La actual crisis de derechos humanos en México, detonada a raíz de la desaparición de 43 estudiantes normalistas en Ayotzinapa, Guerrero, así como por la presunta muerte de al menos ocho delincuentes —ya capturados- a manos de elementos del Ejército en Tlatlaya, Estado de México, tiene como trasfondo político e institucional el de una dilatada e incompleta democratización.
En el ámbito federal, el régimen político emanado de la alternancia del año 2000 puede ser catalogado, formalmente y en trazos gruesos, como una poliarquía, siempre que se le señalen sus profundos déficits en dimensiones centrales tales como el ámbito electoral y la vida partidaria. Pero, frecuentemente, sus actores dominantes operan con modos oligárquicos: sus partidos acusan un proceso simultáneo de secuestro de la agenda política nacional —restringiendo las demandas y participación ciudadanas— y de indiferenciación de sus programas políticos. El Pacto por México, instrumento político diseñado por el PRI a su regreso a la Presidencia a partir de 2012 para operar sus iniciativas de reformas económicas estructurales, ha relegado al PAN y el PRD —debilitados internamente— al papel de socios subordinados.
Asistimos, en lo federal, no a un autoritarismo clásico —no hay ideología de Estado, policía política y supresión total de la crítica y la disidencia—, pero sí a un pluralismo limitado y una democracia de muy baja calidad. Sin embargo, si trasladamos la mirada al entorno regional, veremos regímenes políticos que oscilan entre la democracia delegativa —con gobernadores cuasi omnímodos que imponen la pauta de la vida política regional— y expresiones puras y duras de autoritarismo —con su cuota de represión y uso de la violencia— que poco se diferencian del viejo orden. En buena parte de los gobiernos regionales y locales la alternancia política y los modos civiles de ejercer el poder brillan por su ausencia.
El trasfondo socioeconómico de este orden político es el de tres décadas de políticas neoliberales y de retirada del Estado de sus responsabilidades con la sociedad, a lo que se suma una gestión poco eficaz e incluyente de las políticas públicas; y con un magro crecimiento económico anual —de poco más de 3 por ciento en promedio durante las tres décadas pasadas—, una recaudación de apenas el 11 por ciento del PIB —que explica una inversión pública por debajo del 6 por ciento del PIB—, una fuerza de trabajo basada en la baja calificación, la orfandad sindical, la informalidad masiva –que ronda el 60 por ciento de los trabajadores— y unos salarios mínimos insuficientes para cubrir las necesidades básicas. México es un país donde los mínimos de un Estado de bienestar —en tanto cobertura universal, calidad y acceso a los servicios y la seguridad sociales entendidos como derechos ciudadanos— simplemente no existen. Y donde la pobreza y desigualdad extendidas se convierten en caldo de cultivo para la corrupción y la violencia.
Según un estudio del Centro de Económicos del Sector Privado, en 2012 la corrupción política en México implicó ganancias privadas de alrededor de 1.5 billones de pesos (cerca de 74 000 millones de dólares), a lo que se añade una alta impunidad delictiva —del 98 por ciento— y una criminalización de los más pobres. Para colmo, de 2006 a la fecha las cifras oficiales registran más 80 000 personas fallecidas y 22 000 desaparecidas, las cuales configuran una crisis de derechos humanos descomunal.
Tal contexto adquiere expresiones agravadas en la situación de conflicto y crimen que sacude a ciertas zonas del país. En un estado como Guerrero —pero también en Michoacán y Tamaulipas— el crimen organizado amplió su universo de actividades y estrategias: pasó del tráfico de drogas a la extracción clandestina de hidrocarburos y el secuestro, hasta llegar al control directo de las policías, hacienda y bases de datos de los gobiernos municipales. De modo que empresarios, contribuyentes y, en general, ciudadanos están inermes frente a esa forma de “lumpenpolítica”. En su estrategia, mediante el soborno, la extorsión o el asesinato de candidatos rivales, funcionarios incómodos —de 2009 a 2013 fueron asesinados 1200 en diversos municipios— y líderes sociales insubordinados, el crimen organizado fue controlando la dinámica política local, postulando a la postre sus propios acaldes en amplias franjas del territorio mexicano.
Pero, para lograrlo, requería una sociedad débil y aterrorizada; por lo que allí, donde existe tradición de organización y movilización sociales —incluidos el movimiento estudiantil y la policía comunitaria de Guerrero—, su misión es debilitarla y pasar el mensaje a la ciudadanía sobre los costos de desobedecer el poder político/criminal. Vivimos bajo nuevas expresiones de terrorismo de Estado alejadas de las lógicas tradicionales enmarcadas en la contienda global —política e ideológica— de la Guerra Fría. Hoy no se busca derrotar guerrillas comunistas ni movimientos obreros o campesinos empeñados en hacer la revolución; se procura la privatización criminal del Estado, el mercado monopólico de lo ilícito e imponer la anomia social como pauta de existencia y comportamiento de una sociedad (in)civil y desarticulada.
En este accionar violatorio de los derechos humanos, los elementos del crimen organizado han cooperado con órganos policiacos y de procuración de justicia de nivel local y regional. En Guerrero en particular, ese maridaje perverso se monta sobre una larga historia de impunidad y represión de la clase política local, cimentada desde la época de hegemonía priista, que sobrevive hasta el presente. Por su parte, el Estado de México, una de las entidades de claro predominio del PRI —junto con Veracruz, Hidalgo y Coahuila— registra casos icónicos de impunidad ligados a la familia política del ahora presidente de la república, otrora gobernador de esta entidad. Lo que demuestra que el fenómeno de violación flagrante y masiva de derechos que hoy vive México reúne, en una cohesión infernal, factores históricos —actores y métodos políticos autoritarios de la vieja política— con otros emergentes —irrupción de los nuevos príncipes de la “lumpenpolítica” criminal— bajo el mito oficial de un país que progresa y se moderniza.
La crisis de credibilidad institucional generada a partir de esta coyuntura puede ser calificada como profunda y requiere de urgente atención por parte de la clase política mexicana. Se pasó, en el sexenio de Felipe Calderón, de los reclamos de incapacidad para enfrentar la situación de inseguridad del país bajo la fallida militarización de la lucha contra el crimen organizado —reclamo plasmado en el discurso del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad encabezada por Javier Sicilia o el SOS de Alejandro Martí—, a un señalamiento directo de que “fue el Estado” bajo las actuales masacres de Tlatlaya y en Iguala. No importa que existan diferencias entre la captura criminal del gobierno local, la complicidad del poder estatal y las omisiones dolosas del orden federal: para las víctimas —y sus dolientes— la clase política aparece, sin distingo de colores políticos y anclajes institucionales, como responsable del atropello.
En este escenario, las movilizaciones de la ciudadanía, encabezadas por los estudiantes, van creciendo en número, regularidad e intensidad en el reclamo. Al respecto, León, Guanajuato, Cuernavaca, Morelos o el propio Distrito Federal son ejemplos donde ya varias organizaciones se han movilizado, entretejiendo la consigna contra las desapariciones de estudiantes y la propia crisis de inseguridad. Frente a ello, la respuesta de la Procuraduría General de la República ha sido definir los casos de Tlatlaya y Ayotzinapa como aislados, sin relacionarlos con estructuras de poder más allá de los bajos rangos del Ejército para el primer caso, y de la Presidencia municipal de Iguala en el segundo. Un discurso encubridor por parte del gobernador del Estado de México —al día siguiente de los eventos en Tlatlaya— y la lenta e insuficiente respuesta del gobierno de Guerrero —después de las primeras ejecuciones de opositores del alcalde José Luis Abarca (incluso a manos suyas)— obligan a exigir por parte de familiares afectados, organizaciones sociales nacionales e internacionales, respuestas más contundentes y con un alcance mayor para reparar la injusticia y restituir la legitimidad al propio Estado mexicano.
Con las respuestas dadas hasta la fecha por la autoridad —siete militares consignados en el caso de Tlatlaya y 59 detenidos, incluido el exalcalde de Iguala, Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda—, el gobierno federal ha tratado de administrar el conflicto, y de cara a la elección federal intermedia de 2015 —donde se renueva la cámara baja del Congreso de la Unión— quiere cerrar este episodio lo antes posible. La estrategia gubernamental apuesta a que su discurso centrado en la efectividad, con el cual logró las llamadas reformas estructurales promovidas por esta administración, sea también en esta ocasión su principal arma para superar la actual crisis de legitimidad. Pero el desafortunado “Ya me cansé” expresado por el procurador Murillo Karam en la rueda de prensa del 7 de noviembre —en la que se anunció la probable muerte de los estudiantes desaparecidos— se convirtió en lema de una ciudadanía harta, a través de su reclamo en las redes sociales (#YaMeCansé) y en la movilización callejera.
Lamentablemente, la crisis es profunda y prolongada, y rebasa la responsabilidad de los actores políticos tradicionales: en esta ocasión todos han salido implicados, ya sea por sus acciones y omisiones. Parecen repetirse las alertas expresadas en 1947 por Daniel Cosío Villegas, bajo un título idéntico al que encabeza estas líneas: el país vaga a la deriva, perdiendo un tiempo precioso, por el inmediatismo egoísta de sus élites. Existe el desafío de sanar un tejido social desgarrado y para reconstruir las instituciones y confianza democráticas. No son solo Tlatlaya e Iguala, sino ya decenas de casos durante ocho años, donde muertes y desapariciones están sin resolver.
La sociedad mexicana sigue incrédula de sus representantes y prácticamente huérfana de mecanismos e instrumentos institucionales para canalizar, eficazmente, el descontento y reclamar sus derechos. La Comisión Nacional de Derechos Humanos, como nunca en sus más de dos décadas de existencia, se encuentra señalada en su desempeño por visos de omisión y parcialidad que han llevado recientemente a varias organizaciones sociales, expertos y víctimas de violaciones de derechos humanos —como los integrantes del Movimiento por la Justicia 5 de Junio, conformado por los padres de las víctimas de la guardería ABC— a solicitar ante el Congreso un juicio político al otrora ombudsman Raúl Plascencia.
La sociedad civil debe articular sus propuestas y movilizaciones en torno a un programa común que obligue a la clase política a reconocer las demandas ciudadanas, es requisito sine qua non para establecer los cimientos de un verdadero —y aún inexistente— Estado de derecho. Entre estas líneas de acción, ya identificadas por académicos y activistas mexicanos, se encuentra el cese del fuero de los políticos; la autonomía y profesionalización efectivas del Poder Judicial; la reforma profunda de los cuerpos policiacos —con el establecimiento de un mando único e instancias de monitoreo con presencia de organizaciones sociales y académicos especializados—; el cese de la colonización político—partidaria de los institutos autónomos —electoral, de acceso a la información, derechos humanos, etcétera— nacidos en el fragor de la democratización, otorgándoles verdadera autonomía y capacidad para fiscalizar y sancionar a las autoridades comisoras de delitos. En el ámbito local —de Guerrero y otras zonas de conflicto y actuación criminal—, las organizaciones civiles y los organismos de derechos humanos deben asesorar y acompañar a las comunidades agredidas; las fórmulas creadas por la comunidad para enfrentar el crimen —policías comunitarias incluidas— deben insertarse dentro de una estrategia interinstitucional e intersectorial coherente; la bochornosa deuda de desigualdad y pobreza combatirse no con programas clientelares, sino con estrategias que resuelvan, estructuralmente, tal situación. Y debería, por decencia y mal desempeño, presentar su renuncia más de un funcionario, en todos los niveles del Estado.
La salida a la actual crisis no descansa, como cree un sector reformista de las élites, en un rediseño cosmético de las instituciones; tampoco se agota en la visión conspirativa y sectaria de una vieja izquierda y sus opinadores. Tendrán que articularse, dentro de un nuevo movimiento democrático, la protesta pacífica y el diálogo político, la interlocución y exigencia hacia el Estado y la mejor organización y acompañamiento a las víctimas actuales y potenciales.