
tuvieran que hacer la guerra para apoderarse de ellos. La guerra comenzó en
Irak, continuó en Siria y Libia y ahora han venido a Ucrania… Rusia es el único
contrapeso. Rusia aguarda, pacientemente, con los brazos cruzados y dice,
‘¡No!’”.
Más tarde, al leer algunos de sus libros,
descubrí que las vastas guerras globales son el tema predilecto de Berezin. La
portada de su novela 2009, “Guerra de 2010. Frente ucraniano”, describe una
aeronave derribada por misiles tierra-aire. En su profético libro, Berezin
relata la historia de una guerra mundial precipitada por un conflicto en
Crimea.
Como muchos de su generación (es dos años
menor que Putin), Berezin se muestra ambivalente en cuanto a la democracia y el
capitalismo, y lamenta profundamente el colapso de la Unión Soviética.
“Reconozco que la Unión Soviética mató a muchas personas en los años treinta,
pero ¡fue un sacrificio justificado! Solo vea adónde nos condujo en los años
setenta; todos tenían lo que necesitaban, nadie tenía que trabajar demasiado,
todos disfrutaban de un descanso. Así que la década de 1930 tuvo justificación
histórica. Sin embargo, no veo la justificación en lo ocurrido aquí en los años
noventa. Eso fue un genocidio injustificado”.
Considera que la formación de Novorossiya
brinda la oportunidad de regresar a la época de oro de la decencia y la equidad
soviética. “Destruimos las máquinas de apuestas a orillas del camino”, dice
Berezin, orgulloso. “Tratamos duramente a los borrachos y drogadictos; los
hicimos cavar trincheras para nuestras tropas. Antes podían sobornar a la
policía, pero eso se acabó. Nuestro modelo es anteponer la sociedad al
individuo. No aceptaremos los valores corruptos de Occidente; no nos gustan los
matrimonios del mismo sexo”.
Los nuevos gatos gordos
Las exigencias de administrar una economía
de guerra obligan a confiscar todas las propiedades de empresarios y oligarcas
que huyeron de Donetsk. Pese al daño que la lucha ha causado a la minería y la
infraestructura regionales, Berezin confía en que muy pronto RPD será una “gran
república metalúrgica”. Solo hace falta el puerto de Mariupol, que sigue en
manos ucranianas. “Tomaremos Mariupol y el aeropuerto de Donetsk. Apenas
comenzamos a luchar. Nuestros padres hicieron polvo a los fascistas y nosotros
haremos lo mismo”.
El bar del Ramada Inn está abarrotado. En un
reservado de un aparado rincón, hay un hombre monumentalmente obeso que viste
una desaliñada camisa y holgados pantalones de entrenamiento. Su semejanza con
Jabba the Hutt aumenta cuando ordena una hookah, muy de moda en Moscú y ahora,
también en Donetsk. Importante ministro de RPD, el individuo fue alguna vez un
exitoso empresario local y aunque sus antiguos guardaespaldas portan ahora
uniformes de Novorossiya, siguen siendo parte de su ejército privado.
“Jabba” es el corazón de un drama romántico
que se ha desarrollado desde hace varias semanas. Su “amiga” es una treintañera
retozona y alarmantemente rubia que viste al estilo de los años ochenta –pantalones
de talle alto, telas elásticas y lentejuelas plateadas-, pero que,
lamentablemente, está casada con un famoso boxeador convertido en empresario
que se hace acompañar de su propio séquito de guardaespaldas y encima, es uno
de los jefes del servicio penitenciario de RPD. Además, el cornudo gusta de
pasar el rato en Ramada y cuando eso sucede, los clientes inteligentes piden la
cuenta.
Pero esa noche, los amantes disfrutan sin
interrupciones. Un asistente hurga dentro de un saco de nylon lleno de teléfonos
Nokia, todos marcados con etiquetas: celulares “desechables”. Parece que RPD
aprendió técnicas de seguridad sintonizando “The Wire”.
“Estos son los nuevos jefes; iguales que los
viejos”, comenta con ironía un colega estadounidense. “Aquí solo hay tres tipos
de gente al mando. Los viejos jefes soviéticos; los criminales locales,
compinches de Yanukovich; y la inteligencia militar rusa”.
Aquella noche solo ha asistido la segunda
variedad, los truhanes. Y es que los soviéticos honestos como Berezin no pueden
costear las cervezas de 8 dólares del Ramada; además, los rusos tienden a ser
individuos reservados, poco dispuestos a codearse con periodistas.
Los gatos gordos locales son los únicos
vencedores en la revolución de Novorossiya, pues lo único que ha cosechado
Rusia son problemas que han convertido a Putin en paria internacional y han
envenenado su economía hasta la raíz con sanciones internacionales. Por su
parte, Ucrania también ha pagado el precio de verse escindida económica y
políticamente, si bien tiene más probabilidades que Rusia de emerger
fortalecida de la experiencia. Sin embargo, el pueblo de Donetsk, de cara a un
invierno frío y hambriento debido a la escasez de combustible y alimento,
tendrá que consolarse con retórica nacionalista y promesas vacías.
Esa revolución es una victoria de la vejez
sobre la juventud, de la estupidez sobre la astucia. Es la victoria del pasado
sobre el futuro. Es la historia repitiéndose como tragedia y comedia.