El Día de las Madres observó la primera señal de la enfermedad potencialmente mortal de su hija. Al principio, Tonya Rerecic no se inquietó al ver que Addie, su pequeña de 11 años, parecía cansada; después de todo, era una niña que practicaba muchos deportes. Pero una semana después, Addie se quejó de dolor en la cadera y en el servicio de urgencias le diagnosticaron una infección bacteriana, enviándola a casa con indicaciones de tomar algún analgésico, como ibuprofeno. De nada sirvió y el estado de Addie siguió empeorando hasta el 19 de mayo de 2011, cuando Tonya pidió una ambulancia para llevarla al hospital. Pasarían cinco meses antes de regresar a su hogar de Arizona.
Los médicos detectaron una infección por estafilococo, la cual inició como un absceso en un músculo de la cadera y de allí entró en el torrente sanguíneo, diseminándose a los pulmones; en 24 horas, estos comenzaron a fallar y Addie quedó conectada a un respirador. Como regla general, los doctores recetan antibióticos para combatir microbios, pero en este caso no fue posible porque las bacterias que destruían el cuerpo de la niña eran resistentes a los antibióticos más comunes y seguros. La única posibilidad restante –colistina- se utiliza rara vez debido a que daña los riñones, pero desesperados y sin opciones, los galenos decidieron ordenarlo.
El agresivo antibiótico, una operación para extirpar el absceso infectado y un trasplante de pulmón curaron a Addie de su infección, pero no antes de que las bacterias causaran estragos. La preadolescente sufrió un infarto cerebral y salió del hospital en silla de ruedas, incapaz de utilizar su brazo izquierdo y con secuelas en la pierna del mismo lado. Los tubos y tratamientos habían dejado cicatrices en todo su cuerpo y perdió casi toda la visión del ojo izquierdo. La otrora atleta ni siquiera podía darse vuelta en la cama y habría de recibir terapia médica el resto de su vida.
Hace apenas una década, la historia de Addie hubiera sido una escalofriante anormalidad, el caso que solo se presenta una vez en la vida de cualquier doctor.
Mas, al cabo de años de inútiles advertencias científicas sobre el abuso de los antibióticos y la creación de cepas bacterianas resistentes, los expertos en la materia aseguran que hemos llegado al punto crítico en que algunos patógenos mortíferos se han vuelto incurables. “Jamás hemos estado ante una amenaza más grave para la salud pública”, afirma el doctor Lance Price, profesor de la Escuela de Salud Pública y Servicios de Salud de la Universidad George Washington y especialista en el estudio de bacterias resistentes. “Hemos llegado a un punto que nunca debimos alcanzar y muchas personas mueren de infecciones que antes eran tratables”.
Las señales de la creciente crisis son patentes. El doctor David Relman, profesor de medicina, microbiología e inmunología de la Universidad de Stanford, comenta que, no hace mucho, las infecciones que no respondían a los medicamentos eran raras y notorias; pero en abril, cuando preguntó a un grupo de estudiantes de medicina del Centro Médico Montefiore, en la ciudad de Nueva York, si habían encontrado alguna infección sanguínea que no pudieran combatir con algún medicamento activo, “la mayoría levantó la mano”.
Apenas el mes pasado, Centros para Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés) publicó un impresionante informe sobre el impacto de las bacterias resistentes. El análisis –que según los funcionarios de CDC es muy conservador- asegura que, cada año, más de dos millones de estadounidenses se infectan con bacterias resistentes a gran variedad de los antibióticos seguros y eficaces; y de esa población, por lo menos 23 mil fallecen. El costo social de esas enfermedades y muertes asciende a 55 mil millones de dólares: 20 mil millones por el gasto adicional en atención médica y 35 mil millones en pérdida de productividad.
“Si no tenemos cuidado, muy pronto estaremos en la era post antibióticos”, advierte el doctor Tom Frieden, director de CDC. “Aunque para algunos pacientes y microbios, esa época es hoy”.
Los ejemplos incluyen la gonorrea, que se ha vuelto paulatinamente resistente a los medicamentos; la bacteria Clostridium difficile, que causa un peligroso cuadro diarréico y se ha vuelto muy resistente a los fármacos utilizados para su tratamiento, de suerte que está cobrando muchas vidas en América del Norte y Europa; o las enterobacterias resistentes a los carbapenems, que pueden ocasionar infecciones intratables del torrente sanguíneo.
Las bacterias se diseminan no solo a través de personas enfermas o portadoras, sino en la comida. De hecho, la actual epidemia multiestatal de una cepa resistente a numerosos fármacos, llamada Salmonella Heidelberg, se originó en los pollos comercializados bajo la marca Foster Farms. Al 11 de octubre, el patógeno ya había infectado a 317 personas en 20 estados continentales y Puerto Rico; de ellas, 133 requirieron de hospitalización.
Y por supuesto, el hospital es uno de los peores lugares para evitar las infecciones resistentes. Muchos de los mortíferos microbios viven en las instalaciones médicas, y los hospitales hacen denodados esfuerzos para reducir el riesgo con estrictas medidas de desinfección y contacto. “Hoy día, me asustaría ingresar en un hospital por un padecimiento que me obligara a permanecer internado mucho tiempo”, comenta la doctora Barbara Murray, directora de la División de Enfermedades Infecciosas de la Escuela de Medicina de la Universidad de Texas en Houston y actual presidenta de la Sociedad Estadounidense de Enfermedades Infecciosas.
Con anterioridad, las bacterias resistentes eran bastante fáciles de combatir ya que las compañías farmacéuticas producían antibióticos cada vez más sofisticados; pero eso se acabó. Las grandes empresas han dejado de invertir tiempo y esfuerzo en esa línea de productos: ¿Para qué comprometer cientos de millones de dólares en investigar y desarrollar uno de muchos antibióticos nuevos que solo usarán unos cuantos pacientes durante pocos días, cuando un fármaco innovador –por ejemplo, para la diabetes- podría ser a la vez único y consumirse el resto de la vida?
“Cada vez hay mayor resistencia antimicrobiana en todo el mundo y no obstante, la oferta de nuevos antibióticos es cada vez más escasa”, señala el doctor Ed Septimus, profesor de medicina interna en el Centro de Ciencias de la Salud de Texas A&M y director médico del Grupo de Prevención de Infecciones y Servicios de Epidemiología Clínica de HCA Healthcare System. “Es una tormenta perfecta en la que algunos pacientes pensarán que están retrocediendo a la época anterior a los antibióticos”.
¿Cómo sería la vida en un mundo sin esas sustancias? Habría que prescindir de muchos procedimientos cotidianos que salvan vidas, como el trasplante cardíaco: solo posible porque los cirujanos tienen la certeza de que los antibióticos que administran antes del procedimiento prevendrán una infección postoperatoria. Lo mismo pasaría con otras cirugías complejas y la quimioterapia, que suprime tanto el sistema inmunológico, que los pacientes a menudo tienen que usar antibióticos. “Muchos milagros médicos que damos por sentados se deben a nuestra capacidad para controlar las complicaciones infecciosas”, explica Ruth Lynfield, epidemióloga estatal y directora médica del Departamento de Salud de Minnesota. “Si perdemos esa capacidad, perderemos importantes especialidades médicas como cirugía, oncología, trasplantes y cuidados intensivos o neonatales”.
Y podría ser peor. Varios expertos médicos señalan que, aunque un virus causó la pandemia de influenza de 1918, la mayoría de las decenas de millones de víctimas abatidas por la enfermedad sucumbió a infecciones pulmonares bacterianas que habrían cedido al tratamiento con antibióticos. Ante la escasez de vacunas virales en gran parte del mundo, lo único que podremos hacer en la eventualidad de una sobreinfección por bacterias resistentes sería buscar un método eficaz para desechar los cadáveres.
Con lo que está en juego, sorprende descubrir que las causas de la amenaza y la manera de atacarla son ampliamente conocidas. Ya desde 1945, Alexander Fleming –pionero de los antibióticos- dijo que “el abuso de la penicilina podría ocasionar la propagación de formas mutantes de bacterias que resistirían al nuevo fármaco milagroso”.
En otras palabras, la crisis actual se debe a que el mundo consume demasiados antibióticos. Los médicos estadounidenses los recetan en exceso, muchas veces a exigencia de pacientes que no tienen una enfermedad bacteriana y no necesitan antibióticos, como sucede con la gripa y otros padecimientos virales. CDC descubrió que las entidades del sur de Estados Unidos tienen la mayor tasa de uso de antibióticos, fenómeno que los expertos no consiguen explicar. Con todo, datos y estudios indican que las áreas de mayor consumo son las que tienen mayor probabilidad de experimentar ataques de bacterias resistentes.
Mas, la cantidad de antibióticos usados en humanos es nada comparada con la administrada al ganado estadounidense –cerdos, aves, reses y demás. A decir de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés), casi 80 por ciento de los antibióticos vendidos en 2011 se utilizaron en animales con la finalidad primaria de fomentar su crecimiento.
Para los expertos, lo más preocupante del uso de antibióticos en la producción de alimentos es que suelen administrarse en dosis bajas, las cuales provocan mayor resistencia microbiana porque no acaban con los gérmenes presentes. “Crean un depósito de genes resistentes a los fármacos”, explica el doctor Henry Chambers, profesor de medicina de la Universidad de California en San Francisco.
Estados Unidos también utiliza antibióticos en los animales de consumo con fines profilácticos, para prevenir infecciones que podrían diseminarse durante el proceso de producción de cárnicos. Las llamadas “enfermedades de producción” son consecuencia de un sistema que encierra cada vez más animales en áreas de contención cada vez más pequeñas, exponiéndolos a la acumulación de heces, orina y por consiguiente, bacterias.
“Tenemos que cambiar el sistema de producción, de modo que los animales estén sanos y las infecciones sean la excepción, no la norma”, comenta Price. “Debemos prevenir las infecciones evitando el hacinamiento que expone a los animales a la contaminación”.
Desde hace mucho, los europeos han reconocido la relación entre el uso de antibióticos en animales y el desarrollo de bacterias resistentes, de allí que en 2006 se prohibieran esos fármacos como coadyuvantes del crecimiento. En contraste, FDA impuso restricciones voluntarias en 2012 y según los expertos, de poco han servido para disminuir el uso de antibióticos en el ganado. “Al comparar nuestro esquema de uso de antibióticos en animales y lo que hacen en Europa”, apunta Lynfield, “no salimos bien parados”.
Pese a la magnitud del riesgo, no se han adoptado estrategias básicas para contener e identificar amenazas. Por ejemplo, no hay un sistema de vigilancia internacional para detectar amenazas de la resistencia antibiótica; de hecho, la identificación depende de un brote epidémico más que del análisis de cepas de patógenos.
Según CDC, Estados Unidos no recoge, sistemáticamente, información detallada sobre el uso de antibióticos en la atención médica humana o para aplicaciones agrícolas. Sin la posibilidad de rastrear, aislar e identificar a los patógenos, funcionarios de salud estatales y gubernamentales no pueden actuar hasta que la población muestra síntomas graves de enfermedad o muere.
Expertos médicos concuerdan en que debe prohibirse el uso de antibióticos para fomentar el crecimiento de los animales o prevenir las enfermedades ocasionadas por las técnicas de procesamiento, e insisten en que casi la mitad de las indicaciones de antibióticos en humanos son innecesarias. Aunque no de manera generalizada, han comenzado a implementarse programas de “administración antibiótica” que educan a los doctores en el uso de esos medicamentos e incluso limitan la capacidad de los médicos que, aunque laboran en hospitales, no han recibido capacitación en enfermedades infecciosas.
Murray ha presenciado el daño que causan las cepas resistentes. Hace unos meses, fue consultada por el caso de una mujer que sufría de una infección bacteriana resistente en la vesícula, pero como no había antibióticos para tratarla ni podían ofrecerle más opciones, la paciente fue enviada a un hospicio para que muriera en paz. Un cirujano plástico le contó de otro caso espeluznante: el reemplazo de rodilla en un paciente se contaminó con bacterias imposibles de tratar, de modo que los médicos tuvieron que amputar la pierna para impedir que se extendiera la infección.
Según los expertos, como las grandes farmacéuticas tienen escasos incentivos económicos para producir antibióticos, el gobierno tiene que intervenir y financiar investigaciones básicas en tratamientos novedosos que reduzcan los costos de desarrollo y comercialización de nuevas sustancias.
No obstante, lo más difícil sería limitar el uso internacional de antibióticos. Numerosas cepas resistentes empiezan a detectarse en India y el sureste asiático, regiones donde es posible adquirir antibióticos sin receta, señala el doctor Trevor Van Schooneveld, director médico del Programa de Administración Antimicrobiana del Centro Médico de la Universidad de Nebraska. Las cepas resistentes que surgen en esos lugares se diseminan fácilmente al resto del mundo; por ejemplo, hace poco se identificó una bacteria resistente que ocasiona infecciones de vías urinarias en la población de Nueva Delhi y ahora empieza a observarse en Estados Unidos .
La incapacidad para encontrar una solución frustra a muchos especialistas en enfermedades infecciosas, quienes consideran que el mundo se aleja cada vez más de la promesa que hicieran los antibióticos hace muchas décadas. Su temor es que los gobiernos no actúen con la firmeza necesaria antes que el problema se vuelva avasallador.
“Tal vez haya que esperar a que mueran algunos personajes previamente sanos”, murmura Relman. “Quizás haga falta algo que escandalice al público para que el mundo entero reaccione frente a esta amenaza”.