¿Por qué la derrota de los franceses contra México se establece el 5 de mayo de 1862 y no el 2 de abril de 1867?
En 1823, el presidente de Estados Unidos James Monroe le dejó clara a Europa la doctrina que lleva su nombre: América para los americanos; es decir, para ellos. Esto es lo que se conmemora cada 5 de mayo.
Nuestra futbolera realidad
Como ya se acerca el Mundial, pensémoslo en fútbol. Imaginemos un partido decisivo entre México y Francia. El contexto no nos favorece: el equipo mexicano ha estado desunido, sumergido en el caos, con conflictos internos y sin disciplina; mientras, el francés es considerado por muchos la mejor selección de todos los tiempos: hombres fuertes, entrenados, preparados, disciplinados y acostumbrados a las victorias.
Pero con todo en contra, el equipo mexicano, con Ignacio Zaragoza como director técnico y Porfirio Díaz como capitán, en una suma de estrategia, acciones inesperadas y un gran derroche de valor, derrotan a los franceses… en el primer tiempo, que termina 1–0 a favor de los nuestros. Así de confiados nos vamos a los vestidores, sin considerar que los franceses podían tener refuerzos, hacer cambios, planificar otra estrategia y salir con la única idea de la victoria para el segundo tiempo.
Comienza ese segundo tiempo y los franceses llegan al corazón del área mexicana, nos derrotan aplastantemente y ganan el partido. México jugó como nunca… pero perdió. Los franceses se alzan con la victoria, y en símbolo de su triunfo hacen izar su bandera en nuestro territorio. Más o menos eso fue la Batalla de Puebla del 5 de mayo de 1862… y el contraataque exitoso de los franceses en marzo de 1863, del que evidentemente nada se cuenta en nuestra historia.
Bajo ninguna circunstancia se debe quitar mérito a Ignacio Zaragoza, o a Felipe Berriozabal, o a Porfirio Díaz, héroes de la batalla. Mucho menos a Benito Juárez, quien finalmente era el presidente y, por lo tanto, el máximo responsable del país. Pero aunque se ganó una batalla el 5 de mayo de 1862, se perdió la guerra, pues en marzo de 1863 los franceses nos derrotaron, nuevamente en Puebla, y para junio habían tomado la capital. Vaya, finalmente y derivado de todo lo anterior, para 1864 teníamos el imperio de Maximiliano, auspiciado por Napoleón III y sostenido precisamente con las tropas francesas. Triunfo efímero el del 5 de mayo.
Volviendo a la metáfora futbolística también podríamos decir que, a dos partidos, quedamos empatados. El desempate se jugó el 2 de abril de 1867, cuando México, comandado ahora de forma absoluta por Porfirio Díaz, derrotó a los franceses de manera definitiva. ¿Por qué se celebra el 5 de mayo de 1862 y no el 2 de abril de 1867? Simple a primera vista: la historia oficial hizo de Juárez un héroe y de Díaz un villano; pero hay más.
Habría que cuestionar esa mexicana tradición histórica de conmemorar derrotas o victorias a medias; pero más cuestionado debería ser el hecho de que en Estados Unidos se festeje con tanta algarabía el 5 de mayo. Ese día el gobierno deja de perseguir migrantes y pretende querer a los mexicanos a los que discrimina el resto del año. Vaya, hasta invitan a nuestros paisanos, y a personas ilustres de toda América Latina, a pasar el día en la Casa Blanca, en un festejo que allá se llama Día de la Hispanidad. Por qué, si ellos no ganaron nada ese día… ¿o sí?
Difícil de comprenderlo en México, derivado de esa tradición nuestra de hacer historia mirándonos el ombligo, aislados del mundo, porque somos tan obcecadamente nacionalistas que pretendemos que a nuestro país, soberano como es, no le afecta esa inmensa teoría del caos que es la historia.
Lo cierto es que todo ese episodio conocido como Intervención Francesa, desde que fue planeada la invasión en 1861, hasta que fueron expulsados en 1867, con fusilamiento de Maximiliano incluido, fue, como siempre, algo que México vio pasar sin poder hacer mucho, algo que dependió de cómo los poderosos de cada época planean sus repartos del mundo, de cómo México siempre ha sido estratégico, y de cómo casi nunca le logramos sacar ventajas a esa estratégica situación nuestra. Quizá precisamente por nuestro ombliguismo histórico, tal vez, como suelo señalar, por estar casi siempre muy ocupados peleando entre nosotros, y seguramente por una combinación de dichos factores.
La era del imperialismo
Ese es el nombre del período histórico que va de la segunda mitad del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial: la era del imperialismo. Lo anterior porque precisamente es la etapa en que las grandes potencias europeas, o los países que aspiraran a serlo, se dedicaron a crear imperios mundiales hasta repartirse el planeta entero. Cuando todo estaba repartido y aún querían más, comenzó la guerra mundial.
Todo tiene su origen en la Revolución Industrial, que fue una consecuencia del proyecto burgués que comienza con la Ilustración. El proyecto burgués es claro: dominio total, y usar el conocimiento, la ciencia y la tecnología para obtener dicho dominio. Para lo anterior tenían que derrocar a los poderes del antiguo régimen, que es lo que comenzaron a hacer con la Revolución Francesa, y para detentar el poder que le quitaban a los monarcas hacía falta un nuevo discurso legitimador; ese discurso se llama democracia, tan falso como el derecho divino de los reyes.
La Revolución Industrial fue básicamente que el hombre europeo descubrió nuevos energéticos, como el vapor y la electricidad, y con ello pudo mover máquinas que hacían el trabajo de cientos o miles de hombres. La potencia de producción se multiplicó de forma nunca antes vista y jamás pensada.
La capacidad de transformar recursos naturales en bienes de consumo, que es lo que significa industrializar, otorgó a los poderosos de entonces más poder del que jamás hubiera podido soñar algún otro poderoso de la historia; pero también les generó más necesidad de recursos que en cualquier otro momento, más ambición de posesiones y obsesión de dominio; como consecuencia, y lo más grave e importante: la capacidad bélica industrial de obtener todo lo anterior.
La lógica era simple: con los nuevos combustibles y tecnologías podemos producir mucho más, pero para aumentar esa transformación de recursos necesitamos precisamente más recursos, y como en Europa hay pocos, se necesita los del resto del mundo. Además no basta la producción, la riqueza depende de la venta, lo cual significa que necesitamos mercados; y ya que estamos obteniendo colonias por todo el planeta para despojarlas de sus recursos, esas mismas colonias serán también nuestros mercados. Ahí está la receta para enriquecer a Europa a través del empobrecimiento del resto del mundo.
Europa comenzó la lenta conquista de África y Asia desde el siglo XVI, cuando la economía se basaba en el intercambio, y bastaba con el dominio de los puertos. Para mediados del siglo XIX todo el continente africano, el Indostán, la Indochina y el sureste asiático, era propiedad de una decena de países europeos… y no les era suficiente, con lo que América era su gran tentación.
América para nosotros: la Doctrina Monroe
Por más tentadora que resultase América a las potencias europeas de principios del siglo XIX, la realidad era que el continente pertenecía a España, aunque la economía de los virreinatos dependía en gran medida de Inglaterra… así es que los ingleses decidieron independizar América; mejor aún, convencieron a los hispanoamericanos de que eran ellos los que querían la independencia. Fue así que algunos criollos miembros de la masonería inglesa, educados en Inglaterra, con planes de liberación hechos en Inglaterra, y con financiamiento inglés, como Simón Bolívar o José de San Martín, comenzaron la “liberación” de América.
Pero, le pese a quien le pese, había un país americano, el primero en independizarse, donde sí había objetivos, planes y proyectos a largo plazo: Estados Unidos. El proyecto a largo plazo de aquel país era ser potencia mundial, para eso había que convertirse en un gigante económico, para lo anterior había que entrar a la carrera industrial, y para lograr eso era necesario, siguiendo el modelo europeo, tener territorios para obtener los recursos que alimentaran la industrialización, y que a su vez funcionaran también como mercados. Fue en ese contexto que James Monroe dijo lo de América para los americanos.
La Doctrina Monroe era de doble vía, no era solo exigencia, sino ofrecimiento; un país emergente planteando un reparto del mundo: una invitación a que Europa no se metiera en América, y a cambio Estados Unidos no se metía en África y Asia, los territorios que las potencias europeas estaban colonizando.
Visión a largo plazo; en aquel tiempo no había comenzado la gran industrialización del país, ni tenían la posibilidad de derrotar a los europeos, pero iban marcando su territorio; el tema, desde luego, era que los europeos respetaran esa sentencia, cosa que desde luego no hicieron. Eso es lo de menos, ahí estaba el proyecto y la sentencia; el poder para llevarlo a cabo vendría después.
Los delirios de grandeza de Napoleón
Francia siempre había querido una parte de América para ella y nunca logró tenerla y mantenerla; más allá de algunas islas sin importancia y un pedacito de la costa sudamericana. Desde el siglo XVI quedaron fuera del reparto del sur, y en 1763 tuvieron que ceder a Inglaterra y a España la parte que poseían en América del Norte. Pero los franceses jamás olvidan y el siglo XIX presentaba la oportunidad de la revancha.
Los delirios de grandeza de Napoleón I, y la necesidad de financiar sus guerras europeas, lo hicieron vender Luisiana, un territorio que Francia había recuperado recientemente; los delirios de grandeza aún mayores de su sobrino, Napoleón III, lo hicieron pensar en un imperio americano… ahí es donde entra México.
Luis Napoleón Bonaparte fue presidente y luego emperador de Francia de 1848 a 1870; ese es el período de la gran carrera industrial francesa. Napoleón III veía con miedo la expansión norteamericana, la Doctrina Monroe, pues, no le gustaba; y buscaba fortalecer a algún país de la América Hispana, Latinoamérica como él la bautizó, o crear uno, suficientemente fuerte para frenar a la potencia yanqui.
La debilidad mexicana daba una oportunidad. El país se había desgarrado en una terrible guerra civil entre 1858 y 1861, guerra entre conservadores y liberales que para 1861 ganaron, por lo menos momentáneamente, los segundos, con Benito Juárez como presidente.
Pero no fue el fin de la guerra. Primero es importante recordar que la guerra la ganaron los liberales gracias al apoyo de Estados Unidos, con quien en 1859 Juárez firmó el Tratado Mac Lane-Ocampo, a través del cual cedía a perpetuidad para Estados Unidos tres franjas de territorio mexicano. Fue una fragata estadounidense, la Saratoga, la que derrotó del todo a Miguel Miramón, y le hizo entender que la guerra ya no era contra Juárez, sino contra el vecino del norte.
La situación en Estados Unidos no era fácil, el país venía arrastrando una serie de conflictos internos que también se transformaron en guerra civil (guerra de secesión) en 1861, guerra que se prolongó hasta 1865. Este escenario, guerra interna en Estados Unidos, fue la oportunidad que vio Napoleón III para intervenir en México… pero necesitaba un pretexto.
El pretexto lo dio el propio presidente Juárez, quien, una vez restablecido su poder en la capital mexicana, en enero de 1861, declaró de forma unilateral la suspensión de pagos de deuda externa por dos años. Aquello por sí mismo no era causa de guerra, tan solo de presión y negociación, que fue lo que hicieron Inglaterra y España… pero Napoleón III ya había negociado con los conservadores mexicanos una invasión, es decir, el contraataque conservador.
LAS tres batallas de Puebla
Flotas de Inglaterra, España y Francia llegaron a México a principios de 1862, los primeros aceptaron las negociaciones con el gobierno de Juárez, pero los franceses ya tenían otros planes y procedieron a la invasión.
En las cercanías de Puebla comenzaron las hostilidades desde el 2 de mayo, pero fue en la mañana del 5 cuando se enfrentaron los ejércitos. Entre la estrategia de Ignacio Zaragoza y la impaciente temeridad de Porfirio Díaz, los franceses cantaron la retirada. Victoria mexicana. Las armas mexicanas se cubrieron de gloria, escribió Zaragoza a Juárez.
El problema es que se ganó en Puebla y se hizo retroceder a los franceses, pero no se les persiguió, no se fue por ellos a Córdoba donde estaban instalados, no se les replegó hasta el puerto ni se les expulsó del territorio. Ahí, en Córdoba, los franceses tuvieron tiempo de recuperarse, recibir 30 000 hombres franceses de refuerzo, más mexicanos conservadores, y volver a lanzarse sobre Puebla en marzo de 1863. Nuestra derrota en esa segunda batalla de Puebla fue aplastante, las tropas franco-mexicanas siguieron su avance, y para junio de 1863 ocupaban la capital mexicana.
Los conservadores mexicanos y los invasores franceses ganaron en 1863 e impusieron el imperio de Maximiliano en 1864… ese efímero Segundo Imperio Mexicano fue brevemente más largo que el primero, pero solo duró tres años, ya que en la tercera batalla de Puebla, 2 de abril de 1867, Porfirio Díaz derrotó definitivamente a las tropas imperiales, conformadas por muy pocos franceses que aún quedaban, algunos soldados belgas y austriacos pagados por la Casa Habsburgo, y decenas de miles de mexicanos del bando conservador.
El triunfo final fue para México, el Imperio fue derrotado, y Juárez demostró que no lo arredraban ni Napoleón III ni los Habsburgo. La coyuntura mundial fue la que jugó de nuestro lado, pero con una diferencia: Benito Juárez sí supo cómo poner el contexto a nuestra favor, entre otras cosas, por haber tenido siempre muy claro algo que los juaristas de hoy no entienden: que Estados Unidos es el aliado natural.
En 1865 terminó la guerra civil norteamericana, el gobierno de Estados Unidos pudo mandar apoyo al de Juárez; y Napoleón III comprendió que, a partir de ese momento, apoyar a Maximiliano sería estar contra Estados Unidos. Pero el momento decisivo se dio en 1866, cuando eventos absolutamente ajenos a nosotros, y un personaje que hipotéticamente nada tiene que ver con nuestra historia, marcaron el rumbo: Otto von Bismarck, canciller prusiano del rey Guillermo I, estaba decidido a unificar todos los estados germanos en un solo Imperio Alemán. En 1866 creó la Confederación Germana del Norte, y comenzó la integración de los estados alemanes del sur, entre ellos Alsacia y Lorena. Eso fue lo que terminó de motivar a Napoleón III, en ese mismo año, a retirar sus tropas de México.
Fue así como, entre el valor y coraje de los mexicanos liberales, la desunión de los mexicanos conservadores, el fin de la guerra civil norteamericana y el proceso de unificación alemana en Europa, se terminó de decidir nuestro destino. A todo eso, desde luego, hay que añadir la mente estratégica de Benito Juárez, el hombre que supo entender lo valioso e importante que era México para los planes norteamericanos, y supo jugar bien esas cartas.
Finalmente, Melchor Ocampo, en nombre del gobierno de Juárez, ya había firmado el Tratado que lleva su nombre y el de Robert Mc Lane, ministro de Estados Unidos. Para derrotar a los conservadores comprometió parte del territorio, pero obtuvo la ayuda necesaria. Después supo aprovechar la debilidad estadounidense a causa de la guerra de secesión, y entender que la defensa de la soberanía nacional mexicana era también la defensa de la Doctrina Monroe; que Estados Unidos tenía tanto interés y necesidad de liberar México como el propio México.
Estados Unidos siempre ha necesitado de México, pero Benito Juárez, el gran aliado y admirador de los norteamericanos, porque eso fue siempre, ha sido de los pocos políticos de este país en sacar ventaja de esa situación, quizá por no entregarse, como todos desde la revolución, al discurso lastimero. Otro que entendió la alianza natural, así como la interdependencia estratégica entre los dos países, fue Carlos Salinas de Gortari… pero esa es otra historia.
¿América para los mexicanos?
El triunfo definitivo en el que México recupera su soberanía, y en el que Estados Unidos celebra la consagración contundente de la Doctrina Monroe (porque con el fin del Imperio Mexicano se acabó el intervencionismo europeo en América) no es el 5 de mayo de 1862, sino el 2 de abril de 1867. ¿Por qué los norteamericanos conmemoran el 5 de mayo? Para que su mito no choque con el nuestro, que es finalmente del que se están colgando; y quién sabe, quizá un poco porque Díaz nunca fue para ellos el aliado que fue Juárez, finalmente don Porfirio, para no depender en exclusiva de Estados Unidos, les abrió las puertas de nuestra economía también a los europeos.
5 de mayo o 2 de abril, poco importa para ellos, que son pragmáticos ante todo. Finalmente es el día en que toda la América Hispana, y por eso ellos le llaman Día de la Hispanidad, quedó absolutamente bajo su dominio; dominio que, de haber seguido teniendo hombres como Juárez y Díaz, sería en sociedad con México… pero luego llegó la Revolución y su nacionalismo barato, sus discursos lastimeros, y comenzamos a mirarnos el ombligo como si ahí hubiera respuestas.
Juan Miguel Zunzunegui es licenciado en comunicación y maestro en humanidades por la Universidad Anáhuac, especialista en filosofía por la Iberoamericana, master en materialismo histórico y teoría crítica por la Complutense de Madrid, especialista en religiones por la Hebrea de Jerusalén y doctor en humanidades por la Universidad Latinoamericana. Ha publicado cuatro novelas y varios libros de historia; lo pueden seguir en @JMZunzu y en su página www.lacavernadezunzu.com