A los Caballeros Templarios los rodean muchas historias, tantas que su nombre ha llegado hasta nuestros tiempos.
Nadie sabe por qué llegaron a Tierra Santa esos nueve caballeros que al establecerse en Jerusalén buscaron proteger a los peregrinos. Lo que sí sabemos es que entre ellos viajaban Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Audemar, los fundadores de la Orden del Temple. Pertenecían a una asociación religiosa que intentaba apegarse a los principios de la vida del monje, una vida sencilla, armónica con la naturaleza, de meditación, alejada de lujos y con profesión militar.
En 1118 reinaba ahí Balduino I, quien les brindó techo a estos nueve hombres que se hacían llamar los “pobres soldados de Cristo”. El rey les permitió quedarse en el palacio, justo en una zona por encima de las caballerizas del antiguo templo de Salomón, de ahí su nombre: los Caballeros del Templo o Templarios.
Ahí pasaron nueve años. Al regresar a Europa, en 1127, fueron recibidos con los más altos honores. Fue el padre invisible de la orden, Bernardo de Clairvaux, quien redactó los reglamentos de la orden y un año después convocó al Concilio de Troyes, a donde acudió el mismísimo papa Honorio II. Durante ese concilio fueron reconocidos oficialmente y adoptaron como distintivo un manto blanco al que después le añadirían la cruz roja octagonal.
A partir de ese momento, la orden comenzó a crecer en rangos y honores, tanto que en 1139 los eximieron de rendir cuentas civiles y religiosas a reyes y obispos; únicamente al Papa.
Su impresionante riqueza se fue amasando producto de donativos, herencias, las fortunas de los nobles que pertenecieron a la orden, la recolecta en iglesias, encomiendas y granjas que poseían. Medio siglo después ya se habían conformado como todo un imperio sin territorio, pero con gran poderío militar, religioso, político y científico.
Se expandieron por Europa con castillos, flotas de barcos, hasta con su propio banco (el primer banco internacional). Y como todo banco, también tenían a sus deudores, chicos y grandes, imagínense que hasta hubo reyes que debían hasta la corona a los Caballeros Templarios.
Pero como a todo lo que crece y adquiere poder, también le crecen los enemigos; a los Caballeros se les persiguió, la Inquisición fue la herramienta para acusarlos de codiciosos, lejanos de los caminos de Dios y, por supuesto, de los preceptos que les dieron origen. Tuvieron que pasar 200 años más para que por mandato real fueran apresados y condenados a la hoguera.
Historia de intrigas, mentiras, herejías, mitos y ritos envuelven a la orden a lo largo de esos años. El último gran maestre, Jacques de Molay, quien fue quemado vivo frente a la iglesia de Notre Dame después de obligarlo a aceptar que adoraba falsos ídolos demoniacos, lanzó una maldición a quienes los persiguieron con tal saña. “Proclamo la inocencia de la orden e invito a los culpables de todo aquello a unirse, en el plazo de un año, al juicio de Dios”.
Misteriosamente, lo crean o no, la maldición al parecer se cumplió, pues el papa Clemente V, quien había suprimido la orden, el rey Felipe IV y el maquiavélico personaje de Nogaret, quien fue el autor intelectual del plan para deshacerse de ellos, murieron antes de finalizar el año, todos por causas naturales.
Después de la muerte de Molay, Europa entró en un período de severas guerras conocido como la “Guerra de los Cien Años”, aunque Molay no fue el último templario, hubo muchos que lograron huir y salvar su vida… La orden de los Caballeros Templarios no había muerto. Hay quien dice que fueron ellos los que encontraron el santo grial, otros que descubrieron el arca de la alianza cuando entraron a Jerusalén.
Esas son las leyendas. A los Caballeros Templarios de la Edad Media los rodean muchas historias misteriosas, tantas que su nombre ha llegado a nuestros tiempos. Su nombre ha llegado a Michoacán, y ahí se escribe otra historia sangrienta.
Hannia Novell es periodista y conductora del noticiario Proyecto 40. Twitter: @HanniaNovell