Poliarquías conservadoras, regímenes oligárquicos, democracias delegativas y autoritarismos rampantes dibujan un perverso consenso.
Te estoy llamando, América… pero no me respondes, // te han desaparecido… los que temen la verdad: Rubén Blades. Canción Buscando América’, disco homónimo, 1984.
Hace 10 años, un autor1 sacudía la complacencia global con un libro donde retrataba, en momentos de euforia democratizante, la apatía y disgusto ciudadanos, la corrupción de las élites y la osificación institucional incrustadas en las democracias representativas. Por esas mismas fechas, un lúcido informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, (PNUD)2 alertaba sobre los déficits de unas democracias latinoamericanas incapaces de resolver —tras el desmontaje de los regímenes autoritarios— el fardo bochornoso de la pobreza y la magra participación ciudadana en los asuntos públicos.
Desde entonces la región ha combinado importantes avances en la inclusión social y en la resolución de conflictos con un preocupante deterioro de la calidad democrática. Desde diversas coordenadas ideológicas y nacionales, los presidentes buscan reelegirse o legar su silla al cónyuge, reforman las constituciones para reforzar el poder ejecutivo, vulneran las libertades de expresión, organización y manifestación con políticas de militarización de la seguridad y el saboteo a las instancias regionales y domésticas de derechos humanos. Coludido con intereses políticos y empresariales, el crimen organizado permea estructuras sociales e institucionales, asesinando periodistas, secuestrando personas y sembrando el terror en comunidades rurales y urbanas. Poliarquías conservadoras –como la colombiana—, regímenes profundamente oligárquicos —como los de varios países centroamericanos—, democracias delegativas —como la argentina— y autoritarismos rampantes —como el venezolano— dibujan, en el horizonte latinoamericano, un perverso consenso posdemocrático. Mientras, desde el Norte, a la tradicional injerencia parece añadírsele ahora una suerte de indiferencia frente a los asuntos regionales.
Emerge un consenso gubernamental posdemocrático porque el elemento común que reúne a estadistas de diverso signo ideológico en su vulneración de los principios democráticos no es la preservación de un régimen totalitario —del que solo Norcorea perdura hoy, para vergüenza de la humanidad— ni la defensa de un modelo híbrido —como el iraní—, combinatorio de voluntad popular y vetos teocráticos; sino la preservación de los status quo nacionales, privilegiando la autoridad estatal —sus agendas y personeros— por encima de las demandas y derechos ciudadanos. Apuesta que revela un retroceso en lo avanzado —a nivel jurídico y práctico— en materia de derechos humanos, participación ciudadana y estado de derecho en los foros de diálogo e integración continentales.
Semejante déficit explica, en buena medida, lo acaecido a inicios de año en la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), organismo integrado por 33 países y nacido en 2011 en la Venezuela de Hugo Chávez como alternativa a la Organización de Estados Americanos (OEA). Con la explícita exclusión de Canadá y Estados Unidos, la entidad surge con la esperanzadora misión de reformular la forma de concebir la región y su inserción en la globalización, con grandes potencialidades para la negociación de las diferencias entre naciones. En su reunión en La Habana, correspondiente a la presidencia pro témpore del país sede, el foro evidenció la doblez y el pragmatismo de los gobernantes de la región en cuanto al respeto por los principios democráticos recogidos en su documento fundacional.
Si la CELAC postuló, en sus declaraciones y cumbres anteriores, el compromiso colectivo con la preservación y defensa de la democracia, la vigencia del estado de derecho y el respeto de los derechos humanos para todos —obligándose a actuar concertadamente cuando ese orden democrático se encuentra amenazado en alguna de sus naciones miembros—, en La Habana estos documentos han pasado a ser papel tualé. Porque, si bien la acogida misma del gobierno de la isla constituyó una contradicción con los principios fundacionales de la CELAC, al menos quedaba la posibilidad de que semejante incorporación —rompiendo el aislamiento impulsado por EE UU en otros foros regionales— sirviese como marco para una mayor apertura política en Cuba. Una que estableciese, al menos, los estándares mínimos —y a todas luces insuficientes— de una democracia naciente, capaz de preservar la soberanía nacional y las conquistas sociales posrevolucionarias al tiempo que se reconocen y amplían los derechos ciudadanos y el pluralismo político.
Sin embargo, pese a la alerta oportuna de organismos como Amnistía Internacional, las delegaciones prefirieron ignorar los pedidos de entrevista enviados por grupos opositores o se limitaron —en los casos de Chile y Costa Rica— a encuentros rápidos y de bajo perfil. El gobierno cubano inmovilizó o detuvo a decenas de disidentes, entre ellos buena parte de los participantes del II Foro Democrático en Relaciones Internacionales y Derechos Humanos, que debía realizarse el 28 de enero bajo los auspicios de organizaciones opositoras cubanas y el argentino Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina. Y ni siquiera un foro paralelo de los movimientos populares de la región —mayormente de izquierda pero autónomos de los gobiernos— fue autorizado.
La cumbre de la CELAC en La Habana pareció más comprensible desde la paleontología y la mercadotecnia que desde una cosmovisión progresista de las relaciones internacionales. Por un lado, la puja morbosa por fotografiarse con Fidel Castro y el aval silencioso a la represión, la presenta como un foro de aficionados a los dinosaurios y sus prácticas. Pero también fue una oportunidad para mandatarios ansiosos de negociar con el gobierno cubano tajadas —o promesas— de acceso al cautivo mercado isleño. Todo ello ante un EE UU visiblemente indiferente a los problemas regionales, ocupado por sus problemas internos –desempeño económico y reformas de Obama— y empantanado en los asuntos —escándalos de vigilancia electrónica, lucha contra el terrorismo— de su agenda exterior. Y, puesta a competir con la realpolitik, la democracia pierde por nocaut.
El gran ganador de la cita es Brasil, empeñado en construir una hegemonía regional —suerte de reedición soft del añejo subimperialismo brasileño— en su nuevo rol de potencia emergente, árbitro de crisis nacionales e inspirador de políticas de combate a la pobreza. La presidenta Dilma Rousseff inauguró obras de la zona portuaria y económica del noroccidental enclave del Mariel, donde inversiones y créditos brasileños suman ya 1000 millones de dólares. Con el estatal Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social y la empresa Odebrecht como naves insignias, la ofensiva brasileña construye hoy en Cuba aeropuertos, carreteras y plantas azucareras; al tiempo que sus expertos trabajan con los funcionarios cubanos en la implementación de las reformas. Mientras, Brasil recibirá en pago 11 000 médicos cubanos —de 15 000 requeridos para el plan de salud resultante de las masivas protestas del pasado año—, que serán canalizados a través de la Organización Panamericana de la Salud. En suma, en breve los brasileños estarán disputando la primacía venezolana como soporte económico de La Habana.
En el caso de México, sendas declaraciones del titular y la subsecretaria de Relaciones Exteriores mexicanos a la prensa internacional, ratificaron la decisión de su gobierno de acompañar la “actualización del modelo económico” en “los términos cubanos, en los tiempos cubanos” fortaleciendo, por decisión de los presidentes Castro y Peña Nieto, “el diálogo político”. Semejante aproximación, iniciada en el último período de la anterior administración panista y antecedida por la reciente condonación del 70 por ciento de la deuda cubana con México, obedece al interés azteca por recuperar el peso que las inversiones y el comercio mexicanos llegaron a tener en la década de 1990, dentro de la devastada economía insular. A la vez, recupera los tradicionales lazos que —desde visiones y acciones políticos confluyentes— unieron a los estados, partidos y dirigentes cubanos y mexicanos durante la etapa de hegemonía priista. Y se prepara para las contingencias potenciales —éxodo masivo, encumbramientos de nuevas mafias y caciques políticos— de un cambio de fondo en la isla tras la muerte de los hermanos Castro.
Otros actores obtienen resultados más modestos con la cumbre. Reforzando las posiciones de La Habana, Caracas consolida su propia agenda interior, al ser el gobierno cubano el implementador del proyecto llave en mano de control y hegemonía política bolivarianos. Bogotá mantiene una plaza necesaria para los diálogos orientados al fin del conflicto civil que sacude el país por más de medio siglo. Al tiempo, decenas de gobiernos de la región, haciendo guiños a sus izquierdas locales, se congracian con un generoso socio, capaz de proveer los maestros, médicos y asesores deportivos para atender a sus preteridas poblaciones y, por supuesto, prevalecer electoralmente. Frente a los reflectores, el impasible secretario general de la OEA señaló su complacencia con el viaje y su esperanza de que a los cambios económicos siguieran los políticos. Mientras el titular de las Naciones Unidas expresó satisfacción por el avance de las reformas, preguntó por el apoyo que la ONU podría dar al proceso y, poéticamente, sugirió al presidente Raúl Castro la próxima ratificación de los pactos de Derechos Humanos suscritos en 2009.
La reunión de la CELAC, con su sesgo pragmático y profundamente estadocéntrico, es un retroceso respecto a los más avanzados enfoques sobre la soberanía y los derechos humanos. Al confundir, en su trato a La Habana, los conceptos de gobierno, nación y pueblo y al contrabandear como pluralismo la convivencia, incompatible por sus principios fundacionales, entre regímenes precariamente democráticos (la mayoría regional) y abiertamente autoritarios (Cuba), la CELAC privilegia la soberanía nacional frente a la voluntad popular bajo una lógica conservadora. Esta lógica no es privativa de los políticos, pues se enseñorea sobre buena parte de la intelectualidad de la región; situación particularmente dolosa en sectores identificados con las causas progresistas que resienten y descalifican cualquier denuncia de las actitudes represivas de los gobiernos de Cuba y Venezuela.
Lo acontecido en el foro —y sus prolongaciones y acompañamientos en círculos de opinión oficiosos— parecería demostrar que la desmemoria, el dogma y el oportunismo gozan de buena salud en los estamentos políticos e intelectuales de América Latina. Si en plena Guerra Fría alguien defendía estándares mínimos de equidad y justicia, las oligarquías del continente lo acusaban de “subversivo” y terminaba, por obra y gracia de los graduados de la Escuela de las Américas, en la cárcel o la tumba. Simultáneamente, ya desde entonces toda crítica al proceso cubano y sus defensores regionales eran anatemizadas como “concesiones a la derecha”. Para la década de 1990, quien se cuestionaba la incompatibilidad de intentar “fortalecer la democracia” y, al mismo tiempo, aplicar las empobrecedoras “políticas de ajuste” neoliberales sería (des)calificado como un “izquierdista trasnochado” y terminaba aislado por la opinión bienpensante, que dominaba los medios masivos. Pero si hoy uno denuncia sin distingo los abusos contra los derechos humanos cometidos bajo todo tipo de gobierno en nuestra región —por las “autodefensas” de Uribe o los “colectivos” de Cabello—, provocará la diatriba de tirios y troyanos. Es claro: hay gente que nunca quiso entender nada y solo defiende los derechos ajenos cuando estos coinciden con su ideología o pragmatismo personales; desde ese prisma juzgan y definen a víctimas y victimarios.
Semejante consenso posdemocrático no es otra cosa que la expresión latinoamericana del enseñoramiento de la realpolitik a nivel mundial, luego de la década de 1990 donde se fantaseó con la expansión de la democracia, y tras las esperanzas que dejaron la secuela de las “revoluciones de colores” y, más recientemente, los levantamientos antiautoritarios de la mal llamada Primavera Árabe. Ante el impacto de escenarios inciertos —una China cuyo crecimiento se ralentiza, un EE UU cada vez más autosuficiente en materia energética y ocupado en sus desequilibrios internos, una Europa en crisis existencial y unos problemas globales que afectan a todas las naciones sin distingo de gobiernos— los mandatarios parecen interesados en administrar el presente —dejándose las manos libres para lidiar con el descontento doméstico— en vez de promover grandes reformas democráticas y consensos normativos sobre la convivencia internacional basados en el respeto a los derechos humanos. Se trata de una realpolitik que adecua, en nuevos contextos y sin una variable ideológica explícita, la lógica de preservación de los status quo característicos de las alianzas geopolíticas del siglo XX. Y que sacrifica —como lo hacía, con diferentes herramientas, el proyecto expansionista y mesiánico de Bush Jr.— los derechos de la gente al imperio de la razón de estado y a las ambiciones de camarillas político-empresariales.
Repasemos lo que han sido movidas teñidas del más claro pragmatismo. Cuando en 2012 el candidato Enrique Peña Nieto —notorio impulsor de un paquete de reformas aperturistas ampliamente cuestionadas por la izquierda local— aún no era declarado ganador oficial de las elecciones presidenciales mexicanas, La Habana y Caracas se apresuraron a felicitarlo por su “triunfo”, a despecho de un Andrés Manuel López Obrador azorado por el proceder de sus “camaradas latinoamericanos”. Simultáneamente, las relaciones entre el gobierno de Santos y sus pares bolivarianos —Chávez primero, Maduro después— se han visto reforzadas tanto en lo comercial como en el diálogo diplomático y la cooperación antiterrorista. Lo cual ha pasado por el cese (al menos público) de todo apoyo a las guerrillas vecinas por parte de Miraflores y el (ab)uso de la retórica del “nuevo mejor amigo” que se dispensa al inquilino de la Casa de Nariño.
Luego, si observamos las opciones dispuestas por gobiernos de diverso signo ideológico para lidiar con el descontento social en sus respectivos países, vemos cómo la criminalización de la protesta y la militarización del combate a la inseguridad se han convertido en herramienta común desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Periodistas independientes, líderes indígenas y comunitarios, activistas de derechos humanos han sufrido la represión de los órganos policiacos y castrenses (y de paramilitares afines) en distintos puntos de la geografía regional. Todo ello bajo el amparo de una lucha contra el terrorismo que ha endurecido la legislación y los procedimientos para abordar el ejercicio del derecho ciudadano a la manifestación pacífica. De forma que una crítica como la que en estas líneas se esboza no constituye un manifiesto en defensa de un orden liberal y una democracia formal, sino un llamado a la defensa universal y sustantiva de la apuesta republicana a pensar y practicar la democracia más allá de los monopolios de representación que administran nuestros gobiernos. Y una alerta sobre la urgencia de proteger los derechos de todos los ciudadanos, incluyendo aquellos que conforman los sectores más vulnerables de nuestras poblaciones, presas de la pobreza, el tutelaje populista, el desamparo neoliberal y la represión de todo pelaje.
La promoción y defensa de una “democracia de ciudadanos y ciudadanas” ha sido relegada por la CELAC, la UNASUR y otros foros regionales, bajo el acuerdo tácito de reducir lo democrático a la celebración periódica de elecciones —lo cual, por incumplido, revela lo falaz de la admisión cubana— y de una preservación transideológica de los gobiernos en ejercicio. En la cumbre de La Habana, presidentes demócratas por su origen electoral —mas no por su convicción o desempeño— podían haber reconocido, en el diálogo, a gobierno y oposición, tal y como sucede en sus países de origen. Incluso podían haber dado a cada parte —con claro beneficio para el gobierno— el trato y nivel que la diplomacia aconseja; pero en su lugar eligieron la más absoluta complacencia para con el primero y la total invisibilización de la segunda, reforzando, de facto, el radicalismo de ciertos sectores del establishment estadounidense, el exilio y la oposición cubanas.
Semejantes acciones convierten un foro multilateral necesario para la ampliación participativa de la democracia, el combate a la deuda social y la plena integración de Cuba al concierto regional —lo que incluye la ineludible denuncia del bloqueo/embargo estadounidense— en un altar para el sacrificio de los principios democráticos y los derechos humanos. Los que antaño asesinaban, tanto con el auspicio de la CIA, como de los oligarcas locales, los militares entrenados en la Escuela de las Américas. Pero ya eso lo sabemos: en América Latina—como en todo el orbe— la democracia es un asunto de interés ciudadano, que incomoda y asusta a unos mandamases profundamente envidiosos del poder omnímodo de sus socios caribeños. Lo ocurrido en La Habana es apenas un triste capítulo de una larga saga de desvergüenzas y desaciertos… La próxima temporada se rueda, ahora mismo, sobre tierra y sangre venezolanas.
Armando Chaguaceda es académico y analista político, autor de numerosos libros y artículos sobre historia y política latinoamericana. Es integrante del Observatorio Social y coordinador de Grupo de Trabajo, ambos en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.