Documentos secretos recién desclasificados revelan las extrañas –y por momentos, espeluznantes- argucias detrás de la frenética carrera espacial.
El agente de la CIA sujeta fuertemente el enorme volante mientras retrocede el gran camión plataforma por la entrada de la cerca de madera, de tres metros de altura, que rodea el desguace. Cuando el vehículo se detiene, el conductor y otros operativos encubiertos se mueven rápidamente a cobijo de la oscuridad y cierran la puerta, que apenas libra el parachoques delantero. Luego, todos corren a la parte trasera del camión y saltan a la plataforma para abrir, cuidadosamente, el gigantesco cajón de madera que transporta, teniendo cuidado de no dejar marcas.
Así termina la primera fase de su, hasta entonces, misión secreta: la inteligencia estadounidense ha robado –digamos, tomado prestada- una de las tecnologías más importantes de la Unión Soviética, un vehículo espacial Lunik, componente clave en su carrera contra Estados Unidos para ser los primeros en llegar a la Luna.
El “secuestro” del misil, que se llevó a cabo sin que los soviéticos se enteraran, es una de muchas operaciones y estrategias secretas, descabelladas y a veces peculiares que han quedado expuestas, por vez primera, en una serie de documentos gubernamentales recién desclasificados sobre la llamada carrera espacial, entonces considerada importante por razones militares, pero en general tenida como propaganda para inflamar el orgullo nacional.
No es un machista cuento de proezas heroicas salido de “Elegidos para la gloria”, como los que plagan los libros de historia de los bachilleratos estadounidenses, sino un relato repleto de errores, tropiezos, riñas y al menos una idea que solo a un loco se le ocurriría: hacer estallar la Luna.
La bien pulimentada historia del exitoso esfuerzo estadounidense para llevar a un hombre a nuestro satélite natural inició en 1961, cuando el presidente John F. Kennedy anunció su intención de enviar una misión tripulada a la Luna para fines de esa década y culminó ocho años después, con Neil Armstrong descendiendo del módulo de alunizaje y declarando que daba un pequeño paso para un hombre, pero un paso gigantesco por la humanidad. Sin embargo, los documentos recién liberados, que datan de la década de 1960 y 1970 y fueron obtenidos, en su mayor parte, por el Archivo de Seguridad Nacional de la Universidad George Washington, hacen un retrato mucho más confuso y hasta espeluznante acerca de lo que ocurría tras bambalinas en lo que, sin duda, ha sido la competencia internacional más importante en la historia de la humanidad.
Muchos proyectos fueron desarrollados por el Ejército estadounidense que, decidido a encontrar la manera de utilizar la Luna para fines bélicos, trazó planos para una base militar parcialmente enterrada bajo la superficie selenita; creó diseños para construir reactores nucleares (si bien nadie se detuvo a pensar cómo eliminarían los desechos radiactivos en el vacío espacial); y realizó detallados estudios recomendando que Estados Unidos detonara un arma nuclear cerca o directamente en la Luna, con la esperanza de precipitar un “lunamoto” y meterles tremendo susto a los rusos.
El motivo de las frenéticas intrigas en los dos frentes de la Guerra Fría no fue la altruista promoción científica ni el deseo de alimentar el orgullo nacional; lo que ambos pretendían era llegar primero a la Luna porque, supuestamente, eso les conferiría la superioridad militar en el prolongado, amargo y costoso enfrentamiento. “El fracaso de poner a un hombre en un bien inmueble extraterrestre planteará graves interrogantes políticas y al mismo tiempo, socavará el prestigio y la influencia de Estados Unidos”, se lee en un documento del Ejército fechado en 1959, donde se describe un programa secreto denominado Proyecto Horizonte. “[Además], las posibilidades de realizar operaciones futuras en el espacio… son de tal magnitud que resultan casi inimaginables… Las interacciones de la guerra espacial y terrestre son tan grandes que pueden generar conceptos radicalmente nuevos”.
Pillados con los cohetes en la masa
Los documentos desclasificados revelan que la inquietud estadounidense sobre el dominio lunar o espacial se acentuó justo después de la Segunda Guerra Mundial, con la captura de cohetes alemanes V-2 conocidos como “armas de venganza”. Aunque esos misiles balísticos de propergol líquido no fueron diseñados para llegar al espacio, su capacidad para elevarse hasta 80 kilómetros en el aire –dos terceras partes de la atmósfera terrestre- planteaban la tentadora e inquietante posibilidad de que el arma que los nazis usaran para bombardear Gran Bretaña pudiera contener el secreto para transportar un hombre al espacio.
En 1948, dos grupos militares estadounidenses recibieron la encomienda de desarrollar sistemas para explorar la atmósfera superior con cohetes: el Centro de Investigaciones Cambridge de la Fuerza Aérea y el Laboratorio de Investigación Naval. Por desgracia, como denunció después un análisis de la CIA, dichas organizaciones pronto cayeron en el tipo de rivalidad interdivisional que ha arruinado incontables esfuerzos. “Había considerables tensiones entre [la Fuerza Aérea y la Armada]”, informa el documento de 1984. “Una perniciosa rivalidad minó el esfuerzo estadounidense”.
También al tanto de los cohetes nazis, los soviéticos impulsaron un programa para el espacio sideral utilizando réplicas del V-2 y el misil balístico intercontinental SS-6 y así, hacia fines de la década de 1950, comenzaron a lanzar misiles desde Siberia con la etapa Lunik encima. Pero muchos intentos iniciales fracasaron, sobre todo por problemas de lanzamiento.
El 4 de octubre de 1957 funcionarios de Estados Unidos y la Unión Soviética se reunieron en la Academia Nacional de Ciencias de Washington, D. C. como parte de un esfuerzo internacional para cooperar en algunos aspectos de la exploración espacial. Encabezados por el delegado en jefe, Richard Porter, los estadounidenses presionaron a sus homólogos rusos para obtener información sobre su programa de satélites. ¿Cuándo fijarían la fecha para el lanzamiento oficial de alguno de esos vehículos espaciales?, preguntaron. Pero sin importar la insistencia (y agresividad) del interrogatorio–“casi al extremo de resultar embarazoso”, según un documento- los soviéticos no soltaron prenda.
Porter abandonó la reunión, frustrado… y un tanto satisfecho, pues había confirmado que la inteligencia estadounidense tenía razón: los soviéticos estaban mucho más retrasados que Estados Unidos y, por ello, se negaban a fijar una fecha para el lanzamiento.
Esa noche, algunos miembros de la delegación estadounidense asistieron a una fiesta en la embajada soviética y durante la celebración, Porter recibió una llamada. Cuando fue a contestarla, un oficial estadounidense le dijo que acababan de lanzar al espacio el Sputnik 1, el primer satélite terrestre. Porter escuchó por teléfono la señal interceptada, de 40 megahertzios. Los pitidos que transmitía el Sputnik significaban que Estados Unidos estaba muy a la zaga en la carrera para llegar a la Luna.
Hacia 1959, la inteligencia estadounidense desarrolló lo que prometía ser una tecnología útil: un equipo que podía interferir con los sistemas electrónicos de satélites en órbita; de hecho, la teoría era que el dispositivo podría tomar el control del objeto orbital. Se hicieron pruebas, pero justo antes que pudieran dirigirlo hacia el satélite soviético, funcionarios de inteligencia contactaron con un consultor de la Agencia Nacional de Seguridad para conocer su opinión y este echó por tierra sus intenciones diciendo que era una pésima idea. Agregó que, si usaban el equipo, Estados Unidos sentaría el precedente de que estaba permitido que un país interfiriera con los satélites de los demás y si todos empezaban a hacerlo, nadie podría utilizarlos. Así pues, el equipo fue desmantelado para asegurar que nunca se usara, ni siquiera accidentalmente.
La primera Guerra de las Galaxias
El Ejército estadounidense era, con mucho, el principal interesado en llegar primero a la luna, y no por razones políticas. Todo lo contrario. Consideraba que la luna era la máxima presea en la inminente carrera armamentista espacial.
Uno de los programas secretos más descabellados era el Proyecto Horizonte, que pretendía establecer una avanzada base militar selenita para proteger los intereses de Estados Unidos en el satélite (algunos estrategas creían que el primer país en alunizar podría reclamarlo para sí); construir un sistema para vigilancia militar de la Tierra y el espacio; desarrollar transmisiones electrónicas que pudieran enviarse de la Tierra a la Luna y viceversa permitiendo comunicaciones a enormes distancias; y por supuesto, preparar operaciones militares.
Analistas del Ejército concluyeron que la construcción de esa base lunar sería uno de los esfuerzos más grandes e importantes en la historia estadounidense, comparable al desarrollo de la bomba atómica. “El establecimiento de una avanzada base sería un proyecto especial con autoridad y prioridad semejante al Proyecto Manhattan de la Segunda Guerra Mundial”, decía un estudio del Ejército fechado en 1959. “Una vez establecido… el espacio o por lo menos, la porción del espacio exterior que abarca la Tierra y la Luna sería considerado un escenario militar”.
El Ejército pretendía utilizar los cohetes Saturno para lanzar 74 misiones hacia fines de 1964. Algunas naves quedarían ancladas a una estación espacial orbital a medio camino de la Luna y de allí enviadas a su destino final. Para enero de 1965, las primeras naves de carga transportando los materiales necesarios para la construcción de esa colosal estación empezarían a posarse en la superficie lunar y tres meses después se llevaría a cabo el primer vuelo tripulado por dos hombres. La construcción daría inicio inmediatamente y la base para 12 militares quedaría terminada y lista para ocuparse en noviembre 1966.
Según el Ejército, el proyecto –incluyendo lanzamientos, materiales y construcción- tendría un costo de 6000 millones de dólares. Basta decir que la base nunca se construyó.
Detonar la luna
El mismo año que el Ejército proponía una base lunar, la Fuerza Aérea iba más allá: quería lanzar una bomba nuclear hacia la luna.
Analistas del Centro de Armamento Especial de la Fuerza Aérea, en Nuevo México, sugería detonar una bomba nuclear cerca de la Luna o en su superficie, con la finalidad, según el estudio, de precipitar “lunamotos” que pudieran estudiarse. “Las observaciones sísmicas de la Luna son de enorme interés potencial desde la perspectiva de las teorías fundamentales sobre el desarrollo del sistema solar y la propia Luna. Una gran explosión contribuiría a garantizar el éxito de un primer experimento sísmico”.
¿Otra razón para detonar a la Luna? Demostrar al mundo que Estados Unidos podía hacerlo. “Los efectos positivos específicos corresponderían a la nación que primero realizara dicha proeza como demostración de su avanzada capacidad tecnológica”, decía el informe. Por supuesto, proseguía, habría una considerable respuesta negativa en todo el mundo si Estados Unidos detonaba una bomba nuclear en o cerca de la superficie lunar, “a menos que el clima de la opinión internacional estuviera bien preparado”.
Mientras Estados Unidos se enfrascaba en sueños de nubes nucleares en el cielo, los soviéticos desarrollaban planes más coherentes. Apenas un año después de las propuestas estadounidenses de bombas y bases lunares, en octubre de 1960, la inteligencia de Estados Unidos detectó el lanzamiento de dos vehículos espaciales soviéticos que, según fuentes oficiales, eran los objetos más pesados jamás enviados al espacio. Los primeros datos interceptados proporcionaron suficiente información para confirmar que había sido un cohete en etapa de paralelo con cuatro grandes impulsores a los lados, lo que difería del diseño convencional con impulsores en la parte inferior de la nave. Casi de inmediato, los estadounidenses comprendieron que sucedía algo muy inusual.
Analistas de inteligencia de Estados Unidos recogieron la información de telemetría, analizaron las ventanas de lanzamiento y evaluaron direcciones y velocidades y, en breve, se dieron cuenta de que los soviéticos pretendían llegar a Marte.
Aquel esfuerzo fracasó, pero unos meses después la Unión Soviética intentó volar a Venus. En ese segundo intento, pusieron el satélite en la órbita terrestre y después de dar casi una vuelta completa al planeta, un impulsor se apagó enviando la nave hacia Venus. Fue la primera vez que alguien utilizaba la atracción gravitacional terrestre como una honda y la técnica fue inmediatamente copiada por Estados Unidos, ya que permitía acelerar y desacelerar cohetes utilizando la gravedad en vez de depender del pesado propergol y al no tener esa carga adicional, podrían llegar más lejos.
Operación “Cohete en el bolsillo”
A principios de la década de 1970 la mala planificación, los proyectos descabellados y los errores de espionaje ocasionaron que Estados Unidos cometiera muchos errores en la Carrera Espacial, pero la ciA se anotó uno de sus mayores logros al robar un misil Lunik sin que los guardias soviéticos se dieran cuenta. El caudal de información secreta obtenida de aquel vehículo permitió que Funcionarios espaciales estadounidenses descubrieran las capacidades y limitaciones de una nave espacial rusa y tomaran lo que servía. Mas el éxito de la operación de la CIA se debió únicamente a la fanfarronería soviética.
La agencia se enteró de que los rusos harían una gira para mostrar sus logros industriales y económicos con exhibiciones de maquinaria, estaciones eléctricas y equipos nucleares, y se rumoraba que la muestra incluiría modelos de vehículos espaciales Sputnik y Lunik.
La serie Lunik se componía de naves espaciales robóticas enviadas a la Luna entre 1959 y 1976. Fueron diseñadas para alunizar o seguir la órbita lunar y 15 lanzamientos concluyeron en misiones exitosas. Cuando se llevó a cabo el operativo de la CIA, solo se habían lanzado tres Lunik: el primero pasó de largo junto a la Luna y cayó en una órbita alrededor del sol; el segundo golpeó exitosamente la superficie lunar; y el tercero orbitó la Luna y alcanzó el, hasta entonces, desconocido lado oscuro, desde donde transmitió imágenes a la Tierra.
Aquello era muy superior a los logros estadounidenses, quienes estaban desesperados por desentrañar la tecnología rusa, y la exhibición itinerante parecía ofrecer la oportunidad perfecta para “ver bajo el capó” sin que los soviéticos se enteraran.
Pero tras un debate ulterior, alguien señaló que los rusos no se arriesgarían a transportar, de país en país, una versión funcional de su misil, así que solo usarían un modelo, ¿correcto?
La CIA decidió que nada se perdía con verificar y así, mientras la muestra iba de una ciudad a la siguiente, la dependencia estadounidense se apoderó del manifiesto de embarque. Entre los artículos de la lista había “modelos de un aparato astronómico”, con dimensiones muy parecidas a las de un Lunik. Los agentes de la estación de la CIA más próxima a la siguiente ciudad donde se montaría la exhibición recibieron la orden de encontrar la manera de dar un vistazo al equipo y si en realidad era el Lunik, obtener toda la información posible.
Los estadounidenses concluyeron que sería imposible hacerse con el equipo en la exhibición, porque habría seguridad las 24 horas del día. Eso significaba que la única ocasión en que el Lunik no estaría bajo vigilancia continua era durante el traslado de una ciudad a otra.
El transporte se realizaba en camión y después por tren. Agentes estadounidenses trataron de sobornar a los lugareños para abordar el tren en secreto, desviar el carro de carga con el Lunik a una vía lateral y de allí, a un depósito donde podrían estudiarlo toda la noche; pero no hallaron colaboradores locales que tuvieran vínculos con el ferrocarril y pudieran apoyarles en una empresa de semejante complejidad.
Solo quedaba el camión.
El día de la operación, los soviéticos cargaron el Lunik en una gran caja de madera –que los agentes estadounidenses habían fotografiado muchas veces- y la depositaron en un camión plataforma para transportarla a la estación de trenes. En colaboración con algunos lugareños, agentes estadounidenses hicieron arreglos para que el camión quedara al final del convoy que partía del terreno de la exhibición; también “hicieron migas” con el conductor y aseguraron su completa cooperación.
Esa noche, los agentes de la CIA apostados en la estación ferroviaria vigilaron detenidamente al guardia soviético que verificaba cada componente de la muestra y concluyeron que el hombre no tenía manera de comunicarse con sus colegas en la sede de la exhibición.
Cuando el camión salió del parque de la feria, los operativos lo mantuvieron monitoreado, y tras asegurarse que los soviéticos ya no lo observaban, lo desviaron hacia una salida, cubrieron la enorme caja de madera con una lona y escoltaron al chofer del camión hasta un hotel de las cercanías, donde lo mantuvieron toda la noche. Un nuevo conductor, que trabajaba para la CIA, tomó el volante y condujo el camión hasta un desguace que la agencia había alquilado por una noche.
Los operativos recibieron entonces una llamada dándoles luz verde: su hombre en el patio de trenes informaba que, al parecer, el supervisor soviético de la estación había concluido que el camión del Lunik iba demorado, de manera que recogió sus cosas y se marchó. Eso significaba que nadie sabía que el Lunik había desaparecido y nadie lo buscaría antes de la mañana siguiente.
Los agentes subieron a la plataforma trasera. Dos miembros del equipo retiraron cuidadosamente la tapa de la caja asegurándose de no dejar marcas que delataran que había sido abierta. Mientras desprendían con cuidado los tablones, de pronto se vieron rodeados de luces. Por un momento creyeron que era una emboscada, pero al fin comprendieron que las lámparas del desguace se encendían todas las noches a la misma hora.
Una vez abierta la caja, introdujeron una escalera de mano y descendieron. En el interior tomaron fotografías de cada detalle del Lunik, de cabo a rabo. Después retiraron una ventana y se introdujeron en el vehículo, fotografiando cuanto veían. Entonces se dieron cuenta de que, para acceder a una parte del misil, tendrían que retirar un sello de plástico estampado y un alambre. De inmediato llamaron a la estación de la CIA cercana, donde el personal aseguró que podrían duplicarlo y con esa promesa, rompieron el sello… que varias horas más tarde volverían a colocar. Habían desenvuelto el regalo de Navidad y tras sacar el contenido volvieron a poner papel, cintas y moños en su lugar.
Terminaron el trabajo hacia las 4 a. m. y recogieron todo su equipo. Un auto llegó a recogerlos; los operativos lo abordaron y se alejaron. El hombre que introdujo el camión en el desguace se puso al volante y a las 5 de la mañana dejó el vehículo en un sitio previamente acordado. Allí, el conductor original se hizo cargo y entregó el camión en el patio de trenes.
Poco después apareció el mismo guardia soviético que, la noche anterior, revisara los elementos de la lista que llegaban a la estación. Firmó de recibido por el camión que transportaba el Lunik y la caja de madera fue trasladada al tren que la conduciría a la siguiente exhibición.
La inteligencia estadounidense jamás detectó indicio alguno de que los rusos se hubieran percatado del secuestro del Lunik.
Fue un gran logro para la CIA; uno que, en 1969, aún se describía orgullosamente a los reclutas para resaltar la importancia de la agencia en el programa espacial que convirtió a Neil Armstrong en el primer hombre que caminó sobre la Luna.