Hay historias que se cuentan como si fueran de película, pero tienen su origen en la realidad. Historias como esta valen la pena reconocerlas:
Las Patronas.
Pocas son las personas en estos días que, sin esperar nada a cambio, hacen algo por los demás por la sola satisfacción de apoyar a quien lo necesita.
Desde hace 18 años, Norma Romero Vásquez y Las Patronas todos los días cocinan y reparten comida a migrantes centroamericanos que cruzan por la comunidad de La Patrona, en el municipio de Amatlán de Los Reyes, Veracruz, en su viaje hacia Estados Unidos, una tarea que no es nada fácil y que el pasado 12 de diciembre fue reconocida por el gobierno mexicano con el Premio Nacional de Derechos Humanos 2013. Norma Romero Vásquez agradeció y dijo que espera que un día Las Patronas no sean necesarias.
A ellas y sus miles de migrantes les dedicamos este cuento, titulado “Las Patronas”…
La piel parecía derretirse. Al tocar el suelo, las gotas de sudor se evaporaban en cuestión de segundos tras haber escapado de los poros de quienes retaban al desierto; un desierto insensible, salvaje, macabro y traidor.
Eran ya cuatro días de caminata de sol a sol y de luna a luna. Mochilas llenas de recuerdos que se movían al vaivén de los cuerpos; el calor caía con su más despiadado rigor. Los rayos del sol sofocaban, se robaban las débiles ráfagas de viento que terminaban en insípidos alientos de vida.
—No sé en qué me metí, Lencho, en qué pinche momento perdí la cholla y vine a caer aquí —dijo Manuel, con voz entrecortada, quien junto con otras 30 personas intentaba llegar a la frontera para cruzar a Estados Unidos y poder decir con dólares en las manos: “I am the american dream”.
La caminata tenía días por delante, pero los pasos se hacían cada vez más pesados. Manuel llevaba cargando 10 kilos en su espalda; llevaba a cuestas su hogar, parte de su historia iba dentro de esa mochila, su bello Veracruz también iba dentro, paradójicamente tenía un mar guardado en una bolsa, un mar que se secaba en la inmensidad de aquel desierto. Los recuerdos rodaban sin parar por la mente de Manuel: imágenes de sus dos hijos, de su esposa, de su madre conviviendo en el jardincito de su humilde casa ubicada en aquel verde paraíso cerca del mar.
A pesar del infernal calor y del cansancio, Manuel se aferraba con uñas y dientes a esos recuerdos, eran su “aire acondicionado” para seguir fresco, para seguir vivo.
—Manolillo, ¿te sientes bien? —le preguntó Leandro, un salvadoreño que se había vuelto su mejor amigo dentro de ese calvario en el que se convirtió la travesía a Estados Unidos.
Los pies de Manuel parecían de plomo, su respiración era cada vez más lenta, por sus brazos y piernas corrían miles de hormigas que le adormecían todos los dedos de manos y pies, sus párpados se rendían ante la pesadez; y el sudor seguía corriendo como cascada por su cabeza y cuello.
Mientras, las imágenes de su gente, de su sangre, de su carne, seguían proyectándose en su mente sin parar: las comidas en la huerta, su pequeña Roberta meciéndose en el columpio, su esposa Luisa preparando la comida, y su madre, su madre, Naborita, siempre reflexiva, imponente, fuerte, viendo al horizonte, al norte, ya que por esa dirección llegaba su esposo después de trabajar arduas jornadas en el campo.
Miraba y miraba esperando a que se apareciera con su morral y su machete de entre la maleza… pero desde hace 15 años eso no ocurría. Un día, simplemente, ya no regresó.
—Madrecita linda, ya véngase pacá, ándele, que se va a enfriar la comida y los niños ya están retelatosos —dijo Manuel a su madre al tiempo que la tomaba del brazo con ambas manos.
—¿Sabe, mi’jo? Desde que su padre no regresó, la mitad de mi ser se fue también; respiro a medias, camino a medias, siento a medias, me muero a medias. Era mi tierra firme, mi sostén, y el simple hecho de pensar que ni siquiera tengo dónde llorarle hace que me sienta vacía. De alguna manera su machete cortó de tajo mis venas y desde entonces me desangro gotita en gotita…
Dos tímidas lágrimas corrieron por las arrugadas mejillas de Naborita, y Manuel tampoco pudo contener el llanto.
—Madre, debemos resignarnos y aprender a estar sin él aunque el dolor esté vivo siempre; de haber sabido que ese maldito sueño nos lo iba a quitar, jamás lo habría soltado, y todo por los estúpidos dólares. Preferiría seguir pobre que estar como estamos ahora, sin él.
Su madre lo interrumpió:
—Hijo, prométame una cosa, una sola cosa, y sabe que nunca le he pedido nada porque ha sido un maravilloso hijo —doña Naborita tomó fuerza, y después de una profunda bocanada de aire, exclamó:— jamás se le cruce por la cabeza irse a Estados Unidos, y por nada de nada cruce ese desierto; mire, mi’jo, si usted pone un pie en ese maldito infierno, me terminaría de matar.
Un silencio entre los dos conquistó el lugar. Se vieron fijamente el uno al otro, seguían tomados de las manos, sus miradas también entrelazadas, voltearon al horizonte, al norte, haciendo una promesa de no seguir el camino fallido que su padre, que su esposo, había tomado años atrás para alcanzar una vida que nunca llegó a Tlacotalpan y que se evaporó al otro lado de la frontera en un desierto que no perdona.
—¡Manuel, Manuel, hermanito, ¿qué te pasa? ¡Dios mío!, ¿qué te pasa? —comenzó a gritar Lencho, su amigo, quien al voltear se percató de que Manuel ya estaba inconsciente en el suelo y entre dos nopales.
Lencho le dio dos bofetadas para que despertara; pero nada. Lo sacudió con las pocas fuerzas que le quedaban y parecía que ni un granito de arena se movía. El resto de los indocumentados se acercó para auxiliar; entre la muchedumbre había una enfermera, sí, una enfermera que iba rumbo a Dallas con unas primas porque allá a las enfermeras les pagan muy bien. Su delgado cuerpo se agachó para ver qué tenía Manuel; al tomarle el pulso se quedó “helada” aun en ese infernal calor:
—No tiene pulso, está muerto —sentenció. Nadie dijo absolutamente nada más, se quedaron mirando como perdonándose unos a otros por su estúpida distracción.
—¡Ya, déjenlo ahí, no podemos perder más tiempo! —dijo uno de los que lideraban el grupo.
Lencho gritó:
—¡No, no podemos hacer eso, yo lo cargaré hasta donde pueda encontrarlo alguien!
Al echárselo a la espalda le brotaron lágrimas, con las mangas trataba de limpiarlas haciendo el esfuerzo de no romper en llanto. Era su amigo, su compañero de migas de pan y gotas de cantimplora. Se había convertido en su hermano de desierto.
Un sujeto de Guatemala se apiadó de él y se ofreció a cargar la mochila de Manuel. Uno cargaba el cuerpo y otro los recuerdos, y vaya que estos eran mucho más pesados que los 65 kilos de Manuel. La buena fe y voluntad de ambos se apagó rápidamente; no pasaron más de un par de horas para que Rafael, el guatemalteco, soltara la mochila: fotos, rosarios, memorias tiradas en el olvido del desierto, ahí se desparramaron. Lo mismo pasó con el cuerpo de Manuel.
—Mi hermano, simplemente no puedo llevarte más, ya no aguanto, apenas puedo con mi cuerpo ¡Perdóname, Dios nuestro Señor, por no poder seguir cargándolo, en verdad perdóname! —lloraba y lloraba, con el alma hecha arena, fina como la del desierto. Lo acomodó bajo unos arbustos, cruzó sus brazos, rezó un Padrenuestro, y partió con el grupo.
Ahí quedó su cuerpo, cobijado por plantas secas y el brillante reflejo de la luna llena; Manuel parecía dormido, un sueño eterno en el desierto que se lo tragó por completo.
—Ya estoy muy preocupada, ya pasaron tres semanas y nada de nada, ni siquiera un mensaje, una llamada —dijo, angustiada, Luisa, la esposa de Manuel.
Naborita, la madre, se quedó callada; seguía enojada con su hijo por haber roto la promesa de no pisar ese “maldito” desierto. Aunque, bajo ese enojo, existía un terror que necesitaba salir a gritos. Los días corrieron y corrieron, todos eran igual porque seguían sin recibir señal alguna de Manuel.
Naborita solía caminar por el campo en las mañanas. Cuál fue su sorpresa cuando al dar un paso se topó con un hombre tirado en el suelo. Tenía la esperanza y el temor de que fuera su adorado hijo. Al acercarse se le enchinó la piel, se llenó de miedo. Gritó, pero segundos después se dio cuenta de que el hombre estaba lastimado y que no representaba ningún peligro debido a las malas condiciones en las que se encontraba. Naborita llamó a su nuera para llevarlo a casa y ver qué tenía.
Heridas de ramas por todos lados, calentura, hambriento y agotado, fue el diagnóstico. Era un hondureño sin documentos tratando de atravesar el país. Se había perdido. Luisa y Naborita cuidaron de él por varios días hasta que se recuperó y se fue.
Sin darse cuenta habían encontrado una forma de canalizar la angustia de no saber nada de Manuel. La voz se corrió y los indocumentados escucharon de esa casita, cerca de las vías del tren, donde podían encontrar comida, un baño, cuidado y un humilde y decente lugar para dormir.
Fueron llegando poco a poco. Naborita y Luisa pedían una mínima cooperación porque no había hombre en casa que llevara el sustento. Las mujeres del pueblo, que también vivían la misma situación, se fueron acercando para ayudar; unas podían más que otras. Las que sí, corrían con la suerte de recibir los anhelados dólares, billetes verdes directos de Nueva York, Atlanta, California, Wisconsin, hasta Tlacotalpan, Veracruz, pues ponían un poquito más de comida.
Naborita veía en todos y cada uno de ellos a su esposo y a su hijo. Ya había pasado más de mes y medio y nada de Manuel. Ella se resignaba y debía cuidarse, pues su salud no andaba bien. Los ahorros se terminaban; en pocas palabras, la situación no se veía nada fácil. Nada de Manuel, y el tiempo seguía pasando. Mil soles y mil lunas, y la sombra de su hijo no aparecía. Lo que la mantenía con fuerza era ayudar a los otros indocumentados, esperanzada de que entre la caras de quienes iban por ayuda apareciera su hijo con su mochila negra gritando: “¡Ya llegué a casa, familia!”.
Después de seis meses la esperanza desfallecía. Eran noches eternas de llanto, de miedo, de coraje y de rabia. Como a las cuatro de la mañana sonó la puerta: ¡toc, toc, toc! Las mujeres ya se habían acostumbrado a que de repente algún indocumentado llegara de madrugada a pedir asilo. Luisa se levantó a abrir la puerta:
—Luisa, ¿eres tú, Luisa?
Ella se quedó sin habla.
—Sí, dígame, ¿qué necesita, cómo sabe mi nombre?
El hombre respondió:
—Porque yo soy amigo de Manuel y necesito decirte algo…
Luisa se quedó paralizada, llamó a Naborita e hizo pasar al hombre:
—Gracias, y perdón por la molestia a esta hora de la noche, además me asaltaron y me quitaron lo poquito que me quedaba. Mi nombre es Lencho y yo conocí a Manuel —tomó un profundo respiro y les dijo:— Manuel está muerto; traté de dejar su cuerpo en algún lugar en el que pudieran encontrarlo, pero me fue imposible…
Rompió en llanto. Naborita y Luisa se desvanecieron.
Miles de recuerdos comenzaron a llenar sus mentes. ¿Cómo era posible que su cuerpo se hubiera quedado en el desierto? Sin nadie que le llorara, le rezara; la maldita historia se repitió. Padre e hijo con el mismo trágico desenlace.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que tengas en santa paz el alma de Manuel, Dios Nuestro Señor…
Todos estaban ahí, esa tarde, en el huerto de naranjos despidiendo a Manuel; también Lencho, llorando y pidiendo perdón sin cesar. No había cuerpo para llorar, solo sus ropas sucias aún del desierto, así lo despidieron. Luego todos caminaron a la casa para reposar y tomar un café de olla.
Naborita se quedó atrás:
—Ahora voy, hija, necesito estar sola un momento —dijo.
Débil y con su bastón, se paró mirando al horizonte, y comenzó a llorar:
—Aquí estaré, amor, aquí estaré, hijo, viendo al norte en espera de que lleguen por mí; no importa cuánto tiempo tarden, yo sé que llegarán y estaremos juntos otra vez.
El grupo de mujeres sigue ofreciendo ayuda a los viajeros harapientos, hombres, mujeres y niños, que pasan por esa zona en busca de una pizca de sal, un poco de pan y una esperanza para seguir el camino. Todos las conocen como Las Patronas.
En memoria de todos los Manueles… q. e. p. d.
Hannia Novell es periodista y conductora del noticiario Proyecto 40. Twitter: @HanniaNovell