La MS-13 atormentó a las fuerzas de la ley estadounidense durante décadas. Pero, mientras los cadáveres se apilaban, agentes federales lograron infiltrarse en la pandilla más brutal del mundo… gracias a uno de sus integrantes.
El primer golpe llegó sin aviso. Pelón sintió que un anillo de metal machacaba su pómulo derecho. Cayó al suelo de cemento del garaje mientras un hombre contaba lentamente. ¡Uno!, una patada en la cabeza. ¡Dos!, un puñetazo en la nariz. ¡Tres!, un rodillazo en la entrepierna. Pelón perdió la cuenta mientras media docena de hombres lo aporreaban. Era una fría noche de noviembre de 2013, y Pelón creyó que sería la última de su vida.
Cuando el conteo llegó a 13, todo terminó. El grupo retrocedió y los hombres exclamaron: “¡Bienvenido a la Mara!”.
Aquel ataque fue su iniciación. Después de meses de correrías con sus agresores por todo Boston y sus inmediaciones, Pelón ya era un miembro oficial de lo que muchos consideran la pandilla más peligrosa de Estados Unidos: la Mara Salvatrucha o MS-13. Igual que muchos reclutas nuevos, Pelón era un inmigrante salvadoreño que había huido de la violencia en su país para buscar una vida mejor en Estados Unidos.
Sin embargo, difícilmente era un candidato natural para la pandilla. Tenía 36 años, más del doble de la edad del “homeboy” o pandillero MS-13 promedio, casi siempre adolescentes que habían sido adoctrinados -o intimidados- para unirse a una camarilla en las secundarias locales. Tampoco llevaba los tatuajes característicos ni usaba el uniforme oficial de la MS-13: una camiseta azul, gorra de los L.A. Dodgers, y los tenis clásicos Nike. Pelón prefería los polos con cuello y los pantalones cortos de lino. Jamás tuvo intenciones de “brincar” (a ser miembro de la Mara). Era un simple traficante de drogas que pagaba protección a la pandilla para desplazar cocaína y armas por toda la Costa Este. Como pantalla, Pelón conducía un taxi pirata en Chelsea, Massachusetts, una ciudad de 35,000 habitantes junto al río Mystic, en la ribera opuesta de Boston. Pero muy pronto, se convirtió en el conductor predilecto de los líderes de la pandilla. Ya que la MS-13 mataba, sistemáticamente, a sus rivales, los de la pandilla Barrio 18, Pelón había llevado a los Maras a enterrar machetes ensangrentados -el arma de opción- y se deleitaba con sus anécdotas de guerra. Y ahora que era un homeboy hecho y derecho, sus camaradas esperaban mucho más del hombre a quien llamaban “el perrito con el carro”.
Mientras Pelón recuperaba el equilibrio en el taller que hacía las veces de casa club de la clica (termino comúnmente usado para referirse a pandilla), Casper, un líder MS-13 local, puso su mano en el hombro del nuevo miembro. “Es hora de buscar y matar chavalas”, anunció.
Solo había un problema. Sin que sus nuevos amigos lo supieran, Pelón ya estaba trabajando con un grupo rival: un equipo de trabajo integrado por agentes federales, estatales y locales dedicados a desarticular a la MS-13.
MATA, VIOLA, CONTROLA
Desde que asumió el cargo, muchas veces el presidente Donald Trump ha utilizado a la MS-13 como herramienta política para referirse a la criminalidad inmigrante y para justificar sus políticas de línea dura. Su presidencia argumenta que esta “sanguinaria” pandilla de “animales” representa “una de las amenazas más graves para la seguridad pública estadounidense”. No obstante, difícilmente es la pandilla más grande de Estados Unidos (hay alrededor de 10,000 miembros en todo el país) y, a pesar del énfasis del presidente, diversos analistas afirman que dista mucho de ser una amenaza nacional, pues sus actividades suelen estar restringidas a unos pocos centros urbanos en las costas este y oeste. Y además, en términos generales, sus víctimas son integrantes de pandillas rivales. Con todo, la brutalidad de la MS-13 es funesta para las comunidades donde opera: adolescentes que usan machetes para matar a otros adolescentes.
La pandilla surgió en Los Ángeles en la década de los 80, cuando oleadas de refugiados huyeron de la guerra civil en El Salvador. Luego de chocar con las pandillas callejeras de negros e hispanos en el sur de California, decidieron unirse para formar una organización propia. Con el tiempo, la Mara Salvatrucha se volvió cada vez más violenta y se desplazó hacia el oriente, estableciendo bases en los suburbios de Washington, Nueva York y Boston.
Igual que otras pandillas, la finalidad de la MS-13 no era solo conseguir dinero. Los miembros también traficaban armas y drogas, aunque su existencia giraba en torno de algo más: territorio. De manera específica, el de su rival principal, otra pandilla salvadoreña conocida como Barrio 18. El lema de MS es: “Mata, viola, controla”. Para financiar su expansión, forzaba a otros inmigrantes indocumentados -taxistas, lavaplatos y trabajadores domésticos- a pagar entre 5 y 10 dólares semanales por protección. Aterrorizados por la perspectiva de la deportación, la mayoría cubría esas sumas en vez de acudir a la policía. Y quienes no lo hacían, muchas veces enfrentaban el filo de un machete.
Mario Millet jamás había topado con algo parecido a la MS-13. Oficial encubierto de la Policía Estatal de Massachusetts había participado en la desarticulación de varias pandillas desde la década de 1990, incluidas Hells Angels y los Latin Kings. Sin embargo, le impresionó la violencia extrema de la MS-13, sobre todo en 2002, cuando unos miembros maltrataron y violaron a dos adolescentes con discapacidad. Las dos jóvenes eran sordas y una estaba confinada a una silla de ruedas porque sufría de parálisis cerebral. Al parecer, el ataque se debió a que el padre de una de las víctimas -asociado con la Barrio 18- había “irrespetado” a la pandilla, y la MS-13 cobró venganza.
Aquel crimen fue noticia nacional y el FBI lo asignó a su Equipo de Trabajo Antipandillas de North Shore, un escuadrón de élite compuesto por policías federales, estatales y locales que prestan servicio en los suburbios del norte de Boston. El trabajo fue arduo y los avances muy lentos. Millet y varios de sus colegas no hablaban español, una desventaja en la base de la pandilla en Chelsea, donde más de 65 por ciento de la población es latina. Las víctimas se mostraron reacias a cooperar, temerosas no solo por sus vidas, sino también por las de sus parientes en El Salvador, donde la MS-13 controla gran parte del país. Los esfuerzos del equipo condujeron a detenciones esporádicas y a un puñado de deportaciones, sin embargo, la pandilla siguió asesinando.
Peter Levitt, el asistente de la fiscalía que supervisaba al equipo de trabajo, se sentía frustrado. En general, quienes han sido imputados por un crimen están dispuestos a actuar como informantes. “Necesitábamos que alguien entrara en su red, se ganara su confianza, y los acabara”, explica Levitt a Newsweek. Funcionarios del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) hablaron con miembros de la MS-13 que iban a ser deportados, con la intención de persuadirlos. Pero no funcionó: la pandilla era aterradora, brutal. No era infrecuente que los informantes y sus familias -incluidos bebés y ancianos- terminaran hechos pedazos como represalia.
Y entonces, a fines de 2012, años antes que Trump llegara a la presidencia, Millet recibió noticias del hombre más importante del FBI en El Salvador: un local lo había abordado para el problema de la MS-13, y estaba dispuesto a usar un micrófono. Su alias: Pelón. Su historia -extraída de actas judiciales, transcripciones de audio, testimonio de testigos y entrevista con agentes de la ley- ofrece una visión desgarradora del mundo homicida de la MS-13, y las arriesgadas estrategias que han utilizado las autoridades para desbaratar al grupo en Boston y en toda la Costa Este.
LA CAPITAL MUNDIAL DEL ASESINATO
El 20 de enero de 2013, cuando el presidente Barack Obama iniciaba su segundo periodo, Millet y dos de sus colegas viajaron a El Salvador. John Kelly, agente especial del FBI, era un nativo de Massachusetts que se había vuelto un experto en la MS-13 mientras trabajaba con casos de pandillas en California. Y Scott Conley, detective de Chelsea y ex Boina Verde, había seguido el rastro de la banda desde finales de la década de los 90. De manera oficial, su pantalla era la ayuda humanitaria: el trío trabajaba para una organización no gubernamental que los había enviado para observar las difíciles condiciones en las prisiones de El Salvador, desde donde los líderes MS-13 -conocidos como La Ranfla- dirigían las operaciones internas de la pandilla. La realidad era que habían ido para aprobar al informante potencial.
Desde 9,000 metros de altura, el país centroamericano parecía un destino vacacional perfecto: mar azul, montañas verdes, frondosas laderas. Pero, a nivel del suelo, los hechos eran que estaba iniciando su quinto año como la capital mundial del asesinato. Un oficial salvadoreño se encontró con ellos en el aeropuerto de San Salvador, y les dijo que no hablaran de su misión. Cualquier comentario descuidado en presencia de un botones de hotel, un taxista o incluso, un policía uniformado, podría llegar a oídos de los líderes MS-13 locales.
Esa noche, después de una fiesta en la embajada estadounidense, Conley y Millet salieron a explorar la ciudad. Mientras bebían cerveza en una esquina, una camioneta se detuvo bruscamente en la acera y la puerta deslizante se abrió de pronto. Hombres enmascarados, cubiertos con equipo táctico, los sujetaron de las camisas y los metieron en el vehículo. Eran agentes del FBI, quienes reprendieron a los dos oficiales de policía por deambular en territorio de pandillas. “¿Están locos?”, gritó un agente del FBI. “Tendremos que recogerlos en pedazos por todo el barrio”.
La mañana siguiente, los tres bostonianos acudieron al salón de conferencias de un hotel: Millet en traje de negocios, Conley y Kelly en chancletas y pantalones cortos para surfear. Ambos pensaron que la reunión sería más tarde, así que recién acababan de sortear las olas. Pelón compareció en uniforme de conserje, un disfraz que le dieron los agentes del FBI para que no llamara la atención, ya que los huéspedes del exclusivo hotel eran diplomáticos. Medía 1.80 metros y su cuerpo era musculoso, excepto por una ligera barriga. Pelón sonrió a los oficiales. “Fueron a la playa”, dijo a Conley y Kelly, aún mojados por el ejercicio matutino. “Nunca he estado en la playa de mi país. Son muy valientes”.
Como muchos salvadoreños, Pelón era un adolescente cuando huyó de El Salvador durante la guerra civil de los años ochenta y se unió a su hermano mayor para viajar a Miami. Como inmigrante sin documentos, pasó siete años vendiendo cocaína y armas para un cartel mexicano. Se deleitó en los excesos de la Ciudad Mágica, viviendo en un condominio de lujo y corriendo autos deportivos por South Beach. En su mejor época, llegó a reunir 5 millones de dólares en bienes raíces. Pero lo arrestaron a principios de 2002 y lo sentenciaron a 10 años en una prisión federal por narcotráfico. A fin de reducir el tiempo de su condena, dio información sobre los socios del cártel a la Administración para el Control de Drogas. Esa información condujo a nuevas detenciones, y las autoridades restaron tres años a su sentencia.
Para proteger a Pelón de posibles represalias, los agentes lo mudaron de Florida a un centro de detención para inmigrantes en Massachusetts, donde permaneció hasta la deportación a El Salvador. En cuanto llegó al centro de detención, se enteró de que sus nuevos compañeros de celda eran miembros de la MS-13, así que se ganó su confianza usando la jerga de la pandilla y mencionando nombres de los narcotraficantes que conocía en el “503”, código de área de El Salvador. Y desde que regresó a su país natal, hacía unos pocos meses, se había mantenido en contacto con muchos de sus antiguos camaradas de prisión.
Esa mañana, sentado frente a los oficiales de policía, Pelón repasó la lista de homeboys de los que había oído hablar: Casper, Animal, Demente, Muerto, Smiley, Chucky, Roca, Little Crazy, Tigre, Lobo. Le dijo al trío que, si lo enviaban encubierto, podía ayudar a los federales a condenar a todos esos hombres. Por supuesto, quería algo a cambio: una vida nueva en Estados Unidos. Fue impactante regresar a El Salvador, un país que no había visto en décadas, y donde tenía que vivir con sus parientes en una chabola con techo de lámina.
“Esto no es un país del tercer mundo. Es un país del quinto mundo”, declaró. “Quiero sacar de aquí a toda mi familia. Quiero que los hijos de mi hermana tengan escuelas, aprendan inglés, reciban educación”.
No era el tipo de arreglo que el FBI contemplaría normalmente. No es fácil que un narcotraficante convicto regrese a Estados Unidos como un inmigrante indocumentado. Pero -como bien sabía el equipo de trabajo, luego de meses de reclutamientos fallidos- nadie había estado dispuesto a ir de encubierto con la MS-13.
Durante la siguiente hora, Conley interrogó a Pelón sobre los pandilleros de Chelsea que fueron deportados y que habían escalado en las filas de La Ranfla. Millet estudió su conducta: después de dos décadas de entrevistar criminales, podía identificar a un embustero. No obstante, Pelón parecía auténtico: más empresario que mafioso; nervioso, pero sincero.
La entrevista terminó poco después. Los hombres se pusieron de pie y estrecharon sus manos. “Siento que puedo confiar en ustedes”, dijo Pelón. “No dan la impresión de ser federales”. Un oficial militar salvadoreño que trabajaba con el FBI sacó a Pelón por la parte posterior del hotel. Ahora, el equipo de trabajo tendría que convencer a los funcionarios de los departamentos de Justicia y de Seguridad Nacional de que la recompensa potencial compensaba el riesgo.
Los tres agentes de la ley fueron al bar del hotel. Ordenaron sus cervezas y se sentaron un rato en silencio, hasta que Kelly preguntó lo que todos estaban pensando: “¿Cómo diablos vamos a conseguir esto?”.
Por su parte, Millet tenía otra inquietud: ¿Cómo diablos vamos a mantener vivo a este tipo?
EL TAXISTA
Un mes después, en febrero, Pelón estaba de vuelta en Estados Unidos y trabajaba para el gobierno. Se había iniciado la Operación Mean Streets. Pelón, quien se hacía pasar por un inmigrante indocumentado, demoró menos de 48 horas en localizar “Mi Salvador”, un bar de Chelsea repleto de salvadoreños, algunos de los cuales vendían documentos falsos que le permitirían conseguir una identificación de Massachusetts. Se registró en un motel barato en una zona de la ciudad plagada de pandillas, y volvió a establecer contacto con los miembros MS-13 que conoció durante la detención de ICE. Transcurridas unas pocas semanas, se percató de que algunos de los homeboys de peor reputación no podían costearse un auto. Así que Pelón se reunió con los oficiales que dirigían la operación y juntos, idearon un plan. Él sería un taxista pirata y los federales instalarían micrófonos en el auto para grabar confesiones. “Piénsenlo”, propuso Pelón. “A estos chavales les encanta hablar. Vamos a llevarlos de paseo y dejemos que hablen”.
A fin de afianzar sus lazos con la pandilla, contrataría a miembros que le brindaran protección mientras él desplazaba drogas de Boston a Nueva Hampshire; viajes largos durante los cuales podría charlar con los líderes MS-13 sobre sus crímenes. Los federales quedaron impresionados. Los agentes del FBI compraron un Toyota Camry plateado de segunda mano, con ventanas polarizadas y equipado con cámaras ocultas sobre el asiento del conductor. También instalaron un interruptor que les permitiría apagar el motor y rodear el vehículo si algo salía mal. Por último, entregaron a Pelón un dispositivo de grabación en miniatura, el cual ocultaría en su ropa, así como dos teléfonos: uno para grabar sus conversaciones con los miembros de la MS-13, y el otro para hablar con los oficiales líderes de la operación.
Pelón condujo por Chelsea durante dos meses, insinuando a cualquiera con tatuajes de la MS-13 que necesitaba ayuda con “un negocito”. También vendió un arma a un tipo que tenía nexos con la pandilla, diciéndole que necesitaba un servicio de protección. Al fin obtuvo una respuesta: dos hombres abordaron su taxi. Uno ocupó el asiento del pasajero; tenía el brazo izquierdo cubierto con tatuajes de la pandilla. El otro se sentó atrás; era bajito y parecía demasiado viejo para ser pandillero. El hombre tatuado se volvió hacia Pelón y bajó el escote de su camiseta para mostrar las iniciales M y S que cubrían su pecho. “¿Eres Pelón, ¿verdad?”, preguntó. “Me dicen que estás buscando gente, perrito”.
Pelón experimentó una descarga de adrenalina. Se volvió hacia el pasajero para captar la conversación e hizo los cuernos MS-13, la señal de mano de la pandilla. El hombre se presentó como Muerto, un homeboy del grupo emergente conocido como East Side Locos Salvatruchos. Su casa club era un taller propiedad de CheChe, el hombre sentado en el asiento trasero.
Igual que Pelón, Muerto había emigrado de El Salvador a Estados Unidos cuando era un niño. Lo recibió su tío de Los Ángeles y lavó platos para pagar el préstamo que tomó su familia para cubrir los costos de su “coyote”, el hombre que lo metió de contrabando en el país. Cuando tenía 14 años, lo brincaron a la MS-13. Después de apuñalar a varios rivales, fue deportado a El Salvador, donde La Ranfla le otorgó un ascenso. Ahora, regresaba a Chelsea para colaborar en la expansión de la pandilla e informó a Pelón que los líderes del 503 lo habían avalado.
Pelón describió el asunto en detalle: necesitaría seguridad para un viaje a Nueva Hampshire, en el norte, donde entregaría 5 kilos de cocaína. Él y Muerto irían en el Toyota, y CheChe los seguiría en otro vehículo.
“¿Necesitamos dos carros?”, protestó CheChe.
“No hay problema con el frente. La protección la necesito atrás”, explicó Pelón, tratando de aligerar la tensión. “Así, en caso de que la policía nos siga, puedes acelerar o alejarlos”. CheChe y Muerto guardaron silencio. “No confío en nadie más”, añadió Pelón, ofreciendo a cada cual 500 dólares por su servicio. Los pandilleros accedieron.
Una semana más tarde, el trío condujo hacia el norte, según el plan de Pelón, quien recogió la cocaína con un agente encubierto del FBI en el estacionamiento de un hotel de las afueras de Boston, y entregó la droga a otro agente en Nueva Hampshire, quien se hizo pasar como el comprador. Los oficiales del equipo de trabajo lo siguieron todo el camino, y siempre hubo un equipo SWAT listo en las cercanías para la eventualidad de que Pelón fuera descubierto.
El viaje demoró tres horas. Pelón se mostró sereno y profesional, nombrando puntos de referencia a lo largo de la ruta para indicar su ubicación a los agentes del equipo de trabajo que estaban escuchando la conversación. Muerto estuvo muy comunicativo. Un par de meses antes, él y otros miembros de la clica toparon con un grupo de Barrio 18 en un parque de Chelsea. Como Muerto estaba vestido con los colores habituales de la MS-13, de inmediato supieron de quién se trataba. “Les mostré la MS, y les dije, ‘Es la Mara, hijos de perra. ¿Qué pasa?’”. Muerto reveló que había perseguido a un rival y que lo apuñaló con un sable de estilo militar. Pelón lo celebró: “Genial, perrito”. Ese tipo de confesiones crudas, capturadas con la cámara oculta, era justo lo que necesitaba el equipo de trabajo.
Después de la transacción de drogas ficticia, Pelón se reunió con los oficiales encargados de la operación en el estacionamiento de su hotel, en las afueras de Chelsea. Los agentes conectaron una laptop con la cámara del taxi y descargaron el video, proceso que repetirían decenas de veces en distintos lugares.
Pelón ya era parte de la operación.
NARCOTRÁFICO Y PUPUSAS
Durante los dos años siguientes, Pelón llevó el estilo de vida de la Mara. Parrandeaba en las “casas de los destructores” -grupos de viviendas que compartían los miembros de MS- y se granjeaba los favores de las novias de los líderes obsequiándoles bolsas de lujo que el FBI incautaba en sus redadas. Muerto se convirtió en su mejor amigo y, después de varias entregas de drogas, le dio su aval en el taller de CheChe. Se reunían todos los días, comían pupusas (una comida semejante a las gorditas mexicanas), hablaban mal de otras pandillas MS-13 y hacían entregas de drogas.
Muy pronto, Muerto incluyó a otros líderes de camarillas en los trabajos de protección. Después, esos individuos pidieron a Pelón su número celular para contratar servicios de taxi. En ocasiones, los agentes del equipo de trabajo podían protegerlo; otras veces, quedaba por su cuenta. No había personal suficiente para vigilarlo las 24 horas del día. “Teníamos que confiar en él, y él tenía que confiar en nosotros”, dice Errol Flynn, agente especial del Departamento de Seguridad Nacional. Una o dos veces por semana, Pelón se reunía con los agentes en algún estacionamiento, casi siempre tarde por la noche, para hablar de la inteligencia que estaba recopilando.
Debido a la naturaleza de su trabajo, los informantes suelen ser paranoicos, les domina el temor constante de ser descubiertos. Y, sin duda, Pelón se sentía así. Jamás vivió mucho tiempo en un mismo lugar, mudándose constantemente de un hotel barato a otro. Llamaba a los agentes a menudo para preguntarles por tareas rutinarias -como dónde cortarse el pelo- o para rezongar por el salario del FBI (alrededor de 1,000 dólares mensuales). “Necesito una lavadora nueva”, se quejó con Millet cuando se averió la de su motel de alquiler semanal.
Los siete años de buena vida en Miami habían refinado su paladar, así que protestaba cuando Conley lo llevaba a restaurantes de cadena, como el Border Grill. “Esto es una mierda con salsa para tacos”, decía. Prefería los “buenos lugares dominicanos” que frecuentaba Millet. Con todo, lo más importante para Pelón era el respeto. Y si sentía que no lo recibía, llamaba a Millet. “Necesito ver al señor Peter”, rugía Pelón, refiriéndose a Levitt, el fiscal federal. Pedía a Millet que lo llevara al despacho de la fiscalía, en el noveno piso del tribunal federal de South Boston, para exponer sus quejas sobre las gravosas sesiones nocturnas. Y su preocupación principal: “¿Cuándo llegará mi familia?”.
Una noche de noviembre de 2013, Pelón y Muerto iban a cenar cuando Muerto le pidió que se detuviera un momento en el taller, pues necesitaba pagar su cuota semanal de miembro. Pero Casper y la pandilla tenían otros planes. Cuando Pelón y Muerto llegaron, los hombres formaron un círculo y empujaron a Pelón al centro. “Él ha estado pasando mucho tiempo con los muchachos”, anunció el líder. “Tenemos que brincarlo”. Pelón se puso nervioso. “No. No hace falta, perrito”, gritó. “Soy demasiado viejo para esa mierda”.
Muerto se sorprendió tanto como Pelón. En general, ese honor está reservado a quienes han matado rivales de Barrio 18. Pero Pelón se había vuelto tan importante para la pandilla que Casper hizo una excepción.
LOS SOPLONES RECIBEN PUNTADAS
La mañana siguiente, Pelón se reunió con Millet y Conley. Tenía un gran verdugón sobre el ojo derecho, y su cuerpo estaba cubierto de moretones. Parecía muy avergonzado: un montón de mocosos, a quienes doblaba la edad, acababan de propinarle una golpiza.
Pese a ello, la condición de homeboy confería a Pelón un mayor nivel de acceso al grupo. En adelante, podría grabar reuniones exclusivas para miembros, donde la MS-13 hablaba -por ejemplo- de cobrar cuotas a los miembros que trabajaban como mozos o ayudantes de camarero en los mejores restaurantes de Boston. Por supuesto, ese estatus conllevaba una mayor presión. Pelón tenía novia, otra persona que podría ser objeto de venganza si lo descubrían. Todos los días estaba rodeado de asesinos confesos, como Chucky, miembro de una agrupación adolescente que, hacía poco, se había enfrentado con Barrio 18 fuera de un refugio para víctimas de la violencia doméstica. Una mujer de 38 años, madre de tres niños, había muerto en el fuego cruzado.
Los oficiales de policía estaban nerviosos. El FBI había autorizado al informante a cometer ciertos crímenes para mantener su pantalla, pero el homicidio no era uno de ellos. Si Casper ordenaba que Pelón matara a alguien, los federales tendrían que cancelar la operación.
Justo antes de la Navidad de 2014, cuando estaba por meterse en la cama con su novia, Pelón recibió una llamada de Crazy, el líder de otra camarilla local. Un miembro de la MS-13, llamado Vida Loca, estaba bebiendo en un bar clandestino en un departamento de Chelsea cuando un rival de Barrio 18 le quemó un brazo con un cigarrillo. Vida Loca pidió refuerzos y unos miembros llevaron un arma, desatando “un fuego rápido de frijoles” que mató a uno y dejó a otro gravemente herido. Crazy necesitaba que Pelón sacara al homeboy de esa ciudad y llevarlo a otro estado. “¿Quieres llevarlo a Nueva York y dejarlo allá?, ¿qué dices?”, preguntó Crazy, ofreciéndole 400 dólares. Pelón no podía negarse; Crazy tenía muy mal temperamento. “Tengan mucho cuidado cuando salgan, para que la policía no los detenga”, agregó Crazy.
Pelón colgó y se puso a caminar en su habitación de hotel. Necesitaba encontrar la manera de avisar al equipo de trabajo sin revelar su identidad. Así que llamó a uno de los agentes. “Voy a romper una de mis luces traseras para que puedan seguirme fácilmente y detenerme por una luz rota”, informó. Entonces, Pelón condujo hasta una casa en East Boston, donde recogió a Crazy, a la novia del jefe de la pandilla, y al asesino que estaba a punto de fugarse.
Millet esperaba en la autopista de peaje Massachusetts Turnpike. Cuando vio pasar a Pelón, encendió las luces azules de su torreta. Una vez que Pelón se detuvo, Millet iluminó el interior del auto con su linterna, poniendo la otra mano en la funda de su arma. “Tienes rota una luz trasera”, anunció. Pelón protestó: “No hicimos nada, amigo”. Entonces, Millet sacó un boletín de alerta BOLO (Be On the Lookout), en él figuraba el rostro de Vida Loca. Pidió a todos que bajaran del vehículo y arrestó al sospechoso del tiroteo.
Crazy estaba furioso y receloso. Pelón regresó a la autopista, mas el líder de la camarilla sacó el machete que llevaba consigo. “Párate, perrito”, ordenó. Crazy caminó entonces a la parte posterior del auto para inspeccionar la luz trasera. Estaba rota, como dijo Millet.
Escasas seis semanas después, Pelón se ganó otro enemigo. Se detuvo en un restaurante mexicano y encontró a Lobo, un compañero de camarilla, bebiendo en el bar. Aquella era una violación de las reglas de la pandilla, pues emborracharse en lugares públicos puede conducir a peleas con civiles, cosa que la MS-13 trata de evitar. Después de varios tragos de tequila, Lobo sacó el arma de su cinturón y apuntó hacia un grupo de desconocidos. “¿Alguien quiere frijoles?”, gritó.
Pelón salió del establecimiento y llamó a los federales. Minutos después, cuando Lobo encontró a tres oficiales de policía esperándolo en el estacionamiento, recordó haber visto que Pelón hacía una llamada telefónica. Concluyó que podría ser un soplón y compartió sus sospechas con CheChe.
Ambos pidieron a Casper “luz verde” -permiso, en la jerga de la pandilla- para matar a Pelón. Por fortuna para el informante, Pelón era considerado un miembro poco confiable y propenso a estallidos de violencia. Casper le había ordenado que se mantuviera sobrio y el incidente del restaurante era una infracción manifiesta, de manera que el líder ordenó a la camarilla que propinara a Lobo una paliza de 13 segundos.
Pese a ello, no les negó su petición de matar a Pelón. Solo exigió más evidencias para justificar el machete en su cuello.
EL CAMINO DEL MACHETE
Pelón sabía cuál era el castigo de los soplones. Y recibió un recordatorio en la primavera de 2015, cuando dos homeboys, llamados Roca y Chucky, abordaron su taxi y se pusieron a hablar de un compañero que “fue a chillar con los policías”. ¿Quién?, preguntó Pelón. “Clacker”, respondió Roca. “Vamos a agarrarle la cabeza. Vamos a cortársela, viejo. Así no hablará”.
El corazón de Pelón dio un vuelco. Conocía a muchos pandilleros que lo asqueaban; los llamaba “MS de mierda”. Sin embargo, consideraba que Clacker solo era un niño de 15 años que se había extraviado. Un par de años antes, la madre de Clacker pagó a un coyote todos los ahorros de la familia -2,500 dólares- para que lo sacara de Honduras, donde Barrio 18 había asesinado a su hermano mayor. Después de cruzar el desierto durante dos meses, fue detenido en la frontera y, posteriormente, enviado a Massachusetts a vivir con su padre, a quien nunca había conocido.
Transcurridas dos semanas de su primer año en la Secundaria Chelsea, el chico conoció a Roca y a Chucky, quienes le proyectaron un video de reclutamiento muy bien producido, el cual idealizaba la vida de los pandilleros del mismo modo que el grupo militante Estado Islámico (ISIS) hace con la yihad. Como música de fondo, una canción hip-hop decía: “Venimos con cuchillos y machetes a matar al enemigo, y estamos dispuestos a abrirlos desde el cuello hasta el ombligo”. Clacker se unió a la MS-13 y en breve comenzó a cazar a la pandilla rival que había matado a su hermano, y que lo acosaba en la cafetería de la escuela.
“¿Están seguros de que ese hijo de perra es un soplón?”, preguntó Pelón a Roca y Chucky.
Respondieron que sí; pero se equivocaban. Clacker se había jactado de pertenecer a la MS-13 con algunas niñas del colegio, información que alguien pasó a la policía. Mas no era un soplón.
Pelón decidió seguirles el juego a Roca y Chucky. “Mierda. Estoy con ustedes”, dijo a los pandilleros. “Este tipo anda por ahí de soplón, hermano. Podría darles los nombres de todos nosotros, perrito”. Después de que Roca y Chucky se apearon del taxi, Pelón llamó a Clacker. “Vete”, indicó al adolescente. “Te han dado luz verde, en serio”.
Fue una acción arriesgada. Si funcionaba, podría salvar la vida de Clacker. Si fracasaba, podrían asesinar a Pelón. El informante se reunió con los agentes y compartió el audio del complot para matar a Clacker. Los federales se inquietaron, pero también percibieron la oportunidad para atraer al joven pandillero, quien podría proporcionarles mucha más información interna y corroborar las grabaciones de Pelón.
Esa noche, Conley y Jeff Wood, agente especial del FBI, visitaron el domicilio de Clacker. “Tus amigos van a matarte”, informó Wood al adolescente. Pero Clacker se negó a cooperar. Wood recurrió entonces a la abuela del muchacho. “Lo hemos prevenido. Si [su nieto] quiere nuestra ayuda, solo tiene que pedirla”, explicó el agente.
Entre tanto, para mantener su pantalla, Pelón persuadió a Roca y a Chucky de usarlo como conductor para el golpe. Esa misma noche, Pelón condujo alrededor de la casa del chico con dos pandilleros y un sicario llamado Villano, a quien la MS-13 había enviado desde Nueva Jersey. Pelón escuchó al asesino mientras explicaba, con frialdad clínica, como pretendía matar a Clacker. “Fácil y rápido, como haces con los pollos. Buscas bajo las plumas hasta que encuentras el pulso. Tocas al hijo de perra de la misma forma hasta que sientes la vena, y allí clavas el cuchillo”.
En el asiento trasero, Chucky golpeó el aire con los puños y sacó su machete al tiempo que el vehículo se detenía frente a la casa.
Pero Clacker se había ido.
CÓMO EMBAUCAR AL ENEMIGO
El padre de Clacker lo había llevado al despacho del fiscal de South Boston para llegar a un arreglo. A cambio de su cooperación, el FBI pondría al adolescente y a su familia -incluida su madre en Honduras- en el programa de protección a testigos. Sin embargo, unos meses antes, mientras Clacker describía para la fiscalía una serie de robos de la MS-13, soltó un nombre que nadie se esperaba: Pelón.
Cuando el informante no trabajaba como infiltrado de la dependencia, ayudaba a los miembros de la MS-13 a robar otros taxis piratas: actuaba como conductor de fuga en los atracos y se llevaba una parte de las ganancias. Aquella era una violación muy clara de su acuerdo con el FBI, y ponía a los fiscales en una situación muy difícil. Si presentaban cargos, Pelón no sería candidato para la protección a testigos en la eventualidad de que testificara contra la pandilla. Y si lo pasaban por alto, dañaría la credibilidad del FBI, una organización que seguía lastimada por la divulgación de su infame alianza con el legendario mafioso bostoniano, Whitey Bulger, quien cometió 19 asesinatos mientras trabajaba para la dependencia.
En la casa club de la MS-13, la desaparición de Clacker desató la paranoia. Casper ya había empezado a exigir que los miembros entregaran sus celulares al inicio de cada reunión, y los revisaba en busca de micrófonos antes de ingresar en el taller. Pelón temía por su seguridad, y había notado que Muerto lo miraba con suspicacia. Hacía poco, iban en el taxi cuando Muerto recibió la llamada de una camarilla afiliada solicitando respaldo en un enfrentamiento con Barrio 18. Fueron a la escena a toda velocidad. Armado con un cuchillo, Muerto corrió en pos de un rival y lo apuñaló varias veces mientras intentaba esconderse bajo un auto. En cambio, Pelón se quedó paralizado. “Ni siquiera sabía qué estaba pasando, viejo”, dijo después a Muerto. “Hasta me asusté. No sabía hacia dónde voltear o a quién buscar; si eran ustedes, si era un enemigo o un amigo”.
Ese invierno, los líderes de las pandillas salvadoreñas -La Ranfla- organizaron un encuentro nacional de la MS-13 en Richmond, Virginia. Demente, un pandillero de alto rango, necesitaba que lo llevaran. Pelón temía hacerlo: hacía poco, Demente había ordenado el asesinato de un chico de 15 años que se negó a unirse a la pandilla. Llevaron al niño con engaños hasta una playa, donde lo mataron a puñaladas.
Ese día, mientras Pelón conducía al sur por la carretera I-95, Demente pasó largos periodos mirándolo fijamente. Pelón se preguntó si, en realidad, habría una reunión. Casper también había estado estudiándolo con más detenimiento. Lobo le había retirado la palabra. Y CheChe canceló la protección para las entregas de drogas. Cuando al fin se detuvieron en la casa del norte de Richmond, Pelón estaba convencido de que iban a matarlo. Pero adentro se encontraban los líderes de California, Texas, Ohio, Arizona, Virginia y Maryland: era la mayor asamblea de líderes MS-13 en la historia de Estados Unidos. Mediante una videoconferencia por WhatsApp desde su celda en El Salvador, los acompañó el líder de La Ranfla conocido como Sugar. Demente pidió a Pelón que hablara por su camarilla, los East Side Locos Salvatruchos.
La primera orden del día fue -perturbadoramente- los soplones. “Deben tener cuidado con la gente que traen y con quién hablan”, dijo Sugar al grupo. “El FBI les da carro, les da dinero, les da de todo, y cuando les dan todo eso, sueltan la lengua, saben”. Otro líder pidió la ejecución de Clacker: “La Mara lo hizo; la Mara lo elimina”.
Pelón sintió que le faltaba el aire. El sudor empapaba su camiseta, donde había escondido el minúsculo dispositivo de grabación. Los líderes continuaron con otros temas, pero el informante dejó de procesar la información, fijando la mirada en el vacío. Se preguntó si los agentes del equipo de trabajo estarían escuchando la transmisión del comunicador. ¿Acaso sus agentes podrían salvarlo del cuchillo? Y entonces, escuchó su nombre.
“¿Qué pasa, Pelón?”, gritó Sugar. Se acabó, pensó el informante. Ya lo sabían.
Para su profundo alivio, el líder pedía su opinión sobre un problema muy distinto: las camarillas descarriadas que no querían pagar sus cuotas al fondo de deportación de la pandilla, el cual utiliza la MS-13 para regresar a sus homeboys a Estados Unidos. Casper se negaba a pagar. Al ver una posibilidad, Pelón dijo que estaba dispuesto a tomar el control de la camarilla. No obstante, el líder tenía otra idea: “¿Por qué no matas a Casper?”
Pelón supo entonces que sus días como informante estaban contados.
LO PEOR DE LO PEOR
Un mes y medio más tarde, justo antes del amanecer del 20 de enero de 2016, unos 500 oficiales de policía se desplegaron por toda el área de Boston. La Operación Mean Street había alcanzado su punto máximo y después de la reunión de Virginia, los federales decidieron retirar a Pelón. “Siempre tuvimos presente que estaba conduciendo con asesinos conocidos que gozan matando informantes: ¿Se habrían enterado?, ¿sería una trampa?”, dijo Flynn, el agente de Seguridad Nacional.
Ese día arrestaron a 55 personas, incluidos Chucky y Demente; en buena medida, gracias a que Pelón había guardado sus confesiones en el taxi. En un sitio de East Boston, los vecinos aplaudieron a los agentes que llevaban esposado a un miembro de la MS-13 hacia una patrulla. “Eran los inmigrantes a quienes estábamos protegiendo: las víctimas de los inmigrantes que los depredaban”, recuerda Flynn. Según la expresión de Conley: “Esa mañana, capturamos lo peor de lo peor”. La cantidad de detenciones aumentaría a 61 a la vez que algunos acusados -incluido Muerto, el hombre que presentó a Pelón con la MS-13- empezaron a negociar acuerdos con los fiscales. Todos accedieron a testificar contra la Mara Salvatrucha a cambio de sentencias más leves o de evitar la deportación.
Como resultado del trabajo encubierto de Pelón en Virginia, la investigación se extendió más allá del área de Boston, y condujo a la captura del jefe de división de la MS-13 en la costa este, así como a la de Sugar quien, nuevamente, enfrentó cargos en su celda de El Salvador. “[Pelón] es el mejor informante que jamás se haya tenido”, afirmó Levitt, el asistente de la fiscalía, quien ahora ejerce en un despacho privado. En los últimos dos años, todos los acusados, excepto uno, se han declarado culpables o han sido enjuiciados y condenados a décadas de cárcel, seguidas de deportaciones. El último acusado está siendo enjuiciado en estos momentos. Los casos incluyeron seis homicidios (tres víctimas eran varones adolescentes y una mujer joven), 22 intentos de homicidio y decenas de crímenes violentos.
La operación, que se llevó a cabo en el periodo Obama, fue el desmantelamiento MS-13 más grande en la historia de Estados Unidos. En septiembre de 2017, el fiscal general, Jeff Sessions, viajó a Boston para felicitar, personalmente, a los agentes que participaron en la operación y para enviar un mensaje a los miembros MS-13 restantes. “Vendremos por ustedes”, proclamó Sessions. “Vamos a cazarlos. Vamos a encontrarlos. Vamos a llevarlos ante la justicia”.
Con todo, numerosos expertos consideran que la realidad es mucho más complicada. Algunos jefes de policía locales argumentan que las agresivas redadas antiinmigratorias de la presidencia Trump han causado que muchos inmigrantes indocumentados -los objetivos de la MS-13- estén menos dispuestos a denunciar crímenes y a colaborar con la policía. El FBI informó que, el año pasado, se registró un incremento nacional en las matanzas MS-13. Las pandillas siguen adoctrinando a los varones adolescentes indocumentados y han empezado a reclutar niñas, cosa que está prohibida en El Salvador. De hecho, el control de algunas camarillas locales ha pasado a manos de las novias de homeboys MS-13 que fueron arrestados durante la Operación Mean Streets.
Por su parte, Pelón vive escondido actualmente. Después de la operación, el FBI cumplió con su parte del trato: no presentó cargos por su participación en los robos de taxis porque, de hacerlo, habría puesto en riesgo la seguridad de su familia. Un total de 17 personas emparentadas con Pelón se encuentran ahora en el programa de protección a testigos. Él sigue en contacto con Millet y con algunos de sus antiguos agentes, quienes le proporcionan actualizaciones sobre el caso. También lo visitaron después de que él y su novia tuvieron una hija. Hace poco, MS-13 dio luz verde para la niña.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek