Aquella Jane Goodall, que estremeciera la ciencia con sus chimpancés, es tan cautivadora como siempre, pero hoy lo es por una razón muy distinta.
Arribo a la Universidad de Bucknell hacia las 5 pm y encuentro tal fila en el Centro Weis para las Artes Interpretativas que, por un momento, tengo la impresión de que Katy Perry ha llegado a la ciudad. Universitarios sentados en el suelo con las narices metidas en libros de textos; jóvenes progenitores y “baby boomers” charlan en corros, algunos reclinados en sillas de playa compartiendo canastos para días de campo mientras sus hijos y nietos juegan con smartphones, completamente absortos.
Lewisburg, Pensilvania, ciudad donde se encuentra Bucknell, yace a dos o tres horas de casi todos sitios y lejos de cualquier aeropuerto importante. Sin embargo, hacia las 6:45 pm, cuando las puertas se abren arrancando entusiastas exclamaciones, más de 1200 personas corren hacia el edificio en busca de los mejores asientos. Algunos viven en la ciudad, pero muchos han recorrido grandes distancias para ver a Jane Goodall, la primatóloga convertida en activista cuyos revolucionarios descubrimientos sobre los chimpancés cambiaron para siempre nuestra percepción sobre nuestros parientes genéticos más cercanos.
A partir de la década de 1960, la labor de Goodall en la Reserva para Chimpancés del Arroyo Gombe, Tanzania, fue objeto de importantes artículos y documentales de National Geographic. Las imágenes de la esbelta rubia encaramada en las ramas con unos binoculares en la mano son casi tan familiares como las de Marilyn Monroe en su vestido blanco sobre la rejilla de ventilación del metro; y los descubrimientos que hizo (redefinir nuestro entendimiento de los chimpancés y al hacerlo, trastocar las tradicionales creencias sobre la humanidad y el resto del reino animal) la catapultaron hacia la fama internacional. Podríamos afirmar que es la científica más famosa en la historia, admirada tanto por su obra como por inspirar a generaciones de niñas y mujeres.
Amy Stankiewicz (25 años), estudiante de antropología y biología en la cercana Universidad de Bloomsburg, se ha sentado en el suelo con las piernas cruzadas, en primera fila. Estuvo esperando desde las 2:40 pm “Quiero absorber su fortaleza y luego, hacer trizas su legado”, declara, acerca de Goodall. Detrás de ella, unos jóvenes se vuelven a mirarla, boquiabiertos; Stankiewicz suelta una risita nerviosa y agrega que solía recabar fondos para el Instituto Jane Goodall (JGI, por sus siglas en inglés). “He venido para aprender, pero también para absorber su fuerza. Porque algún día morirá y alguien tiene que continuar su labor. Es horrible decirlo así; una porquería. Pero la gente necesita saber quién es ella”.
Pese a los numerosos niños del público, sin mencionar los 150 000 jóvenes de 138 países que participan en el programa de activismo juvenil de Goodall, “Roots & Shoots”, hay muchos otros que nunca han oído hablar de la “Dra. Jane”, como la llaman cariñosamente. Goodall cumplió 80 este año; sus días de gloria en National Geographic son cosa del pasado y los jóvenes, desde los hijos del milenio hasta los bebés en pañales, quieren enamorarse de celebridades más “frescas”, si bien menos dignas de admiración.
Goodall viaja 300 días del año y atrae a miles de escuchas a sus seminarios sobre el trabajo de su vida y sus incontables causas: conservación, rescate de especies en peligro, oposición a los alimentos genéticamente modificados y el combate de los comercios derivados de la caza ilegal. Pero más que nada, su deseo es despertar en los jóvenes un interés en el planeta, en los demás, en el futuro y en poner manos a la obra. Sus admiradores siguen de cerca el programa de seminarios como si aguardaran el renacimiento de la madre Teresa o de Nelson Mandela, y acuden a sus presentaciones cargando mochilas repletas de libros para que los autografíe.
Cuando se dirige a una multitud, la narrativa de Goodall es encantadora e hipnótica; al decir que cada miembro del público puede hacer la diferencia, cada día –que podemos “tomar un lugar que hemos destruido y dedicándole tiempo, quizás con algo de ayuda, podemos volver a hacerlo hermoso”-, no solo es convincente sino que hace que la tarea se antoje factible. Tal vez le parezca uno de esos empalagosos mensajes de tarjeta de felicitación, pero asista a cualquiera de las conferencias de Goodall y terminará pidiendo un pote de miel.
“La he visto dictar varias conferencias y en ocasiones me he sentado junto a ella cuando autografía libros”, comenta Anne Pusey, profesora y presidenta de antropología evolucionaria en la Universidad de Duke, y directora del Centro de Investigación del Instituto Jane Goodall de dicha escuela. “Algunas personas rompen en llanto al verla de cerca y cuando están frente a ella empiezan a temblar; es impresionante. Como una estrella de rock”.
Una niñita rubia con enguatada chaqueta marrón se pone a dar saltos, coreando: “¡Queremos entrar! ¡Por favor, por favor!”. Se llama Juliet Forrest, tiene seis años y quiere ser veterinaria. Dentro del auditorio, los organizadores de la conferencia se congregan frente a la entrada y Juliet aprieta la carita contra la puerta de vidrio como si San Nicolás estuviera a punto de aparecer. “¡Porfaaaaaa!”, suplica.
“Cuando mi hijo era pequeño, no se perdía a Jane en National Geographic y PBS. Veíamos cada capítulo de la historia de David Greybeard, Flint y Jo”, explica la abuela de Juliet, Diane Forrest, refiriéndose a los tres chimpancés que Goodall nombró en Gombe. “Empecé a leerle a Juliet los libros infantiles y desde hace meses hemos seguido los pasos de Jane en línea”. Esa mañana, los Forrest condujeron cuatro horas desde Pittsburg para asistir a la conferencia.
De pronto, la niña sujeta el picaporte y se levanta en vilo, moviendo las piernas como si fuera un monito colgado de una rama. “¡Jane Goodall es la chica más fabulosa del mundo!”, grita.
Impactantes bellezas
Más o menos por la época de los revolucionarios descubrimientos de Goodall en Gombe, Gloria Steinem se convertía en el rostro del feminismo estadounidense y expandía fronteras como una joven reportera en Nueva York, donde cubría los temas de la anticoncepción y el aborto. En 1972 cofundó la revista Ms., lo que le permitió profundizar la cobertura de temas feministas, pero más tarde, su carrera en el periodismo dio paso al activismo y se convirtió en lideresa del movimiento de liberación femenina. Con todo, la belleza fue fundamental en la carrera de estas dos mujeres. Steinem era sofisticada y voluptuosa (tanto, que trabajó encubierta como Conejita en un Club Playboy) y ayudó a que las mujeres abrazaran el feminismo sin que se les acusara de ser histéricas antihombres, en tanto que la impactante belleza de Goodall sirvió para lanzarla como la chica de portada de National Geographic. “Cierta vez pregunté a Jane si su vida hubiera sido la misma de no haber sido joven, rubia y hermosa y respondió, ‘Por supuesto que no’”, recuerda Pusey.
A principios de este año, Steinem y Goodall cumplieron 80. La primera los celebró montando elefantes en Botsuana mientras que Goodall hizo lo de siempre: dictó conferencias, recaudó de fondos para JGI y charló con admiradores. Cincuenta años después de empezar a hacer olas, la influencia de ambas es muy palpable, particularmente en un mundo donde aún se debate sobre los derechos de las mujeres; pero cuando se habla de mujeres notables de las décadas de 1960 y 1970 –todas las Steinem, las Betty Friedan, las Bella Abzug de la época-, pocas veces se menciona a Goodall. MAKERS.com, la mayor colección digital de historias femeninas [del mundo], incluye entrevistas con luminarias como Steinem, Hillary Clinton, Ruth Bader Ginsburg y Madeleine Albright. El sitio presenta el perfil de más de 250 féminas, pero Goodall no está entre ellas. Quizá porque jamás se propuso iniciar un movimiento. Y es que Jane, en vez de proclamar sus hechos, siempre ha inspirado con sus acciones.
“En aquel tiempo me molestaba que me etiquetaran y marcaran como feminista”, dice. “Crecí en otra época. Lo mejor de mi familia era que nadie, nunca, dijo que no podía hacer algo porque era una chica. De haber crecido en un ambiente distinto, privada continuamente de hacer cosas debido a mi género, tal vez me habría convertido en una Gloria Steinem”.
“También sé hacer boberías”
“Había pedido un salón más grande”, bromea Goodall cuando entramos en un auditorio de techos altísimos, brillantes paredes amarillas y centenares de asientos. Hemos ido a la celebración del Día Internacional de la Paz de Ciudad de Naciones Unidas en la ciudad de Nueva York y Goodall ha sido designada Mensajera de Paz, una de 12 líderes que ofrecen su tiempo y fama para dirigir la atención hacia los esfuerzos de la ONU en todo el mundo.
Jane es bajita y menuda, y lleva el cabello cano recogido en la nuca en una característica cola de caballo; un chal azul y beige cubre su camisa color hueso y cuando habla, una misteriosa sonrisa a veces curva sus labios. Nos sentamos a una mesa en un rincón, bajo una intensa luz blanca que la obliga a entornar los ojos para mirarme. “¿Le molesta si me los pongo?”, pregunta, desplegando unas gafas de sol. “No le incomodarán, ¿verdad? No podrá verme bien a los ojos, pero le aseguro que estaré mirándola”.
Es imposible entrevistar sin la impresión de que uno es el sujeto en estudio. Después de todo, Goodall se cuenta entre los observadores más connotados del mundo; no obstante, es casi perturbadoramente considerada. “Algunos se sorprenden al descubrir que tengo un gran sentido del humor”, dice. “También sé hacer boberías, sabe. Soy completamente humana”.
Goodall creció en una familia inglesa de clase media, con un padre ausente y una madre dedicada. A menudo ha dicho que jamás hubo una época en que no soñara con viajar a África y las anécdotas de su vida, tantas veces repetidas, se han transformado en una especie de mitología cultural. Mucho se sabe de Jubilee, el chimpancé de peluche que su padre le obsequió en su primer cumpleaños (el animal, tan desgastado ya de tanto amor, pasa la mayor parte del tiempo en su hogar inglés) y de sus libros infantiles predilectos, La historia del Dr. Doolittle y Tarzán de los monos (el chiste más socorrido en sus conferencias: Tarzán se casó con la Jane equivocada).
También de su perro Rusty, quien le enseñó que los animales tienen personalidades y emociones. O que cuando Jane tenía un año y medio se fue a la cama con un puñado de gusanos, pero su madre no perdió la calma; simplemente devolvió los bichos al jardín. Y cuando, a los cinco años, se metió en un gallinero y acuclillada, se puso a estudiar las aves mientras la angustiada familia buscaba desesperadamente hasta que, por fin, llamaron a la Policía. Jane apareció cinco horas más tarde, sucia y cubierta de paja, pero feliz y en vez de reprender a su hija, la señora Goodall escuchó, pacientemente, su relato de cómo las gallinas hacían huevos.
“En retrospectiva, propició la formación de una pequeña científica: su curiosidad y las preguntas sin respuesta; el esfuerzo de tratar de hallarlas por su cuenta; de cometer errores sin darse por vencida; de intentarlo de otra manera y aprender a ser paciente”, explica Goodall. “Con una madre que hubiese sacudido a su hija, diciendo: ‘¿Cómo te atreves a desaparecer así?’, toda aquella emoción se habría perdido y tal vez no estaría donde me encuentro hoy”.
La familia de Goodall no podía costear una carrera universitaria, de modo que Jane estudió en una escuela secretarial. En 1956 una amiga la invitó a visitar la granja familiar en Kenia, así que Jane trabajó como camarera y ahorró para el viaje redondo a Mombasa, adonde llegó, luego de tres semanas de recorrido en barco y tren, hasta Nairobi. “Me encanta Kenia”, escribió en una carta a su familia después de la primera semana de estancia. “Es tan salvaje, inculta, primitiva, excéntrica, emocionante, imprevisible… vivo en el África que siempre anhelé, que siempre sentí palpitar en mis venas”.
En Nairobi, Goodall conoció a Louis Leakey, paleoantropólogo cuyos revolucionarios descubrimientos demostraron que el origen de la evolución humana yacía en África. Jane acudió a una entrevista con la esperanza de hablar de animales y terminó con un empleo como secretaria de Leakey, quien tenía proyectos mucho más importantes para ella, pues él necesitaba una persona que estudiara chimpancés salvajes y buscara pistas sobre el pasado ancestral de humanos y grandes simios. “Yo era la candidata más improbable para el trabajo. Ahora que lo pienso, es casi absurdo que me haya elegido”, reflexionó Goodall en el documental Chimpancés salvajes.
Para Leakey, la decisión era evidente. Creía que la paciencia y modestia de Jane serían ideales para estudiar chimpancés en la espesura. El hecho mismo de que no tuviera estudios universitarios era una ventaja, ya que podría observarlos en sus propios términos. ¿A quién le hacían falta la metodología científica y los estrictos sistemas numéricos cuando podía designar a los chimpancés con nombres como Passion, Satan, Nope y Mustard [Pasión, Satanás, Nones y Mostaza]?
Claro está, las intenciones de Leakey no eran del todo honestas; le gustaban las mujeres hermosas. Fue por ello que Goodall, junto con Dian Fossey y Biruté Galdikas, surgieron como las “Trimates” de Leakey, las elegidas que envió a estudiar primates salvajes. Lascivia aparte, Leakey también reconocía el talento y las tres fueron gigantes en sus campos: Fossey, investigadora de gorilas en Ruanda, fue brutalmente asesinada en su campamento en 1985 (homicidio que aún no se ha resuelto), mientras que Galdikas estudió orangutanes en Borneo, Indonesia, y persiste como una autoridad de prestigio internacional.
En esos primeros días, Leakey escribía cartas de amor a Goodall, le regalaba rosas e intentaba organizar estancias nocturnas. “Era un cincuentón, obeso, canoso y con mal aliento. Nada más ajeno al ideal de Jane”, recuerda Virginia Morell, autora de la biografía de la familia Leakey, Ancestral Passions. Mas Goodall ignoró sus insinuaciones. “Tenía mi futuro en sus manos y me ponía nerviosa porque, bueno, era un mujeriego”, dice Jane, con una carcajada. “Dejémoslo así. En cualquier caso, nunca dejó pasar una oportunidad”.
“Esto es irreal”
Gombe es un región alargada y estrecha de unos 52 kilómetros cuadrados a orillas del lago Tanganica. En su angosta y rocosa playa se yerguen colinas separadas por valles y desfiladeros que dan paso a una maraña de sarmientos y más allá, montañas cubiertas de bosques y cumbre peladas. Más de una docena de arroyos caen en cascada sobre el terreno; por la noche, sobre todo después de la lluvia, un fuerte olor a tierra perfuma el aire, las chotacabras lanzan su reclamo: “dah, dah, daaahhhhhh” y se escucha el llamado de los galagos. En la distancia se oye el crujir de los cocos que caen de las palmeras y chocan contra el suelo, y justo antes del amanecer, aumenta el coro de las aves, los grillos chirrían, los babuinos vociferan y los monos comienzan a despertar en sus nidos en lo alto de los árboles.
En julio 14, 1960, Goodall incursionó por primera vez en aquella extraña y en apariencia, impenetrable maleza con apenas una tienda de campaña, unos cuantos utensilios de cocina, un par de binoculares baratos y una capacidad de observación innata. Tenía 26 años y con ayuda de Leakey obtuvo fondos para el estudio preliminar de la población de chimpancés de Gombe.
África aún era el Continente Negro, tan misterioso como supuestamente peligroso, y como era inconcebible permitir que una joven recorriera los bosques por su cuenta, el gobierno británico, que controlaba Tanzania (entonces Tanganica), exigió que Goodall llevara escolta; así que Jane viajó acompañada de su madre y un cocinero africano. “Era la época de sequías. Íbamos en barco por la orilla del lago Tanganica, junto a las colinas y los densos bosques en los valles”, me dice Goodall. “Me puse a pensar, ‘¿Cómo rayos, yo, minúscula como soy, voy a encontrar a los chimpancés en esa inmensidad?’”.
El primer día, después de que el peculiar trío montara el campamento y organizara sus escasas pertenencias, Jane se alejó hacia la espesura y subió a una colina cercana. “Recuerdo haber oído babuinos y el reclamo de aves. Caía la tarde… [Estaba] sentada, pensando, ‘Debe ser un sueño, esto es irreal’. Por la noche, después de cenar, puse mi camita bajo una palmera y me acosté, incapaz de creer lo que ocurría”.
Cada mañana, Goodall salía en busca de chimpancés. Al principio fue difícil acercarse a los animales. “Daban un vistazo al ‘simio blanco’ que entraba en su territorio y desaparecían”, dice. Cada noche regresaba al campamento sintiéndose frustrada, temerosa de que se acabara el dinero y de decepcionar a Leakey. Pero persistió y poco a poco los animales dejaron de alejarse. Un día, un chimpancé de canosos bigotes, a quien llamó David Greybeard, se aproximó al campamento. “Fue el primer chimpancé que permitió que me acercara, que perdió el miedo”, diría Goodall en su momento. Después, otros siguieron el ejemplo de David.
A fines de octubre, Goodall observó que David Greybeard llevaba algo extraño, “una cosa rosada”, escribió en su diario. Al principio le pareció que era un chimpancé recién nacido o tal vez un fragmento de panal, pero entonces pudo ver mejor y se percató de que era un trozo de carne, pese a que el dogma científico afirmaba que los chimpancés eran vegetarianos. Una semana después, vio que David Greybeard arrancaba las hojas de una rama y la introducía en el suelo para sacar termitas. Aquella observación demostró que los humanos no eran los únicos fabricantes de herramientas y cuando Leakey se enteró, hizo su célebre declaración: “Ahora debemos redefinir la herramienta, redefinir al hombre o aceptar que los chimpancés son humanos”.
Emocionado con la investigación de Jane, Leakey ayudó a obtener financiación de National Geographic e insistió en que la joven recibiera un doctorado en etología, el estudio del comportamiento animal. Goodall llegó a la Universidad de Cambridge en 1962, pero sus colegas la recibieron con desdén porque carecía de título universitario y fue criticada por sus técnicas de investigación, sobre todo por su decisión de nombrar a los sujetos en vez de usar números y también por hablar de personalidades y vidas emocionales pues, en aquellos días, antropomorfizar a los animales era un pecado que ningún científico respetable osaría cometer.
“En realidad, no quería ser científica. Solo fui a Cambridge para complacer a Louis Leakey”, revela Goodall. “Lo que de cierta manera me ayudó a superar todo eso fue que no me interesaba, porque sabía que yo tenía razón”.
Goodall descubrió después que los chimpancés tienen personalidades definidas y forman relaciones emocionales; estudió su agresividad documentando una guerra de cuatro años entre los animales de Gombe; y fue la primera persona en investigar los vínculos críticos entre madres y crías. Y con cada descubrimiento, estrechó el abismo entre humanos y animales.
Cuando habla de sus momentos favoritos con los chimpancés, Jane suele referirse a la primera vez que Flo permitió que su bebé, Flint. la tocara, o cuando David Greybeard tomó una banana de su mano, o la ocasión en que Wounda la estrechó en un prolongado abrazo momentos antes de ser liberada en un santuario. Los nombres y relatos de los chimpancés de Gombe son como los perfiles de los personajes de un guión, profundamente matizados, llenos de detalles sobre amistades, aventuras amorosas y enfermedades (en 1966, seis animales murieron o desaparecieron durante una epidemia de polio y otros seis quedaron lisiados).
Goodall continuó su investigación en Gombe casi sin incidentes hasta el 19 de mayo de 1974, cuando cuatro asistentes de investigación fueron secuestrados por guerrilleros del líder rebelde Laurent Kabila. Golpeados y encerrados en chozas de barro, los rehenes tuvieron que escribir cartas de rescate exigiendo 500 000 dólares al gobierno tanzano. Los funcionarios rechazaron las demandas, pero semanas después, las familias de los estudiantes reunieron suficiente dinero para pagar el rescate.
En entrevista con National Geographic, Anthony Collins, director de investigaciones sobre babuinos en el Centro de Investigación Arroyo Gombe de JGI, dijo que aquella redada “modificó el mundo en cuanto concernía a Gombe”. La manera como los investigadores recogían información se transformó para siempre. La Fundación W.T. Grant, antaño importante donador, retiró sus fondos; y así, dos años después, Goodall estableció su instituto.
En 1986, Jane asistió a una conferencia en Chicago que cambiaría el curso de su carrera. Acababan de publicar su señero libro Los chimpancés de Gombe y ya estaba proyectando el segundo volumen cuando, durante una sesión sobre conservación, comprendió la celeridad con que estaban destruyendo los hábitats de sus animales. Los bosques estaban desapareciendo; la caza ilegal era desmedida y las poblaciones de simios menguaban rápidamente. Un video secreto mostraba chimpancés que vivían en diminutas jaulas en un laboratorio de investigaciones médicas.
“Llegué a Chicago como científica investigadora”, reflexionó en la biografía de Dale Peterson, Jane Goodall: The Woman Who Redefined Man (Jane Goodall: La mujer que redefinió al hombre). “Me fui comprometida con la conservación y la educación. Supe entonces que quizá jamás escribiría el Volumen II, al menos no mientras siguiera activa y tuviera energía”.
Hoy en día, JGI genera conciencia sobre los grandes simios, la conservación y la investigación. “Roots & Shoots”, iniciada con 12 jóvenes tanzanos en 1991, se ha convertido en una poderosa iniciativa popular que incentiva a los jóvenes a identificar los problemas de sus comunidades y crear soluciones. Goodall ha escrito 25 libros y recibido 47 títulos honorarios; en 2002 fue designada Mensajera de la Paz de las Naciones Unidas y dos años después, fue distinguida con el título de Dame Jane.
En la actualidad, Goodall suele hacer un lóbrego retrato de nuestro planeta, desde la contaminación y mengua de los suministros de agua hasta la pobreza y el crecimiento poblacional humano. Con todo, sus alegatos son accesibles y motivantes más que polarizadores. “Desconoce la autopromoción”, afirma el Dr. Francis Collins, director de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos (NIH, por sus siglas en inglés). “Su única agenda es proteger y cuidar a los seres vivos, y eso es de enorme atractivo para cualquiera que esté dispuesto a escuchar”. Goodall fue determinante para la decisión de Collins de retirar a 310 de los 360 chimpancés que NIH utilizaba en sus investigaciones médicas. “Fue muy convincente con su argumento de que NIH debía revisar ese asunto y decidir si los experimentos que hacía [con chimpancés] tenían justificación en la era moderna”.
“¿Me permite tocarla?”
En teoría, Hugo van Lawick era la pareja ideal. Cineasta y fotógrafo de la vida salvaje, National Geographic lo envió a Gombe para documentar la labor de Goodall; y entonces se enamoraron, contrajeron matrimonio en 1964 y tres años después, tuvieron un hijo. “Desearía que mi matrimonio con Hugo hubiese funcionado”, dice Jane, para quien ese fracaso es uno de sus mayores pesares. “Parecía perfecto porque él, con su cámara, amaba a los animales tanto como yo. Pero hubo cosas mucho más profundas que no funcionaron”. Y así, se divorciaron en 1974.
Un año después se casó con Derek Bryceson, director del Parque Nacional Tanzano, pero su segundo marido murió de cáncer en 1980 dejándola desconsolada. Y jamás volvió a pensar en el matrimonio. “Me casé con dos hombres celosos, uno tras otro y con eso bastó, gracias. Mi estilo de vida actual impide otro matrimonio… ningún marido querría compartirme como tendría que hacerlo. Sabe, solo tengo vida privada cuando estoy en Inglaterra”.
Lo que Goodall ha compartido es su tiempo y experiencia con las nuevas generaciones de primatólogos que florecen década tras década. “Es la punta de la pirámide”, afirma Craig Stanford, profesor de ciencias biológicas y antropología de la Universidad del Sur de California, donde también es codirector del Centro de Investigación Jane Goodall USC. Stanford explica que, a fines de 1960 Jane invitó a dos jóvenes investigadores británicos, Anne Pusey y Richard Wrangham a trabajar con ella en Gombe y poco después, el estadounidense William McGrew se unió al equipo. Ahora ellos y muchos otros se encuentran en la cima de sus respectivos campos académicos y son responsables de la preparación de jóvenes eruditos (Pusey en la Universidad de Duke, Wrangham en Harvard, y McGrew en la Universidad de Cambridge).
“Estoy un poco desconcertada”, confiesa Goodall acerca de la incesante adulación de colegas, estudiantes y desconocidos de todo el mundo. “Muchas mujeres me dicen ‘Gracias a usted estoy haciendo lo que hago…’”, se interrumpe. “Y también hay niños que me han dicho, ‘Aprendí que, porque usted pudo, yo también puedo’”.
Goodall recuerda la primera vez que se percató del poder y el alcance de su mensaje. Caminaba por un mercado callejero de Fort Worth, Texas, cuando una pareja de avanzada edad la abordó. “La mujer dijo, ‘¿Me permite tocarla?’. Pensé, ‘¡Qué espeluznante!’”.
En otra ocasión topó con una pareja en el ascensor de un hotel y más tarde, le pasaron una nota por debajo de la puerta, preguntando si podría escribir una carta para su hijo, quien tenía problemas de anorexia y bulimia. Goodall aceptó y meses después, conoció al chico. “Lloró casi todo el tiempo”, recuerda. “Me dijo, ‘No lo sabe, pero creo que me salvó la vida. Todavía no me encuentro del todo bien, pero estoy en terapia y usted es la única que me ha dado esperanza y ha hecho posible que siga adelante”.
Todo debido a un encuentro fortuito en un ascensor. Goodall tiene cientos, tal vez miles de anécdotas semejantes. Y aunque ya se ha habituado, jamás aspiró a la fama. “Sé que es políticamente correcto decirlo, pero no me abruma. Solo estoy un poco sorprendida. ¿Cómo ocurrió? No busqué la fama. Siempre he sido yo misma”.
“Soy Jane, aquí estoy”.
Cuando sube al escenario de Bucknell, Goodall ni siquiera aguarda a que se disipe el estruendo de los aplausos antes de inclinarse hacia el micrófono y decir: “Empezaré con un saludo” y acto seguido, lanza un agudo y penetrante alarido selvático: “Hoo hoo hoo hoo hoo hoo hoooooo-hoo hoooooo-hoo hooooo”. Y entonces dice: “Eso significa, simplemente, ‘Soy Jane, aquí estoy’”.
El público estalla en una ovación.
En la tercera fila hay una niña de 10 años, amante de los insectos, que quiere ser científica cuando sea grande. “Jane Goodall es mi heroína”, confiesa Ellie Stoner. “Me encantan los animales y los chimpancés, y siempre he querido ir a África”.
“Solía llevar arañas en botellitas a todas partes”, interpone su madre, Tina Stoner. “De muy pequeña, lloró desconsolada cuando su abuela mató una, así que en casa está prohibido matar insectos”. Tina, quien es profesora, viajó siete horas en auto desde Lancaster, Ohio, para llevar a Ellie a la conferencia de esa noche. “Es una experiencia fabulosa para mi hija de 10 años”, asegura. “Las dos nos escapamos de la escuela”.
La anécdota me resulta muy familiar: una madre dedicada, dispuesta a lo que sea para promover la pasión de su hija por las ciencias y el mundo natural. Una niña que ama los insectos, que desea trabajar con animales y ansía visitar África.
Mientras Goodall se aproxima a la primera hora de su conferencia, se dirige a los jóvenes del público. “La juventud es mi gran esperanza, porque cuando los jóvenes conozcan los problemas y estén empoderados para actuar, podrán cambiar y cambiarán el mundo”, asegura. “Cada día de nuestras vidas dejamos una huella en el planeta, y cuando miles de millones de personas tomemos las decisiones éticas, ecológicas y sociales correctas, tendremos un mundo que no nos avergüence heredar a nuestros nietos”.
Durante casi tres horas antes que iniciara la conferencia, pregunté casi lo mismo a cada niño que entrevisté. “Si pudieras preguntarle cualquier cosa a Jane Goodall, ¿qué le dirías?”. Y siempre obtuve la misma respuesta: todos querían saber por qué, de todos los animales de la Tierra, eligió estudiar a los chimpancés. Todos menos Ellie. Su pregunta, como diría Goodall, tenía todas las trazas de una científica en ciernes: “Si regresa a África, ¿puedo acompañarla?”.