Los reactores de Hanford hicieron el plutonio para el arma nuclear que se dejó caer sobre Nagasaki; hoy, se ubican sobre un páramo radioactivo que, dicen los delatores, es una bomba de tiempo.
En el Atomic Ale Brewpub & Eatery en Richland, Washington, puede deleitarse con una pizza “Reactor Core” (núcleo del reactor), hecha con “mantequilla especiada nuclear”, riéguela con una cerveza Half-Life (vida media) tipo hefeweizen o una Atomic Amber (atómica amberina), y termine su comida con un Plutonium Porter Chocolate Containment Cake (pastel contenedor de plutonio chocolate porter). Luego podría tirar algunos pinos en Atomic Bowl, el “Hogar del Boliche Nuclear”, o ir a un juego de fútbol americano de la preparatoria de Richland, con el nombre del equipo —Bombarderos— cerniéndose sobre el campo, con el logotipo de un hongo nuclear en el tablero.
El humor negro generalizado en la ciudad alude a un pasado muy oscuro, y a un presente inquietante y radioactivo. El plutonio de la bomba atómica que se dejó caer sobre Nagasaki provino de lo que hoy es conocido como la Reserva Nuclear de Hanford, alrededor de la cual Richland creció y prosperó. Durante la Guerra Fría, Hanford produjo en masa el plutonio para el arsenal nuclear de EE UU. Luego, la amenaza soviética se acabó, y los residentes de este rincón al oriente de Washington se quedaron con lo que es llamado rutinariamente el lugar más tóxico del hemisferio occidental.
Hoy, no es un misil soviético lo que amenaza a este desierto de altura otrora prístino. Si se diese un desastre en Richland, sería porque el gobierno federal de EE UU (concretamente, el Departamento de Energía) permitió que 56 millones de galones de desechos radioactivos se descompusiesen en este suelo arenoso, donde algunos dicen que hay muchísimas probabilidades de una explosión. Y, como acusan los críticos, el Departamento de Energía ha observado como su principal contratista en el sitio, Bechtel, le ha cobrado gravemente de más al pueblo estadounidense por una planta detratamiento de desechos construida tan mal que, una vez que esté terminada (si es que algún día la terminan), hacer pasar el material nuclear por ella podría provocar una catástrofe.
Un póster de las recientes manifestaciones Ocupemos Portland llamó a Hanford “el Fukushima de Norteamérica”. No se trata solo de un alarmismo izquierdista y anticorporativista: un accidente catastrófico que involucre desechos radioactivos asusta a los dos delatores más eminentes de Hanford: el ingeniero nuclear Walter L. Tamosaitis, despedido del sitio el mes pasado, y Donna Busche, una funcionaria de inspección de seguridad nuclear que sigue siendo empleada de URS Corporation, un subcontratista de Hanford, incluso cuando continúan sus denuncias legales —las cuales incluyen acusaciones de todo, desde presión para minimizar las preocupaciones de seguridad hasta acoso sexual. De manera espontánea, Busche dijo a Newsweek que le preocupa “cuándo será el ‘Día de Fukushima’”.
El año pasado, el científico nuclear Donald H. Alexander, anteriormente parte del Departamento de Energía, comparó a Hanford con la nefasta misión Challenger de 1986, un desastre surgido de un exceso de confianza.
Hablando del cosmos: algunas personas han sugerido que lancemos nuestros desechos nucleares al espacio, para que el sol los devore. Ello podría sonar como una locura, pero pase un poco de tiempo revisando la ciénaga de Hanford, y casi cualquier otra cosa aparte de la condición actual le parecerá atractiva.
Sacar la basura del Proyecto Manhattan
Tamosaitis empezó a trabajar en Hanford el 1 de abril de 2003. Por allá de 1989, él empezó en otro trabajo el 1 de abril, en el sitio del río Savannah en Carolina del Sur, un legado del Proyecto Manhattan cuyos desechos tenían que ser asegurados de manera segura. Él dice que ese empleo era mejor. El ingeniero nacido en Nueva Jersey con un doctorado por la Universidad de Alabama en Huntsville todavía habla afectuosamente de su vida en Columbia, Carolina del Sur, donde su familia —esposa y dos hijas— se quedaron mientras él comenzaba a trabajar en Hanford como empleado de URS, que es un subcontratista de Bechtel en el sitio.
Era una existencia solitaria, con Tamosaitis instalado en un alojamiento temporal en Washington Square Apartments, una hilera de polígonos grises en la triste zona principal de la ciudad. Él los señala mientras manejamos hacia el sitio de Hanford, el cual se ubica al norte de la ciudad, después de una desviación severa del río Columbia. “Yo consideraba el trabajo como mi vocación, en verdad lo disfrutaba”, dice él con la voz estruendosa de un general que no tiene necesidad o paciencia para el afecto. “Muchas veces, ponía el trabajo antes que la familia”.
Bechtel se había hecho cargo del sitio tres años antes de la llegada de Tamosaitis, con la promesa de limpiar lo que se había convertido en un problema frustrante para el Departamento de Energía. Fue aquí, en 1943, en las orillas del Columbia cubiertas de plantas corredoras, que el gobierno federal confiscó 943 kilómetros cuadrados en nombre del Proyecto Manhattan, demoliendo de hecho dos ciudades: White Bluffs y Hanford. Remoto y cercano a un gran suministro de agua, Hanford se convirtió —junto con las plantas en el río Savannah, Carolina del Sur; Rocky Flats, Colorado, y Oak Ridge, Tennessee— en un nodo secreto donde las cavilaciones de los físicos de Los Álamos cobraron su forma belicosa.
El reactor en estas estepas desecadas convirtió el uranio 238 en plutonio 239, el material fisionable dentro de la bomba Fat Man que se dejó caer sobre Nagasaki el 9 de agosto de 1945. La intensificación subsiguiente de la Guerra Fría fue una bendición para los ingenieros y trabajadores de Hanford, con otros ocho reactores construidos a lo largo de las dos décadas siguientes. Solo uno de ellos —completado en 1963 y visitado por John F. Kennedy dos meses antes de su asesinato— fue empleado para producir energía. El resto trabajó exclusivamente en enriquecer el material nuclear para los cohetes destinados a repeler un asalto soviético que nunca se materializó.
El último de esos nueve reactores fue puesto fuera de servicio en 1987, inaugurando una época que demostraría ser todavía más lucrativa para quienes hacer de Hanford su sustento: limpiar los desechos que quedaron allí tras cuatro décadas de hacer armas nucleares. La Comisión de Energía Atómica para entonces se había convertido en el Departamento de Energía, y les presentó un reto de enormes precisiones a los contratistas: 177 tanques de almacenamiento subterráneos (llamados bucólicamente “Granjas de Tanques”) que contenían 56 millones de galones de desechos que incluían radionucleidos como el estroncio 90 y el cesio 137.
Las compañías privadas rápidamente cayeron en cuenta de cuán rentable podría ser un contrato allí, pero poca limpieza auténtica se hizo por años, con The Economist haciendo notar que “la mayoría de la década de 1990 [fue] desperdiciada, junto con miles de millones de dólares”. Un salvador en potencia llegó cuando British Nuclear Fuels Limited (BNFL) firmó un contrato con el Departamento de Energía para construir una planta de tratamiento de desechos en 1998 que iba a convertir la basura radioactiva en vidrio, permitiéndole así que se descompusiese de una forma que sería en gran medida inmune a sacudidas externas, como terremotos o terroristas. Dos años después, después de que los costos calculados originalmente en US$6 900 millones aumentaron a un pronóstico de US$15 200 millones, Bill Richardson, secretario de energía, despidió a BNFL. Un ejecutivo de la compañía dijo que era una “lástima perder el contrato de Hanford”, pero señaló, proféticamente, que este “prometía muy pocas recompensas y nos dejaba con un alto nivel de riesgo financiero”.
Ese riesgo en verdad es serio. Enorme y tremendamente radioactivo, Hanford tiene alrededor de 1000 sitios separados de desechos de diferentes tamaños, según John M. Zachara, el principal científico en jefe de química medioambiental del Laboratorio Nacional del Pacífico Noroeste. Estos incluyen una columna de cromo hexavalente —el villano carcinógeno en Erin Brockovich— que se mueve hacia el Columbia, el río más largo del noroeste de EE UU, así como tecnecio 99, el cual también se ha filtrado a las aguas freáticas, además de uranio, berilio y otros desechos, tanto radioactivos como no radioactivos. El tecnecio tiene una vida media (la cantidad de tiempo que le tomará descomponerse a la mitad del elemento) de 212 000 años, lo cual es más o menos cerca del proverbial fin de los tiempos.
Pero el riesgo no desalentó a Bechtel, la compañía constructora más grande de EE UU, la cual ha sido responsable de proyectos tan variados como la Presa Hoover y la Gran Excavación de Boston. Construyó el Oleoducto Transárabe de 1719 kilómetros y ha renovado el Subterráneo de Londres. A finales de 2000, Bechtel prometió al Departamento de Energía que por solo US$4300 millones podría terminar el trabajo que BNFL había comenzado. Su lema de entonces: “Vidrio en 2008”.
Trece años después, ningún desecho se ha vitrificado en Hanford; tal vez haya algo de vidrio en 2019, pero incluso esa es una proyección optimista. Mientras tanto, Bechtel ha sido acusada de silenciar e incluso despedir a quienes han pronunciado sus preocupaciones con respecto a este proyecto de Hanford, el cual ha sido lento, costoso y lleno de evasiones. Casi ha triplicado su costo calculado (ahora próximo a US$13 000 millones) y podría alcanzar los US$25 000 millones. Los desechos nucleares, los 56 millones de galones, siguen bajo tierra y se quedarán allí por un tiempo, porque en 2012 el Departamento de Energía —ya incapaz de ignorar a los delatores, incluidos aquellos de sus propias filas— detuvo todo trabajo salvo el marginal en la planta de tratamiento de desechos, preocupado de que Bechtel estaba apurándose para cumplir con sus tiempos sin pensar el proyecto a consciencia, con el riesgo en potencia de exponer materiales nucleares a condiciones que podrían llevar a una explosión.
El jefe de la compañía, Stephen Bechtel Sr., alguna vez presumió: “Podemos construir cualquier cosa, en cualquier momento, en cualquier lugar”. Tal vez eso sea cierto, pero ¿a qué costo?
Bienestar corporativo y cátsup radioactivo
Esas predicciones orgullosas de “Vidrio en 2008” terminaron en 2005, recuerda Tamosaitis. Él había sido parte del equipo que construyó una planta de vitrificación exitosa en el sitio del río Savannah, pero Hanford se resistía a las soluciones fáciles. Se había aplicado seis procesos diferentes allí para enriquecer el uranio para obtener plutonio, lo cual dejó huellas de desechos radicalmente diferentes dentro de los 177 botes en las Granjas de Tanques, donde un contendedor podía albergar hasta un millón de galones de desperdicios. Sesenta y siete de esos tanques eran contenedores de acero al carbono de una sola carcasa que presentaron fugas en uno u otro momento, lo cual no es una gran sorpresa, ya que se suponía que solo durarían 20 años. Y cada tanque contiene su propia cornucopia tóxica. Como lo hizo notar Scientific American la primavera pasada: “En general, los tanques contienen cada elemento en la tabla periódica, incluida media tonelada de plutonio, varios isótopos de uranio y por lo menos otros 44 radionucleidos”. Aun cuando las Granjas de Tanques no eran responsabilidad de Bechtel —los cuales ahora son manejados por Washington River Protection Solutions—, el deslizamiento de desechos tóxicos hacia el río Columbia ha vuelto imprescindible que los tanques sean drenados, que sus desechos sean convertidos en vidrio.
A finales de 2005, sus jefes le pidieron a Tamosaitis que encabezase un equipo de revisión, el cual identificó los 28 problemas más agudos de la planta de tratamiento, desde lo amplio (“Enfoque Inconsistente de la Misión a Largo Plazo”) hasta lo particular (“Inestabilidad del Intercambio Básico de Iones”). Que Tamosaitis fuese seleccionado para dirigir la revisión parecía ser una aprobación de URS a su capacidad para resolver problemas complejos. Yo no sé si Tamosaitis es un pensador creativo, pero obviamente sí es uno meticuloso. Esto resulta obvio al ver los carros antiguos, con calidad de museo, en su sótano, cada uno de los cuales fue restaurado por él a su condición casi original. Él ahora trabaja en una camioneta Chevy con su nieta de cinco años, quien le ayuda a pintar cada parte.
Sin embargo, los retos de enormes proporciones en Hanford no permitían el ritmo sin prisas de un aficionado a los autos. Parte del problema fue el enfoque de “diseñar y construir” que Bechtel eligió para el proyecto, lo cual significa que se avanzaba rápidamente en la construcción antes de resolver algunos de los principales retos técnicos, con la esperanza de resolver los problemas cuando se presentasen, en vez de hacer pruebas exhaustivas de antemano. El diseñar y construir no es inusual, pero tal vez no sea prudente para una proeza de ingeniería tan compleja como la planta de tratamiento de desechos. Es como tratar de cambiar una llanta mientras vuela en la autopista.
Para 2009, un problema con el código M3 seguía siendo el mayor problema persistente: “Diseño Inadecuado de Sistemas Mixtos”. La planta que Bechtel se apresuraba a completar requería de una instalación que retirase los desechos de las Granjas de Tanques y enviase los contenidos a una planta de vitrificación o de Alto Nivel o de Baja Actividad, donde se los convertiría en vidrio en hornos a 1093 grados celsius. Los botes de vidrio que presentasen elementos menos peligrosos podrían quedarse en el sitio, mientras que el resto sería enviado a una instalación de almacenamiento permanente, por ejemplo, la atormentada montaña de Yucca a 145 kilómetros al noroeste de Las Vegas, un proyecto que el Presidente Obama detuvo en 2009.
Los desechos en las Granjas de Tanques no son uniformes: aproximadamente el 33 por ciento es líquido, según un estudio de 2003, “una salmuera cáustica que contiene sodio, nitrato, nitrito, hidróxido, fluórido, fosfato y sulfato”; otro 42 por ciento es un “pastel salado” precipitado del líquido. Lo que queda, el último 25 por ciento, ha demostrado ser el más complicado: un fango radioactivo que se ha asentado al fondo de los tanques. Pleno de isótopos radioactivos, es tan viscoso como una especie de cátsup especialmente denso y pulposo, difícil de mover a través de las tuberías porque no sigue las propiedades newtonianas de la mayoría de los fluidos.
Antes de que los desechos se conviertan en vidrio, tienen que ser separados y preparados apropiadamente para la vitrificación. Eso debe hacerse en la planta de pretratamiento, donde fluyen hacia tanques en los que se supone que mezcladoras con pulsorreactores —Tamosaitis las describe como inyectores para pavo gigantescos— los batan hasta tener una mezcla homogénea. En el sitio del río Savannah, agitadores mecánicos —Tamosaitis los compara con las aspas de una batidora— remueven de arriba abajo esta viscosidad granulosa; tales agitadores no han sido instalados en Hanford, lo cual significa que el flujo de las partículas más pesadas y más radioactivas podría verse impedido a causa de que se asienten al fondo de los recipientes o dentro de las tuberías.
Si eso llegase a ocurrir, habría pocas probabilidades de corregir una acumulación de fango radioactivo, ya que las mezcladoras son instaladas en “celdas negras” que estarían tan cargadas de radiación, que los trabajadores no podrían entrar a ellas, lo cual significa que la planta tendrá que operar con el mínimo de contribución humana, incluso si algo sale mal.
Un incidente en el complejo nuclear de Sellafield en la costa noroeste de Inglaterra fue una advertencia ominosa: en 2004, una tubería que alimentaba una celda negra estalló, derramando lo que una investigación del gobierno británico llama “un licor tremendamente radioactivo”, rico en uranio y plutonio. Un reporte en The Oregonian sobre las problemáticas celdas negras de Hanford hicieron notar el incidente de Sellafield: “La celda contuvo la filtración, pero los operadores no la descubrieron por tres meses, y la planta se cerró por dos años”.
Aún peor, la acumulación de materiales nucleares en los tanques de Hanford podría crear bolsas de gas de hidrógeno altamente combustible. “Obtén suficiente [hidrógeno] y alguna fuente de chispa y obtendrás una explosión”, dijo Michael Golay, ingeniero del MIT, a Scientific American, explicando lo que se precipitó en Fukushima y Three Mile Island, el peor accidente nuclear en la historia de EE UU.
Una explosión nuclear en el acto es muy poco probable, pero posible. El material radioactivo al fondo de los tanques de mezclado podría provocar la división de átomos radioactivos conocida como fisión, similar a lo que sucede en una bomba atómica (benditamente, en una escala mucho menor). Eso sería un desastre inefable, uno que casi ciertamente pondría en peligro a los trabajadores de la planta de pretratamiento, a la par que cerraría el sitio. Tal vez no mate a mucha gente, pero sí costaría cientos de millones de dólares y tardaría años en limpiarse.
Los riesgos de un desastre al estilo de Fukushima son increíblemente bajos, y quienes hacen la comparación previenen en contra de una interpretación literal de sus advertencias. Pero las consecuencias de semejante percance serían tan catastróficas que no se puede permitir que suceda. La Compañía de Energía Eléctrica de Tokio no estaba preocupada porque un terremoto provocase un tsunami, y que a su vez ese tsunami inundase e inhabilitase una planta de energía nuclear en la costa este de la isla de Honshu. Mucho después, un panel hallaría una “colusión” entre los operadores de la planta de Fukushima Daiichi y los reguladores gubernamentales, así como “ignorancia y arrogancia” y una “desconsideración por la seguridad pública”.
Tamosaitis llama a Hanford un ejemplo de “bienestar corporativo”, en el que Bechtel mantiene entretenido al gobierno federal conforme mueve las fechas de terminación más y más hacia el futuro, todo en el supuesto beneficio de los mismos problemas de seguridad que ha ignorado en repetidas ocasiones. Mientras no suceda algo horrendo, dice él, el dinero fluirá. Tamosaitis resume la estrategia de Bechtel como “retrasar, retrasar, retrasar, negar”.
Recuerde que Tamosaitis es un exempleado desdeñado y claramente amargado, pero mucha evidencia apoya sus afirmaciones. Sus primeros siete años en Hanford fueron todo un reto. Los últimos tres estuvieron próximos a lo insoportable, enfrentándose a sus superiores, quienes conspiraron activamente para marginar y desacreditar su trabajo.
A principios de 2010, cuando Tamosaitis y su equipo todavía batallaban con el problema del mezclado, Hanford tuvo un nuevo administrador: Frank Russo, un vicepresidente de Bechtel que había pasado toda su carrera profesional con la corporación, habiendo trabajado en casi todas partes, desde Irak hasta Idaho. Los objetivos de Russo quedaron claros en los correos electrónicos durante sus primeros cuatro meses en el puesto: conseguir un bono de medio año de parte del Departamento de Energía, con un valor potencial de US$6 millones, y asegurarse otros US$50 millones de financiamiento anual de parte del Congreso de EE UU.
Tamosaitis, con sus cantaletas persistentes sobre el testarudo flujo de fango nuclear, se interponía en el camino de esa paga gigantesca.
El collar de Hanford y otras cicatrices
“Ellos son muy esquizofrénicos”, dice Tom Carpenter, presidente de Hanford Challenge, un grupo de vigilancia con oficinas en Seattle, sobre la gente que vive cerca de Hanford. Los 250 000 residentes de estas comunidades, explica él, ven la planta como una fuente de empleos, un flujo constante de dinero a una economía local que de otra manera hubiese regresado a los huertos y viñedos de la región. Por supuesto, el dinero no es lo único que ha soplado hacia Richland desde el sitio nuclear. Y ellos también saben eso.
Carpenter alega que Bechtel y el Departamento de Energía han creado un polvorín nuclear en Hanford. Mientras habla, dos perros retozan por su oficina soleada —equipada con un escritorio con cinta para correr— en la Pioneer Square de Seattle, a 322 kilómetros de la estepa semiárida que lo obsesiona con la intensidad de un Capitán Ahab. “Hanford es una amenaza a largo plazo para la humanidad”, declara Carpenter.
No todos en Richland están de acuerdo. La suspicacia de la industria de defensa no está precisamente alta en este rincón conservador de EE UU. Sarah Palin vino aquí en 2009, en medio de la gira promocional de su libro Going Rogue, para la cena de Acción de Gracias con su tía (el abuelo de Palin vino a Richland en 1943 para trabajar como gerente de relaciones laborales en la planta de Hanford).
En un día en el que probablemente haya demasiado viento para navegar en bote, lo hago en el río Columbia con Neal, oriundo de Richland y que ha navegado estas aguas por 52 años. Él comenta haber trabajado en proyectos asociados con Hanford, aunque su asociación con el sitio no queda clara. Él dice que Bechtel es una “compañía maravillosa”, y que Hanford ha hecho rica al área: “Siempre hemos estado en una burbuja”, inmunes a la recesión más reciente. Sí, su padre tuvo cáncer cuatro veces y partes del sitio son “tremendamente calientes” por la radiación. Pero él toma con tranquilidad estos hechos, de la misma manera que toma las olas que anhelan volcar nuestro bote.
En la orilla oriental del Columbia hay huertos y viñedos. Cormoranes se posan en el agua, un coyote busca comida. En 2000, el Presidente Bill Clinton designó a este tramo del río, llamado el Acceso a Hanford, como un monumento nacional. Y cuando ese último reactor desaparece de la vista, esto todavía se ve como la tierra que Lewis & Clark atravesaron en 1805, una tierra todavía sagrada para las tribus aborígenes que han vivido aquí desde que los glaciales de la Era de Hielo desaparecieron.
Nadie sabe realmente si Hanford ha enfermado a la gente. Los lugareños hacen referencia al “collar de Hanford”: una “cicatriz de tiroidectomía que distingue a muchos de los que viven a favor del viento y cuyas glándulas tiroides enfermas fueron extirpadas”, como lo describió alguna vez Associated Press. Pero el Estudio de Enfermedades de la Tiroides en Hanford no halló una relación entre la emisión de yodo 131 durante las décadas de 1940 y 1950 y un aumento en los cánceres de la glándula tiroides, descartando así una de las principales enfermedades relacionadas con la exposición a radiación.
No obstante, ese es solo un cáncer descartado, y los malestares del pasado no son la preocupación más apremiante aquí de todas formas. Es lo que todavía se halla en el suelo lo que preocupa a personas como Carpenter, el vigilante de Seattle. Él dice sobre Hanford: “Hemos abierto una caja de Pandora a la que no podemos ponerla la tapa de vuelta”. Detrás de él, la ciudad se rinde cómodamente al ocaso.
“No hagan lo que hizo ese tipo”
“Tenemos que acabar con esta mi…da ahora”, dice un correo electrónico de Russo, fechado el 25 de abril de 2010, a Bechtel padre y funcionarios de URS en Hanford.
Previamente ese día, William Gay, alto gerente de URS, había señalado en un correo a Russo y otros gerentes del proyecto que Tamosaitis y su equipo querían más pruebas, las cuales evitarían que Bechtel cobrase su bono de US$6 millones. Y esa no era la peor noticia que Gay tenía que dar: “En el período de 2004, gastamos alrededor de US$143 [millones] en pruebas para estos tanques. Básicamente, nos están diciendo que empecemos de cero”.
Con la intención de Bechtel de declarar resuelto el problema del mezclado, Tamosaitis decidió que necesitaba que más gente hiciera eco de sus preocupaciones serias. Unos correos electrónicos lo muestran solicitando las opiniones de consultores externos, quienes respondieron que el enfoque de Bechtel con respecto a los desechos de alto nivel es “un poco de engaño y distorsión” y “criminalmente negligente”. Tamosaitis compartió estas opiniones con gerentes de Bechtel y UR, quienes lisa y llanamente comenzaron a sentir que él estaba saboteando sus trabajos.
“Para finales de mayo, sentí que tenía una diana en la espalda”, luego diría Tamosaitis al Congreso de EE UU. “Podía sentir que la gerencia de Bechtel no estaba contenta con mi continuo planteamiento de problemas”.
Tamosaitis estaba más que consciente de la fecha límite del 30 de junio, pero estaba cada vez más convencido de que declarar el M3 como resuelto era irresponsable y deshonesto. Si algo llegase a pasar, él tendría que responderles a sus vecinos, a su gobierno, a su dios. Y así, aguantó la presión, incluso cuando Russo les recordaba a sus gerentes que “la cuota está en juego a lo grande”, que nada podía poner en riesgo el bono que Bechtel pretendía recibir del Departamento de Energía por la resolución oportuna del problema del mezclado.
El Departamento de Energía avaló el problema M3 tal como esperaba Russo, pero persistía la idea de que Tamosaitis era una quinta columna en la planta de tratamiento de desechos. El 1 de julio, Russo escribió a Gay, de URS: “Walt nos está matando. Llámelo a su oficina corporativa hoy”. Gay respondió: “Él se irá mañana”.
Y así fue. El 2 de julio, a Tamosaitis le dijeron que sería transferido a las oficinas centrales de URS en el centro de Richland. URS dice a Newsweek que su “reasignación fue discutida con él varios meses antes de junio de 2010, ya que sus deberes laborales en el proyecto estaban por terminar”, una posición secundada por Bechtel, la cual dice que Sellafield, en Inglaterra, le había ofrecido un empleo.
Tamosaitis dice que la transferencia fue una represalia. “Ellos querían dar un mensaje” a otros delatores en potencia: “No hagan lo que hizo ese tipo”.
Tamosaitis fue enclaustrado en una oficina en el sótano con dos copiadoras, una de las cuales era “usada para compilar documentos grandes”, dijo él al Congreso de EE UU. “Me llevé un par de orejeras para amortiguar el sonido cuando esa funcionaba”. Una vez, con una tormenta de nieve avecinándose, todos los demás salieron del edificio sin molestarse en avisarle. Él bromea diciendo que cuando salió del sótano y entró a una oficina en silencio a media tarde, pensó que había llegado el arrebatamiento.
Tras dos semanas en su exilio, Tamosaitis escribió a la Junta de Seguridad de Instalaciones Nucleares de la Defensa, una organización gubernamental cuyas preocupaciones Russo había minimizado de hecho. Él les habló del deseo de Bechtel de “suprimir… las preocupaciones de seguridad” y el “efecto desalentador” que su remoción del proyecto tendría en otros que desearan hacer saber su disentimiento.
La Junta de Defensa notificó a URS, en una carta fechada el 27 de julio, que “realizaría una investigación… sobre las preocupaciones de seguridad” planteadas por Tamosaitis. La junta, un panel de científicos nombrado por el presidente, no tiene poderes reguladores, pero puede llevar a cabo audiencias y emitir citaciones. Más importante aún, sus recomendaciones tienen un peso significativo en el Departamento de Energía.
Las audiencias se dieron durante dos días en Kennewick, Washington, a principios de octubre de 2010. Russo y otros altos gerentes oyeron a Peter Winokur, presidente de la Junta de Defensa, decirles que su grupo estaba “tremendamente preocupado de que la planta pudiese ser puesta en servicio antes de que varios problemas técnicos claves se resolviesen por completo”, señalando especialmente las celdas negras que preocupaban a Tamosaitis tanto por su costo como por ser potencialmente peligrosas.
Bechtel y funcionarios del Departamento de Energía hicieron lo mejor que pudieron para desestimar las preocupaciones de Winokur. Pero entonces habló Donna Busche. Ella dijo a los miembros de la junta que tenía preocupaciones con respecto a las mezcladoras con pulsorreactores en las celdas negras, las mismas que Tamosaitis dijo que podrían provocar una explosión de hidrógeno o incluso una criticidad (o sea, una reacción nuclear incontrolada). Busche luego alegó en una denuncia legal que, durante un receso, sus superiores estaban furiosos y le pidieron que “diese una respuesta diferente” cuando las audiencias se reanudasen después ese día. No tuvieron esa suerte. En un testimonio siguiente, Busche dijo a la Junta de Defensa que Bechtel no había hecho un trabajo lo suficientemente meticuloso al evaluar el riesgo en la planta. La suya fue la única voz cautelar ese día, en medio de una letanía de garantías optimistas. (Tamosaitis no fue invitado a dar testimonio.)
La sesión del día siguiente se caracterizó por una advertencia dolorosamente profética de un miembro de la junta, quien se percató de que Busche se había echado de enemigos a sus propios jefes; él se preguntó si Busche podría “trabajar bajo este tipo de presión”. Ella respondió afirmativamente. Y así lo ha hecho, por tres años a la fecha.
El asalto contra Bechtel continuó durante todo 2011. Ese agosto, Don Alexander, el principal científico del Departamento de Energía que fue uno de los primeros en dar advertencias sobre los problemas de seguridad, escribió en una carta a sus superiores (incluido el funcionario en jefe de seguridad nuclear del departamento) que Bechtel, Washington River Protection Solutions y el personal in situ del Departamento de Energía habían “conspirado deliberadamente para tratar de minar el seguimiento a problemas técnicos auténticos”. Él añadió: “He estado bajo un estrés enorme por más de un año. Me parece que esto va más allá de un problema puramente técnico y es un problema de soplones”.
Nadie dio un soplo más fuerte que Tamosaitis. Él se presentó ante un subcomité de contratos y supervisión del Senado de EE UU el 6 de diciembre de 2011. Allí, él halló un público receptivo en la senadora Claire McCaskill, demócrata de Missouri, quien llamó al apuro de él como “increíble… estoy anonadada por la realidad de que usted vaya allí todos los días como un anuncio ambulante para que todos los demás mantengan la boca callada. Porque, en esencia, eso es usted”.
Un mes después, URS sacó a Tamosaitis del sótano, dándole una oficina con ventana en el primer piso.
El Departamento de Energía finalmente pareció validar las preocupaciones de él en la primavera de 2012, cuando Steven Chu, por entonces secretario de energía, detuvo una buena parte del trabajo en Hanford, citando preocupaciones sobre cómo iba a ser bombeado el desecho radioactivo a través de los 161 kilómetros de tuberías, mezclado y convertido en vidrio.
La presión sobre Bechtel aumentaba. Ese verano, Gary Brunson, científico del Departamento de Energía que por entonces supervisaba las labores de ingeniería en la planta, envió un memorando interno —después filtrado a la prensa— en el que documentaba 34 casos en los que Bechtel había “dado una solución de diseño que no era técnicamente defendible, técnicamente viable, o era técnicamente imperfecta”. Él también dijo que la seguridad era ampliamente ignorada y que algunas de las conclusiones a las que había llegado Bechtel sobre la planta de tratamiento de desperdicios eran “objetivamente incorrectas”.
Brunson era alguien difícil de ignorar porque no era un empleado desairado; era un alto funcionario de ingeniería poniendo en juego su reputación. Lo hizo otra vez ese diciembre, enviándole a Chu un memorando detallando varias omisiones técnicas y de seguridad por parte de Bechtel. Él recomendaba que todas las labores en la planta de tratamiento de desechos se suspendieran. Luego renunció.
Seis meses después, en mayo de este año, Ernest Moniz, físico del MIT, fue juramentado como sucesor de Chu en el Departamento de Energía. En junio, él fue a Richland, reuniéndose con Busche y Tamosaitis, así como otros tres empleados de Hanford preocupados por el daño que Bechtel había causado allí.
A fines de septiembre, Moniz escribió un memorando a sus directores departamentales en el que juró hacer cumplir “una cultura en la que los trabajadores de todos los niveles tengan el poder de dar a conocer problemas”, un apoyo tácito a los delatores que puede interpretarse como extensivo a todos los contratistas y subcontratistas del Departamento de Energía.
Dos semanas después de ello, URS despidió a Tamosaitis.
Sard Verbinnen & Co., la compañía neoyorquina de primera categoría para manejo de crisis de URS, dijo a Newsweek lo que le ha dicho a todo medio que ha pedido una explicación: “En meses recientes, URS ha reducido los niveles de empleo en su sector de negocios federales a causa de restricciones presupuestales”. Entre los más dispensables, al parecer, se hallaba un ingeniero con 44 años de experiencia, uno que había dedicado mucho de su vida profesional a la eliminación segura de desechos nucleares.
Visité a Tamosaitis, quien tiene 66 años de edad, un mes después de su despido. Él vive en un fraccionamiento en las colinas detrás de Hanford. Para llegar allí, hay que pasar frente a un bar de vinos llamado Three-Eyed Fish (pez de tres ojos), con su logo piscícola deformado radioactivamente. Su casa está al final de una calle que mira hacia las colinas resecas. La decoración tiene muchos arreglos florales, imágenes cristianas (él y su esposa son presbiterianos devotos) y réplicas de autos antiguos.
Por las tardes, Sandy, esposa de Tamosaitis, juega al tenis, y él se queda solo en la casa con su perra, una turgente terrier negra llamada Maggie. “Hemos perdido muchos amigos”, me dice él. Esta es una ciudad pequeña, y aun cuando algunos apoyan lo que él ha hecho, hay los suficientes que no lo apoyan para hacer incómoda casi cualquier salida.
Tamosaitis pudo haber firmado un finiquito con URS que incluyese un acuerdo financiero, pero ello habría incluido la promesa de callarse, y él no puede hacer eso. “Quiero un cambio”, dice él. No busca dinero o venganza, dice. Quiere que los delatores sean protegidos de los abusones corporativos, y quiere que el pueblo estadounidense esté protegido de los desechos nucleares, ya sea en Washington, Nuevo México o Nueva Jersey. En cuanto a la planta de tratamiento de desechos, su mensaje sigue siendo aterrador y simple: “El lugar nunca funcionará, y nunca funcionará con seguridad”.
El hombre sin amigos
Los delatores son, por definición, estridentes: gritan en nuestros oídos, diciéndonos cosas que no queremos pero necesitamos oír. Tamosaitis no era un empleado federal, así que no podía buscar la protección de la Ley de Protección a Delatores. Él presentó una denuncia legal ante el Departamento del Trabajo el 31 de julio de 2010, pero se desanimó rápidamente por la burocracia federal. “Las cosas parecían muy oscuras”, dijo él en su testimonio ante el Congreso de EE UU. “Cuanto más aprendía, más indefenso me sentía”. Así, ese septiembre, presentó demandas legales contra Bechtel, en la corte estatal, y contra URS y el Departamento de Energía, en la corte federal.
A Tamosaitis no le gusta el término delator, el cual piensa que la gente lo equipara con alborotador. No obstante, dice él, “me he acostumbrado a él”. Alto y ancho, parece disminuir de tamaño cuando describe sus retos por venir, sin mencionar esos de los últimos tres años.
Tal vez no tenga muchos amigos en su ciudad, pero tiene unos cuantos poderosos en Washington, D.C., más notablemente los senadores Ron Wyden, de Oregón, y Edward Markey, de Massachusetts, a quienes les enfureció el despido reciente de Tamosaitis. Wyden me dijo que Tamosaitis es “el delator más visible en la nación”, cuyo despido podría tener un “efecto desalentador”. Él llama a Hanford como “una preocupación muy real de seguridad, medioambiental y de salud”, e insta a Moniz a “darle un giro a esto”.
El 14 de noviembre, durante las audiencias de postulación al consejo general del Departamento de Energía, Wyden hizo saber su disgusto con respecto a que el departamento reembolsase a sus contratistas los costos legales en que incurriesen mientras combatían a delatores; eso significa, en esencia, que los contribuyentes están financiando las acciones para ponerle un bozal a Tamosaitis.
Al contrario de Tamosaitis, Busche es parlanchina y animosa, aunque su posición podría decirse que es igual de difícil que la de él, si no es que más. Ella sigue siendo una empleada de URS, incluso conforme aumenta su importancia como delatora de Hanford (ella apareció, con Tamosaitis, en CBS Evening News en junio).
Me reuní con ella en una pequeña casa de madera restaurada por su marido, quien se sienta con nosotros durante toda la entrevista. Educada en Texas A&M, Busche está animada y confiada, con su cabello como un errático mechón canoso. Mientras nos sentamos en su espacioso estudio, ella describe, con algo que se acerca a la alegría, el infierno predecible de ir a trabajar a un lugar donde te detestan.
“Ellos harían lo que fuera para evitar que hable”, dice Busche. Ella presentó su primera denuncia por discriminación contra URS en noviembre de 2011. Entre las acusaciones está que William Gay —quien ayudó a Russo a expulsar a Tamosaitis de la planta de tratamiento de desperdicios— dijo a la “Sra. Busche [que], siendo una mujer atractiva, ella debería usar sus ‘ardides femeninas’ para comunicarse mejor con los hombres de URS. El Sr. Gay también comentó que si la Sra. Busche fuese soltera, él buscaría tener una relación romántica con ella”. Esa denuncia luego se convirtió en una demanda legal federal. A finales de la semana pasada, ella también presentó una denuncia por discriminación ante el Departamento del Trabajo contra Bechtel y URS.
El día posterior a mi reunión con Busche, fui a la audiencia de Tamosaitis ante la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito en Seattle. Un juez de la corte distrital había rechazado la denuncia de Tamosaitis contra el Departamento de Energía y URS, casi por completo con base en tecnicismos, y Tamosaitis esperaba que esa decisión se anulase.
En esencia, la audiencia involucró a abogados tanto de URS como del Departamento de Energía negando toda responsabilidad por emplear a Tamosaitis y, por lo tanto, por despedirlo. Ellos trataron de convencer a los jueces de que fue culpa de Bechtel. (La portavoz principal de Bechtel en Hanford, Suzanne Heaston, me dijo: “Él nunca ha sido empleado o recibido pago [de nosotros]”, aun cuando la cadena de correos electrónicos parece demostrar que gerentes de las tres entidades tuvieron que ver en el despido de Tamosaitis.)
Los tres jueces parecieron apoyar a Tamosaitis. Al final de la audiencia, los abogados del Departamento de Energía y de URS charlaron en su mesa como si lo hicieran sobre un ataúd.
La velocidad por encima de