Nadie sabía quién era, pero ya tenía todo el poder. Y cuando todos lo conocían, nadie podía atraparlo…
“Esto se va a poner de la chingada”. Con estas palabras, Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, alias el Chapo, anunció el principio de la edad del narcotráfico y la delincuencia organizada en México. Se trataba de un campesino de poco más de 1.55 metros de estatura, semianalfabeto, nacido el 4 de abril de 1957 en Badiraguato, Sinaloa, en el noreste de México, en medio de la pobreza, que logró poner en jaque al Estado mexicano, infiltrarse en la DEA y convertirse en el enemigo público número uno de Estados Unidos, el país más poderoso del mundo.
No tenía fama ni reconocimiento cuando inició sus actividades delictivas como parte del cartel de Guadalajara, con Rafael Caro Quintero a la cabeza, traficando cocaína a Estados Unidos.
Fue cuando fundó —junto a los extenientes Héctor Luis Palma Salazar y Adrián Gómez González— su propio cartel, el de Sinaloa, el cual alcanzó mayor notoriedad y logró penetrar las estructuras del Estado a grandes niveles y extender sus dominios por todo México y el mundo.
Un nuevo poder había nacido y golpeaba con fuerza.
Pasó casi una década sin que el capo fuera buscado en forma por las autoridades; fue hasta inicios de 1993 cuando un fallido intento de asesinato en su contra, perpetrado por el cartel de Tijuana, su eterno rival, lo condujo a un máximo nivel de visibilidad y dejó en evidencia la red de complicidades y sobornos que le permitieron construir la organización criminal más poderosa de México.
Antes, el Chapo Guzmán dominaba desde la sombra, no existían datos suyos, no habían fotos, y las ganancias obtenidas con el narcotráfico le permitían actuar con total impunidad. Había comprado una estructura de protección integrada por vigías, gobernadores, ministerios públicos, comandantes, policías y funcionarios de todos los rangos, que ante el ojo del huracán temporalmente parecían haberse esfumado.
El Chapo, entonces, consciente de que pronto irían por su cabeza, decidió huir temporalmente del país y cruzó las fronteras mexicanas hasta Guatemala, donde fue capturado al poco tiempo. En su camino al exilio había cometido muchos errores.
El narcotraficante hizo varias llamadas desde su teléfono móvil y ordenó a sus acompañantes que destruyeran los carteles de “Se busca” que encontraron en su camino. Los trozos de papel formaron un sendero hasta San Cristóbal de las Casas; las llamadas daban pistas sobre sus movimientos.
Sin embargo, el golpe final se logró dar porque la milicia guatemalteca lo había traicionado. El entonces teniente coronel Carlos Humberto Rosales recibió del Chapo un millón y medio de dólares y, acto seguido, lo entregó a las autoridades en el puente del Talismán.
Después lo regresaron a México y encerraron en la cárcel de máxima seguridad de Puente Grande, en Jalisco, acusado de numerosos homicidios, cohecho, delitos contra la salud, delincuencia organizada y tráfico de drogas y de armas.
Parecía que, por fin, el capo había caído…
Pero no, tardó poco en someter Puente Grande y creó un circuito de complicidad que se extendió a todos los niveles. Puso a sueldo a custodios y comandantes y al mismo director del penal, quien estaba bajo sus órdenes. Él escogía su menú, imponía el rol de vigilancia, tenía celulares, estéreo, televisión, una computadora personal, y a toda hora introducía alcohol, drogas y mujeres para complacer a presos aliados y, por tanto, privilegiados.
Así transcurrieron los años, y al cumplirse el octavo no fue una sorpresa que, en 13 minutos, y con la ayuda de un empleado de mantenimiento, apodado el Chito, el Chapo lograra atravesar pasillos, controles de seguridad, puertas electrónicas y la valla del penal de máxima seguridad escondido en un carrito de lavandería.
Desde entonces, a Puente Grande se le apodó “Puerta Grande”. Y al Chapo Guzmán por años no se le volvió a ver ni la sombra.
Las autoridades de Estados Unidos y México estuvieron cerca de recapturarlo en cuatro ocasiones, en las que la red de contactos del Chapo Guzmán, que se extiende a lo largo y ancho de México —además se decía que lo escoltaban unos 300 guardias— y las difíciles condiciones para transitar por terrenos de la Sierra Madre Occidental, donde por años permaneció oculto, habían hecho imposible su captura.
El Ejército cateaba domicilios, fincas, ranchos, negocios, y la Policía le decomisaba dinero, droga, armas y vehículos, pero el capo no caía. Él los burlaba, seguía delinquiendo, expandiendo sus redes, acrecentando su fortuna y jugando el papel del narcotraficante al que todos conocen y temen, pero al que nadie podía atrapar.
Los gobiernos de ambos países inútilmente llevaron a cabo numerosos operativos por tierra, mar y aire para la captura del cabecilla del cartel de Sinaloa y ofrecieron por entregarlo, o dar información precisa para su captura, 30 millones de pesos y 7 millones de dólares, respectivamente. Pero nada ocurría…
Ni siquiera sus grandes enemigos pudieron lograr que cayera.
Según declaró ante la Procuraduría General de la República de México, el exjefe del cartel de Tijuana, Javier Arellano Félix, detenido desde 2006, Guzmán Loera se salvó al menos de tres intentos de asesinato:
La primera vez, Ismael Zambada, el Mayo —hoy cabecilla del cartel de Sinaloa—, y Amado Carrillo, el Señor de los Cielos —exlíder del cartel de Juárez—, pensaban matarlo en un encuentro pactado en Culiacán, capital de Sinaloa, argumentando que Guzmán ya tenía mucho poder. La numerosa protección que el Chapo llevaba los hizo desistir de sus planes.
La segunda ocasión, los capos esperaron en vano la llegada del cabeza de Sinaloa en el aeropuerto de la ciudad de México, pero este nunca arribó. Un tercer intento se dio en Guadalajara, Jalisco, cuando dispararon sin suerte al capo, que se encontraba dentro de un auto en pleno Periférico.
No parecía bastar saber dónde se encontraba, el delincuente más buscado del mundo siempre estaba a un paso, o dos, o tres… por delante de todos.
Ante tal escenario su captura se presumía imposible… hasta la mañana del pasado 22 de febrero. La detención del Chapo Guzmán, por fin, había ocurrido.
Trece años después de estar huyendo de la justicia, y con 56 años encima, Joaquín Guzmán Loera fue detenido en un condominio de la ciudad de Mazatlán mediante un operativo conjunto entre la Secretaría de Marina de México y agencias de seguridad de Estados Unidos.
La operación inició meses antes cuando el Ejército, la Marina y la Policía Federal desplegaron sus fuerzas en Sinaloa y Baja California, en donde lograron detener a 13 narcotraficantes, entre ellos, Joel Enrique Sandoval, el 19 —presunto jefe de sicarios del Mayo Zambada—, decomisaron 97 armas largas, 36 cortas, un lanzagranadas, dos lanzacohetes, 16 casas y cuatro ranchos, entre otros bienes.
Y, lo más importante, localizaron siete residencias donde el Chapo tenía presencia.
Empero, estas estaban protegidas por puertas de acero y conectadas entre sí por túneles subterráneos que daban a la red de drenaje de la ciudad de Mazatlán, por donde el Chapo escapaba.
Fue a las 6:40 de la mañana del sábado 22 de febrero que los esfuerzos rindieron frutos.
La detención se efectuó, según informó el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, sin un solo disparo. Curiosamente, era al Mayo a quien las fuerzas armadas pensaban arrestar ese día, pero en su lugar lograron dar con el mismísimo Chapo.
Antes cayeron su lugarteniente, el 19, su suegro y su presunta hija. Ahora que por fin le tocó a él, ha sido recluido en el penal de alta seguridad de El Altiplano, en Almoloya de Juárez, Estado de México, en donde quedó a disposición de agentes del Ministerio Público federal para continuar con las indagatorias y determinar su situación jurídica.
Tan solo en Estados Unidos tiene al menos seis acusaciones pendientes, en las que se le imputan decenas de cargos ante distintas cortes federales en Chicago, California, Nuevo México, Texas, Illinois y Nueva York.
La primera acusación en este país fue interpuesta en 1995 ante una corte federal de California por lavado de dinero y cargos de conspiración para importar cocaína. La más reciente se interpuso en el 2012 en una corte federal de El Paso, Texas, por cargos federales como supervisión de contrabando de miles de kilogramos de mariguana y cocaína, lavado de dinero, posesión de armas de fuego, asesinato y secuestro.
Por estos y muchos otros cargos, Chicago, donde la DEA encabezó la ofensiva contra el cartel de Sinaloa, a través de la denominada Fuerza de Golpe Chicago, busca la extradición del Chapo, principal abastecedor de las drogas que se venden en esta ciudad o que se distribuyen desde ahí al resto del país.
En México se le considera responsable de asesinato, secuestro, extorsión, producción, distribución y tráfico de drogas y lavado de dinero, entre otros delitos. Además, se le atribuye la instauración y el recrudecimiento de la violencia en México, en donde desde 2006 se inició una guerra sin tregua contra el narcotráfico, en la que ya han muerto más de 60 000 personas.
Con él máximo capo del narcotráfico mexicano tras las rejas, especialistas en la materia dicen que serán el Mayo Zambada y Juan José Esparragoza Moreno, el Azul, cabecillas de Sinaloa, quienes tomarán el control de la organización criminal.
El Mayo como líder y el Azul como principal socio del cartel, que según la DEA es dueño del 80 por ciento del mercado de Estados Unidos —el cual tiene un valor de 3000 millones de dólares al año—, y que en Australia es el principal distribuidor de cocaína donde ya tiene laboratorios y ha incursionado en nuevos procesos para elaborar drogas sintéticas.
También señalan a otros hombres clave del cartel como Francisco Javier Jiménez Sánchez, exagente federal, y José Antonio Cueto López, a quien la PGR señala como uno de los responsables de contactar a la organización con servidores públicos y sobornarlos. No se descarta a los hijos del Chapo, Iván Archivaldo Guzmán Salazar y Jesús Alfredo Guzmán.
Alguno de ellos quizá tome el lugar del hombre que desde las sombras extendió su poderío por México y el mundo acumulando una fortuna calculada en más de 1000 millones de dólares, y que a la luz del día logró burlar el sistema de seguridad mexicano y estadounidense para convertirse por décadas en quien todos conocían, pero nadie podía, o quería, atrapar.