Hay que reconocer que las grietas en la obra de García Márquez son minúsculas: el talento pasa con soltura sobre los defectos.
“La honra del escritor… hay que buscarla en su obra”: Frigyes Karinthy.
“Hemingway no fue nada más, pero tampoco nada menos, de lo que quiso ser: un hombre que estuvo completamente vivo en cada acto de su vida”, escribió Gabriel García Márquez al enterarse de que Ernest Hemingway se había despedazado la cabeza con una escopeta; es decir, conmovido, elogió su recuerdo.
Es natural que, ante la muerte, los medios se saturen de menciones, alusiones y elogios a la obra de un destacado autor. Ocurre también, en varios casos, que al laureado se le adjudican citas textuales o hechos apócrifos. Sostenido por un nombre, el fuerte legado puede ser confundido o distorsionado. Gabriel García Márquez pudo ver en vida —caso infrecuente en el mundo literario— que alguna cita o texto se le adjudicaba injustamente: hace muchos años comenzaba a circular por internet un mediocre poema atribuido al escritor colombiano. Ya que aparecía firmado con el peso del éxito que acompaña al Nobel, muy pocos se atrevieron a cuestionar la autoría del texto. El poema en cuestión era notoriamente malo y destacaba su pésima estructura, pero eso no impidió que le diera la vuelta al mundo en forma de “cadena” de correos electrónicos.
El poema apócrifo fue desmentido numerosas veces, el propio García Márquez afirmó: “Lo que más me puede matar es la vergüenza de que alguien crea que de verdad fui yo quien escribió una cosa tan cursi”. Acaso reapareció en alguna red social unos años después. La solución podía haber sido muy simple: García Márquez no escribe poesía.
Aunque no es del todo cierto, según Oscar Collazos, el joven de Aracataca comenzó su carrera creativa con el amor a la poesía: “A los 10 años de edad, Gabriel, Gabito, como ya le empiezan a llamar sus amigos, escribe versos y hace sus primeras bromas con la ‘literatura’”. Oscar Collazos rescata unas líneas que, afirma, los amigos del escritor recitan de memoria:
Esto no es nada indebido / esto es solo una simpleza, / con que mostrarte he querido / que tú por naturaleza / muy curioso siempre has sido.
Ocurre que el receptor promedio de una obra de arte (o cualquier elemento que quiera ser pasado como obra de arte) flexibiliza su panorama crítico si el renombre de un autor parece prioritario. Esta ventaja le permitió a Gabriel García Márquez salvarse de muchas críticas y correcciones.
La primera línea, por ejemplo, de su obra más afamada, Cien años de soledad, está mal escrita: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Fernando Vallejo, en un texto titulado Un siglo de soledad, hace notar este detalle con su estilo antisolemne, quizá agresivo o satírico:
“Voy a hacerte unas preguntas, Gabito, muchos años después, sobre tu libro genial que así empieza. ¿Muchos años después de qué, Gabito? ¿De la creación del mundo? Si es así, yo diría que tendrías que haberlo dicho, o algún malpensado podrá decir que se te quedó tu frase en veremos, como una telaraña colgada del aire. Pero si no es después de la creación del mundo sino «después de aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo», entonces algo ahí sobra. O te sobra, Gabito, el «remota» pues ya está en «muchos años después», o te sobra el «muchos años después» pues ya está en el «remota».
Tiene razón Fernando Vallejo: se trata de un error sintáctico. También es necesario evaluar a Vallejo y discutir si en verdad García Márquez plagió algo de la biografía de Rubén Darío —Miguel Ángel Asturias lo acusaba de plagiar a Balzac—. Aunque es evidente que no todos los señalamientos de Fernando Vallejo son válidos: la mayoría de sus argumentos parecen ser movidos por un hipercriticismo innecesario y algunas banalidades, como la selección del título del libro.
Al analizarlo críticamente hay que reconocer que las grietas en la obra del colombiano son minúsculas: su grandeza y talento han pasado con soltura sobre los defectos. Gabriel García Márquez tiene una intuición extraordinaria para la narración: decodifica las claves exitosas en la composición de una oración y en la trama, por lo mismo, la naturaleza vertiginosa de Cien años de soledad está basada en la proximidad de eventos, oraciones subordinadas fluidas, precisa adjetivación y rectitud en el uso de la lengua. Sus fallos son casi imperceptibles.
La fama ocasionalmente comporta una clase particular de permisibilidad que, usualmente, deslinda al público receptor del análisis de una obra. No es necesario leer una obra de manera crítica. Claro que no. Pero la comprensión de la estructura permite también un entendimiento más amplio del trabajo artístico, del esfuerzo que implica y de las características que le suman virtudes.
Si al fetichismo de la admiración a la figura célebre se le prenda el sentimentalismo de la muerte se corre el riesgo de elogiar una obra por las razones erróneas, de consolidar un trabajo artístico a la ambigüedad y pormenorizar sus verdaderos valores. Es improbable que ese sea el caso de Gabriel García Márquez: su genio creativo le ha asegurado uno de esos pasos a la memoria que difícilmente pueden opacarse con el brote de detractores.
La admiración de sus lectores se encargará de añadir el fetichismo simbólico o romántico de la muerte: la coincidencia de su fallecimiento con la conmemoración de la muerte de Sor Juana Inés de la Cruz, o que ocurrió un Jueves Santo, o que hacía poco celebró su cumpleaños, o que se fue el mismo año que otros grandes de la literatura como Gelman o Pacheco.
El mismo García Márquez, al escribir sobre el suicidio de Ernest Hemingway, se ve movido al elogio. Es un elogio justificado, pero el contexto lo torna abundante y repetitivo: en una lenta despedida o, bien, en un sentimentalismo muy natural de quien admira y pospone, obnubilado por la pena, la enumeración de las virtudes. Pero García Márquez, con su talento literario, no requería de un balazo para dar el toque morbosamente romántico al final de sus días: le bastó escribir. Y así como afirmaba sobre Hemingway: estuvo completamente vivo en cada acto de su vida.
Ese García Márquez que escribía entonces sobre la muerte de otro escritor no es muy distinto a lo que yo hago ahora o lo que hace el lector de estas líneas. Un gran hombre es digno de un luto a su medida. Y todo lector tiene derecho a sufrir la muerte de un escritor extraordinario o, llanamente, de otro hombre: uno colmado de talento o bondades.
No importa que usted no haya conocido a Gabriel García Márquez en persona, si usted fue su lector, usted se apropió de algo: es suya la emoción que revelan las páginas y es suya la lamentación de su muerte. Un corazón dolido no impide apreciar la belleza en las cosas.
No es necesario adjudicarle al autor de Del amor y otros demonios poemas apócrifos, ni otorgarle actos que nunca realizó, ni vagar como autómatas repitiendo una selección de sus frases célebres: basta leerlo, esa es justicia suficiente para destinarlo a la memoria.
Twitter: @FabioMarcoIvan