El delantero portugués nos hace creer que es un actor prepotente ocupado en su imagen. En realidad, es un científico trabajando.
Si el rostro que ha cincelado con brackets, pinzas de depilar y tónicos faciales, mágicamente al minuto 88 se cubría de pelo, cuernos y una nariz con un aro, Cristiano Ronaldo se hubiera vuelto un toro. Y ni siquiera por los pelos, los cuernos y la nariz taurina, sino porque cuando el partido ante España moría y su equipo salía derrotado, el portugués bufaba.
Su respiración, furiosa y controlada, alternaba ayer nariz y boca, nariz y boca. Uno-dos, uno-dos. Cristiano inhalaba, inflaba el pecho, enrollaba los labios y soltaba una cantidad precisa y densa de aire, como si una sistemática entrada y salida de oxígeno aclararan su mente, ajustaran su organismo, dieran ligereza, brío y elasticidad a los saltos robóticos que lo llevan al balón hasta patearlo.
Y decir “patearlo” es una barbaridad. En realidad palmeó el vinil redondo con la potencia necesaria y sobre la porción milimétrica exacta que requería para batir al arquero: como un boxeador que sabe en qué tramo de la mandíbula rival su guante le dará el nocaut, pero a la vez como el arquitecto que desliza en un plano una línea perfecta definida por computadora para concluir su obra maestra.
A punto de ejecutar el tiro libre en su debut en Rusia 2018, el delantero miraba hacia el frente con una convicción desconcertante; metía miedo. ¿Miraba algo? No miraba la barrera, ni al arquero rival, ni al público, ni a la portería, y esta vez tampoco la pantalla gigante donde tanto goza verse. Como un filósofo que ve la nada para que la mente en blanco dé paso a sus cavilaciones, Cristiano clavaba al frente sus ojos poseídos, “la mirada de un asesino en serie”, dijo en la transmisión Valdano.
Y ahora pienso que esa mirada fue también la del hombre que sabe que una decisión errónea le costará la vida. Aunque no esté en una cornisa ante el vacío aterrador sino ante un balón, y no vaya a morir.
https://youtu.be/EZ0pq_xUfoQ
Cristiano ejerce sobre sí mismo, sobre su mente y su cuerpo, un repertorio que incluso fastidia porque parece el catálogo de manías de un divo enfermo de sí mismo: da la misma serie de pasos hacia atrás en cada balón parado, abre las piernas como Capitán América previo a su viaje a la pelota, coloca los brazos en jarra cuando enfoca la bola, se levanta el short si intuye que la cámara lo mira y luce así el poder de sus muslos, reclama histriónico al árbitro las decisiones, festeja con el salto y el doble sablazo de sus brazos como una cata karateca.
Y eso, frente a la lírica de Messi -su antípoda, futbolista juguetón, improvisado, libre y despreocupado de su imagen-, puede molestar. ¿Por? Porque da la impresión que Cristiano, cada minuto de su vida, fuera y dentro de la cancha, actúa. ¿Y a quién le gustan los seres impostados que encaran la vida como protagonistas en grandes acontecimientos: una alfombra roja, un concierto, la fundación de un reinado?
Pero cuando pensamos que el jugador está actuando al transformar en coreografías de plástico las situaciones más nimias, nos prueba nuestro error. Hay menos actuación que cálculo. Todo lo evalúa, lo ajusta, lo estudia, y además a contrarreloj. Su mente genial delinea quién sabe qué complejísimos trazos y ecuaciones en su cerebro, los pros y contras, los accidentes posibles, los futuros movimientos rivales.
Cristiano nos hace creer que actúa pero en realidad piensa, sólo piensa entre enemigos, cámaras, gritos, narradores, insultos, adoradores, cánticos, y al crear en medio de ese concierto de distractores su mundo de silencio con respiraciones medidas, alista sus cornadas sin misericordia.
Por eso, luego de ser arquitecto, físico o acróbata en el duelo contra España, Cristiano fue un toro que bufó. Gol. Otra vez, mató.