“¿Estáshablando en serio?”, pregunté.
Era el verano de 2008 y me encontraba en el estacionamiento de un Hooters de Wayne, Nueva Jersey, con el capitán Oleg Kulikov, jefe de una red de espionaje rusa, la cual dirigía desde Nueva York. Hacía tres años que yo trabajaba para Moscú tratando de demostrar mi valía, pues quería convertirme en un elemento clave de GRU, la agencia de inteligencia militar rusa. A cambio, pretendía que me dieran un jugoso cheque que, en mi opinión, me había ganado. No obstante, Kulikov vacilaba; y se dio cuenta de que yo estaba muy molesto.
Por supuesto, él no sabía que yo era un agente doble y que, en realidad, estaba trabajando para el FBI. Mi misión era convencer a los rusos de que era un espía, lo cual significaba que tenía que demostrar a Kulikov que me había hartado de sus jugarretas y que estaba dispuesto a renunciar.
He pensado en aquel momento muchas veces desde que Donald Trump ganó las elecciones presidenciales de 2016. Muchos han especulado que Trump es, de hecho, un operativo de los rusos; tal vez desde hace mucho tiempo. Es verdad que sus nexos con oligarcas exsoviéticos son inquietantes; algunos arguyen que ha permitido que la mafia rusa lave grandes capitales a través de sus propiedades (presuntamente, el Kremlin tiene extensos vínculos con el crimen organizado). Y sus comentarios sobre Moscú son bastante perturbadores. Por ejemplo, ha defendido el asesinato de disidentes a instancias del Kremlin (“¿Creen que nuestro país es tan inocente?”), y descarta los alegatos del servicio de inteligencia en cuanto a que hackers patrocinados por Rusia participaron en un complot para socavar a su opositora —y a la democracia estadounidense— en noviembre pasado.
Hoy, mientras un asesor especial y otros funcionarios investigan los lazos de Moscú con la campaña del mandatario, Trump ha desechado las pesquisas como “noticias falsas” y una “cacería de brujas”. Pero sus aseveraciones son embustes que ajusta a su conveniencia.
Sin embargo, con base en mi experiencia como agente doble, también resulta evidente que el arrebatado magnate inmobiliario neoyorquino sería un espía malísimo. Para ser un operativo extranjero debes sujetarte a una relación unilateral donde los manejadores tienen toda la ventaja. Y hace falta mucho más que la disposición de hacerlo, pues los servicios de inteligencia estudian minuciosamente a sus reclutas y evalúan su aptitud para el trabajo de espionaje. “Los rusos contactan a mucha gente”, dice Scott Olson, importante agente de contrainteligencia del FBI, recién jubilado. “Pero por infinidad de razones, esa gente no siempre reúne los requisitos”.
REPRESALIAS: Manifestantes protestan fuera de un mitin de Trump en Phoenix. Las declaraciones promoscovitas del presidente y sus nexos con oligarcas exsoviéticos han desconcertado a algunos observadores. FOTO: DAVID MCNEW/GETTY
Como agente doble, pasé gran parte del tiempo convenciendo a mis manejadores de que no era un infiltrado del FBI, y que podían confiar en mí. Tal vez esos dos aspectos puedan parecer la misma cosa, pero no lo son. Los rusos estaban interesados en la inteligencia que podría proporcionarles, y se aseguraban constantemente de que podían contar conmigo, además de controlarme. Tenían que confiar en la información que les daba, pero también en que era capaz de seguir sus indicaciones.
A menudo se piensa que mentir es sinónimo de espionaje, pero esto es un error, asegura Emily Brandwin, exoficial de casos de la CIA: “En la CIA siempre decimos: ‘No mientas a un oficial de casos’. Puedes mentir a todos los demás, pero no a tus colegas”. Lo mismo aplicaba a mis manejadores rusos; excepto por mi trabajo con el FBI, mentir no era opción. De manera rutinaria, los rusos repetían preguntas que me habían hecho meses atrás para ver si mis respuestas cambiaban. No podía haber desviación alguna, sin importar cuán insignificantes fueran los detalles, pues si Oleg no podía confiar en mí para las cosas minúsculas, ¿cómo iba a confiar en mí para las cosas grandes?
Por supuesto, a lo largo de más de tres años, mi manejador ruso no podía vigilarme todo el tiempo ni verificar cómo obtenía la inteligencia. En determinado momento, le entregué un montón de manuales de aviones de combate que había tomado “prestados” de un contratista de defensa. Cuando presenté los materiales a los rusos (una acción ilegal), jamás sospecharon de la intervención del FBI. Y mi manejador me creyó porque me había ganado su confianza.
FOTO: SCRIBNER
El asunto de la confianza se vuelve aún más importante cuando el operativo es alguien de “alta visibilidad”, como un legislador. “Los políticos son maleables”, dice un exfuncionario de inteligencia estadounidense de alto nivel, quien trabajó encubierto y pidió ser identificado solo como “Logan” para proteger las fuentes y las operaciones de inteligencia de Estados Unidos. “Lo que dicen en privado es mucho más valioso que cuanto manifiestan en público”.
Y aquí viene al caso de Trump, un político cuyas personalidades pública y privada parecen ser la misma. Desde sus incendiarias declaraciones sobre la violencia en Charlottesville hasta sus tuits vilipendiando al procurador general, Jeff Sessions, parece que el presidente piensa, habla y actúa de manera impulsiva, sin el menor indicio de circunspección.
Por otro lado, tiene un extenso expediente de mentiras. Solo pregunta a The New York Times. El periódico ha compilado una lista actualizada de sus pasmosas falsedades, desde el tamaño de la multitud que asistió a su toma de posesión (no fue la más grande en la historia presidencial), hasta su afirmación de que el Departamento de Justicia firmó una versión “diluida” de la prohibición de viajes (fue él quien la firmó). Reclutarlo como un operativo sería una “pesadilla”, asegura John Sipher, veterano de 27 años en el servicio clandestino nacional de la CIA, con múltiples misiones en el extranjero como jefe de estación y subjefe de estación. “Los manejadores de agentes buscan espías que puedan… proteger el secreto de la relación”.
Muy cierto. Pero, como candidato presidencial republicano, Trump habría sido un objetivo muy tentador. Además, como señala Sipher, la estrella del reality show “rezuma los dos rasgos más importantes que buscan los reclutadores: un ego patológico y una codicia desmedida”. ¿Acaso esos atributos, aunados a su posición, habrían eliminado el riesgo evidente de alistarlo como operativo? No queda claro.
En cambio, lo que queda clarísimo es que la investigación sobre Rusia ha desvelado conductas sospechosas entre los allegados de Trump, como Paul Manafort, Michael Flynn y Jared Kushner, todos los cuales tienen nexos con Moscú que anteceden a las elecciones: Flynn aceptó dinero para asistir a una gala de RT, una estación televisiva controlada por el Estado ruso; Kushner ha sociabilizado con Roman Abramovich, un influyente multimillonario ruso; y Manafort ganó una fortuna trabajando para el partido de Viktor Yanukovich, el expresidente de Ucrania y actual huésped de Putin, radicado en Rusia.
Debido a esas y otras conexiones –y dada la personalidad impulsiva y la historia de falsedades de Trump-, es razonable suponer que Moscú haya evitado un contacto directo con el candidato republicano y prefiriera trabajar con sus allegados.
De vuelta en aquel estacionamiento de Hooters, Kulikov y yo nos miramos fijamente durante un momento, largo y tenso. El jefe de la red rusa de espionaje sopesó sus opciones. Pasó años tratando de cultivarme, a sabiendas de que, si aumentaba mi acceso a la información del gobierno estadounidense, lo mismo ocurriría con el suyo. De pronto, una sonrisa iluminó su rostro y me aseguró que pronto me darían más dinero. Me invitó al restaurante a comer alitas y a tomar una cerveza, señal de que había pasado su prueba y de que, oficialmente, me había convertido en un operativo ruso de confianza.
O, al menos, eso creía él.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek