El síndrome del autorretrato no es solo diversión. Podría
llevarnos a un desorden de la personalidad.
Narciso era un joven extremadamente hermoso que rechazaba a
todas las mujeres que lo buscaban, pues ninguna era suficiente para él, que se
creía perfecto. Un día, Némesis, la diosa de la venganza, decidió castigar al
joven engreído haciendo que se enamorara de su propio reflejo, pero en un
momento de absorta contemplación, Narciso se arrojó al agua y cuentan que en el
lugar en donde cayó creció una hermosa flor que hoy hace honor al nombre del
vanidoso muchacho. Una versión sobre la razón detrás del mito de Narciso
describe que los griegos querían crear conciencia en los jóvenes de la época,
quienes estaban desarrollando una profunda obsesión por ellos mismos y, sobre
todo, por su apariencia.
Seguro que esos hombres, sabios y contemplativos, nunca se
imaginaron que miles de años después seguiríamos teniendo el mismo problema;
sin embargo, estamos hoy —gozando de la máxima modernidad del Siglo XXI— en una
situación extremadamente parecida: en el centro de una sociedad en la que los
jóvenes están completamente inmersos en un egoísta “amor” por ellos mismos y
con una profunda necesidad de mostrarse y demostrarse frente a los demás como
una forma de autoafirmar su existencia.
El diccionario de Oxford agregó este año a sus páginas de
definiciones una nueva palabra que ha alcanzado más popularidad de la que
merece, sobre todo en las redes sociales: “selfie”, un autorretrato que subimos
en línea siempre con la esperanza de obtener cientos de “likes” y de buenos
comentarios, comentarios que, si bien nos va, nos suben la autoestima. Lo que
hoy es importante con los selfies es que todos puedan ver lo que estamos
haciendo: si nos fuimos de vacaciones a Tailandia, si estoy en el gimnasio y ya
me salieron “cuadritos”, si me estoy comiendo unos tacos con aguacate o si la
güerita de la carrera de Arquitectura aceptó salir conmigo; en fin, hay hasta
quien sube sus selfies después de tener relaciones sexuales, ¿para qué? Para
que todo el mundo se entere.
La intimidad se ha perdido, ha dejado de existir porque
nosotros abrimos las puertas de nuestra casa y de nuestra vida “privada” —que
ha dejado de serlo— a quien sea que nos acepte o nos agregue como “amigo” en
una red social. Las relaciones de pareja dejan de serlo cuando subimos fotos a
Facebook esperando comentarios como: “me encantan” y “qué lindos se ven
juntos”, pero ¿qué pasa cuando los comentarios no son positivos? Cuando
nuestras publicaciones no reciben suficientes “likes” quedamos expuestos ante el
mundo y nuestra vida deja de gustarnos, buscamos cambiar para que los demás nos
aprueben, sin importar qué era lo que queríamos nosotros en un inicio.
Este nuevo síndrome de autorretratos no es solamente
diversión y podría estar acercándonos rápida y nada sigilosamente a un desorden
de la personalidad que hace algunas décadas Sigmund Freud denominó como
narcisismo, y que se refiere, a grandes rasgos, a la preocupación obsesiva por
uno mismo y por la imagen que los otros tienen de nuestra persona. Nos hemos
vueltos tan ajenos a la introspección que no nos conocemos, y por eso estamos
ansiosos de que los demás nos digan qué hacer y cómo ser. La imagen que de mí
veo en el espejo —independientemente de si me gusta o no— no vale nada porque
solo yo puedo verla, porque no hay nadie más que confirme que está bien. Hemos
dejado de confiar en nuestra intuición.
Es verdad que el ser humano ha estado siempre en busca de la
autoafirmación a través los ojos del otro, pero los selfies van más allá de
afirmar —o confirmar— nuestra existencia, lo que con estas fotografías
pretendemos es darle valor: si nuestra foto no obtuvo suficientes “likes” es
porque no estamos haciendo lo correcto, no estamos haciendo lo que la sociedad
espera que hagamos. Pareciera que si no estamos constantemente actualizando
nuestro estado de Facebook, Twitter o Instagram no existiéramos socialmente; se
ha desarrollado una necesidad de mostrar que lo que hacemos a diario es
interesante: como si lavar la ropa o hacer las camas tuvieran que serlo.
En Instagram hay más de 90 millones de fotografías con la
etiqueta “#selfie”. Bajo esta categoría encontramos a millones de jóvenes
haciendo uso de la cámara frontal de su celular, en la mayoría de los casos con
muy poca creatividad. Por supuesto que no tiene nada de malo publicar
autorretratos, después de todo nuestra apariencia es parte de nuestra vida y de
nuestra personalidad; incluso hay quienes han conseguido un extraño tipo de
seudofama gracias a estas redes sociales: jóvenes que tienen millones de
seguidores que día a día esperan y festejan sus publicaciones. Lo preocupante
es el valor que le hemos dado a la reacción que los demás tienen ante nuestras
actividades diarias, ante nuestros gustos y, al final, ante nuestra vida.
La revista Time realizó un estudio para conocer cuál era la
ciudad en la que se toman más selfies en el mundo. La ganadora fue Makati, en
las Filipinas, con 258 tomadores de selfies por cada 100 000 personas; la
ciudad de Monterrey, en México, ocupa el lugar número 40 —de 459 ciudades del
mundo—, con 53 tomadores de selfies por cada 100 000 habitantes. Esto nos habla
de cómo una mayoría de la población joven del mundo está deteniendo sus
actividades diarias para documentarlas y compartirlas, todas y con todos.
¿Cuántas veces no hemos tenido que esperar a que alguien en la mesa se tome una
fotografía con su platillo antes de poder empezar a comer? Al menos yo, muchas,
y a veces se siente como si todas las personas que están del otro lado del
teléfono fueran más importantes que quienes están compartiendo el momento en la
vida real contigo.
La interacción cara a cara se convierte en algo cada vez más
extraño. ¿Cuántas veces no hemos estado sentados en una mesa en la que todos
están con su celular, compartiendo el momento con quien no pudo ir a cenar?
Siendo sinceros, muchas. Pareciera que las relaciones personales han perdido un
detalle muy importante, lo personal, y que se han convertido en relaciones
cibernéticas vía mensajes de texto o redes sociales, relaciones que no siempre
existen en la vida real. La inmensurable atención que hemos estado poniendo a
nuestra vida social en las redes nos ha hecho descuidar relaciones verdaderas,
de carne y hueso.
Es verdad que las redes sociales se han convertido en una
parte muy importante de nuestra vida, me atrevería a decir que el celular —y
con él Facebook, Twitter e Instagram— se ha convertido en extensiones de
nuestro cuerpo, en algo que nos es indispensable para vivir; pero no creo que
le estemos dando la utilidad adecuada; no hay nada de malo en querer compartir
experiencias con familia y amigos por medio de redes sociales, el problema
radica en la importancia que le estamos dando a los comentarios y reacciones
que nuestras publicaciones provocan, si dejamos que esos “likes” sean más
grandes que nuestra autoestima, si dejamos que esos “likes” nos autoafirmen,
entonces nos convertimos en esclavos de la tecnología y, lo que es peor, en
esclavos de la aprobación ajena.