Se llama Samia Sleman Kamal y pronto cumplirá 16 años. En abril pasado, en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, a propósito del Congreso Internacional en defensa de la libertad religiosa y otros Derechos Humanos WeAreN2016, habló acerca de una parte de su vida, una que quisiera olvidar y nunca podrá: cuando fue secuestrada por el Estado Islámico, vendida como esclava, golpeada y violada repetidamente. En un acto insólito de supervivencia, con sólo 13 años a cuestas, Samia logró escapar de sus captores y consiguió un salvoconducto que la llevó a Heilbronn, en Alemania, donde vive ahora con su familia. Newsweek en Español viajó ahí para conversar con ella.
HEILBRONN, ALEMANIA.— A las tres de la tarde habíamos quedado en el edificio en el que vivía desde su exilio en Heilbronn, un pueblo de 120 000 habitantes en el Estado federado de Baden-Wurtemberg, sur de Alemania, al que habíamos arribado perdiéndonos varias veces antes de llegar al destino. Heilbronn, como el resto de los pueblos de Alemania Occidental, tiene un aire sosegado, prolijo y campesino, ahora salpicado por centenares de ojos negros y teces morenas, reflejo del gran número de migrantes árabes que han llegado en los últimos meses como parte de la gran ola migratoria hacia Europa.
Tocamos el timbre en el anónimo edificio de tres pisos y Samia Sleman Kamal no se hallaba en casa. Ante el percance de nuestra impuntualidad, había aprovechado para recuperar instantes de su infancia robada y se encontraba en el patio jugando con sus dos hermanos más pequeños. Alrededor, la casa se abrió paso delante de nuestros ojos como un lugar provisional, despojado de todo adorno y memoria de la familia de yazidíes que ahora la ocupan: Samia, sus siete hermanos, un tío y la madre Khalida. Por su condición de yazidi, una minoría étnicamente kurda y de una religión preislámica —y posteriormente también influenciada por el islam, el judaísmo y el cristianismo—, Samia había caído en las garras del Estado Islámico con apenas 13 años, el 3 de agosto de 2014, fecha en la que miles de combatientes del violento grupo de fundamentalistas islámicos asaltaron el distrito de Sinyar, en Irak, en una nueva y salvaje escalada de brutalidades cuyo blanco habían sido, precisamente, los yazidíes. La agresión había seguido a la ocupación de la importante y multiétnica ciudad de Mosul, ocurrida dos meses antes. Desde el primer momento, el plan, minuciosamente estudiado, había sido una sistemática limpieza étnica de la zona, fronteriza con Siria y antaño hogar de una comunidad de 400 000 yazidíes. En pocas horas, ese 3 de agosto y luego los días posteriores, miles de yazidíes hombres y niños mayores de 12 años habían sido ajusticiados de manera sumaria, las mujeres hechas esclavas, vendidas y violadas reiteradamente, y los más pequeños enviados a campos de adoctrinamiento y entrenamiento yihadista. No habían encontrado resistencia.
“Samia está llegando”, interrumpe el mayor de los hermanos de la joven, mientras nos alcanza dos vasos de coca cola. Ella apareció en un santiamén, como si fuera un fantasma. Vestida con una camisa negra y un jeans ajustado que concluye en unos pies descalzos que exhiben uñas con pintura roída. El pelo, negrísimo y extremadamente largo, la enmarca empequeñeciendo aún más su metro cuarenta y cinco centímetros de altura. No era una mujer, ni una niña. Le dijimos que, si la hacía sentir más cómoda, pidiera a su hermano dejarla a solas. Samia asintió y, volviendo pausadamente la cabeza, se dirigió al joven, el cual abandonó la habitación sin discutir.
—¿Sabes que has sido muy valiente?
—Estaba sola. Mi mamá y papá no estaban. O hacía algo o moría.
—Insisto en que es una reflexión pertinente. ¿Cómo lograste sobrevivir a toda esa atrocidad?
—Se lo dije. No había nadie que me pudiese ayudar. Fue el instinto de supervivencia.
—En abril pasado hablaste en la sede de la ONU en Nueva York, contaste tu historia y lo que está sufriendo la población yazidí en Irak y Siria, crímenes que algunos consideran un genocidio. ¿Por qué lo hiciste? ¿Crees realmente que la ONU, tan desprestigiada, puede lograr algún resultado concreto?
—Sí, creo en ellos, tengo que creer en ellos. Espero que hagan algo, que nos ayuden. Los yazidíes, sobre todo las miles de mujeres que siguen secuestradas en manos de esas bestias del Estado Islámico, necesitan que yo cuente mi historia. Por eso viajé hasta Nueva York. No quiero perder la esperanza.
—¿Los iraquíes no pueden resolver sus problemas solos?
—Francamente no creo que eso sea posible. Mire lo que nos ha acontecido a nosotros. El Estado Islámico asaltó las ciudades en las que vivíamos y muchos de nuestros vecinos se unieron a ellos. Y nadie nos defendió (los yazidíes culpan también a los soldados kurdos, los Peshmerga, por haber retrocedido en agosto de 2014 cuando avanzaba el Estado Islámico).
—¿Qué opina tu familia de tu decisión de contar lo que viviste?
—Fueron ellos quienes me animaron a hacerlo. Creemos que solo así lograremos que el mundo no se olvide de nosotros.
—Te ves muy nerviosa, ¿estás bien?
—(Bebe un sorbo de coca cola) Estoy bien. Estoy bien.
Valiente testimonio: “Los yazidíes, sobre todo las miles de mujeres que siguen secuestradas en manos de esas bestias del Estado Islámico, necesitan que yo cuente mi historia”. Foto: Irene Savio.
EL SECUESTRO
—Cuéntanos tu historia desde el comienzo. ¿Cómo vivías antes de la llegada del Estado Islámico?
—Nací en Herdan, un pueblo rodeado por un paisaje árido y montañoso, entre Mosul y Sinyar. Era el 29 de octubre del año 2000, o quizás algún día antes; no lo sé con precisión porque en Irak nunca se ha prestado mucha atención a cuando uno nace. Tres hermanos me precedieron y otros tres vinieron después de mí. Mi padre me amaba mucho. A él y a mi madre les costaba ganarse la vida, así que trabajaban día y noche en los campos de Sinyar. Me decían que querían algo diferente para mí, que no fuéramos tan pobres. Mi madre era analfabeta y no querían el mismo destino para mí, decían. Yo les creía. Sin embargo, pronto mis sueños se frustraron. Entendí que éramos una minoría, que vivíamos bajo un peligro hondo en sus raíces. Solo con Sadam Husein nosotros, los yazidíes, habíamos gozado de algún amparo, me habían dicho. Y él había sido derrocado tres años después de mi nacimiento; en 2006 lo ahorcaron. Pero yo no pensaba mucho en la política. No podía imaginar lo que estaba por venir.
—¿Cómo te secuestraron? ¿Te acuerdas de ese día?
—Sí. Eran las cuatro de la tarde del 3 de agosto de 2014. Todo fue muy rápido. Llegaron en furgonetas, armados, y tomaron el control de los pueblos en los que vivíamos, incluso de Herdan. En dos horas nos reunieron a todos. Separaron a las mujeres de los hombres, y a nosotras y a los niños nos hicieron subir en camiones, mientras que los hombres fueron vendados. No sé qué pasó luego con los hombres. Probablemente los mataron, pero no lo sé. Entre ellos estaba mi padre. A nosotras nos llevaron hasta un caserón militar y nos despojaron de todo lo valioso que teníamos, joyas y dinero.
—Luego, ¿qué pasó?
—Entonces nos trasladaron a Tal Afar [pueblo cercano al sitio donde Samia fue secuestrada] y nos encerraron en una escuela. Allí terminó mi vida. Nos agarraban, con sus manos tocaban nuestros cuerpos y se reían. Junto con mi madre, mi hermana, mis dos hermanos pequeños y mi abuela, estuvimos en esa escuela por 15 días. Todos los días violaban a varias chicas. Empezaron por las más jóvenes, de entre nueve y 15 años, las penetraban sin piedad. Cuando no se entretenían con nosotras, vivíamos rodeadas de inmundicias, agolpadas las unas sobre las otras, en las que antaño habían sido las aulas donde aprendíamos a leer y escribir; nos daban lo mínimo para que no muriéramos rápidamente. Yo tenía 13 años y ya podía despedirme de mi infancia.
—¿Abusaron de ti?
—Sí, muchas veces, muchas… Me desvirgaron. Ya no me acuerdo ni qué aspecto tenía el que lo hizo.
—¿Qué fue lo peor?
—Cuando me vendieron y estuve por dos meses en la casa de un soldado del Estado Islámico.
—¿Eso pasó en la escuela?
—No, ocurrió mucho después. Estuvimos en esa escuela hasta que nos movieron a la prisión de Badush, un viejo edificio cercano a Mosul. Allí empezaron a escenificar perversiones que nunca antes había pensado que podían existir, desvestían y violaban a niñas delante de sus madres y mataron a algunos niños por haber pedido comida o agua. Fue un alud de depravación. Trataba de pensar en cómo huir, pero no tenía posibilidad alguna. Estaban armados y nos custodiaban en todo momento; en el interior de la cárcel había entre 20 y 30 carceleros, que no nos dejaban ver el sol a todas las 600 yazidíes que estábamos ahí; en el exterior probablemente había más, pero no los veíamos.
—¿Y pudiste reconocer en algún momento el acento de tus secuestradores?
—Había tantos diferentes, muchos sirios e iraquíes; a estos los reconocí por cómo hablaban, en turcomano, así conversa la gente en Tal Afar. La mayoría rondaban los 40, o cuarenta y tantos, no más.
—¿En ese momento ya te habían separado de tu madre?
—Nos trasladaron a otra escuela, de nuevo en Tal Afar. Allí nos separaron de mi abuela y no la volvimos a ver. Luego, un día también se llevaron a mi madre y a mis hermanos. Fue una escena horrible. Ellos les ordenaron subir al autobús y un hombre gigantesco me agarró por un brazo, a lo que mi madre se rebeló, gritando enloquecida, y empezaron a golpearnos, también a mis hermanos de dos y ocho años. Yo me puse de pie, él me atrapó y me arrojó al suelo. Hacía mucho calor y me pegaron tan fuerte, con látigos, que la sangre salpicaba por todas partes, mi piel se volvió violácea, hasta que me desmayé.
—¿Sabes por qué las trasladaban tan frecuentemente?
—Ellos solo se ponían nerviosos cuando pasaban los helicópteros, entendimos que tenían miedo de que pudieran descubrir su localización [en esa época una coalición liderada por Estados Unidos bombardeaba en la zona].
“Separaron a las mujeres de los hombres, y a nosotras y a los niños nos hicieron subir en camiones, mientras que los hombres fueron vendados”. Foto: Irene Savio.
EL ADOCTRINAMIENTO
—Entonces, fuiste vendida por primera vez.
—Ese día, el día en el que me separaron de mi madre y de mis hermanos, empezó mi segundo calvario, sí. Una hora después vino un autobús y junto con una chica me llevaron a otra escuela. Ahí estuvimos una semana. Descubrí entonces que me iban a vender. Nos ofrecieron como regalo a un alto oficial de Daesh (término despectivo para referirse al Estado Islámico), que nos llevó a su casa en Tel Afar, donde vivía con su esposa y varios niños. Nos pusieron en un sótano y de allí solo salíamos si ella quería. La maldad de esa mujer era absoluta. Nos repetía que teníamos que casarnos con los combatientes del Estado Islámico. Solo así habríamos estado en el bando correcto, solo así nos habríamos salvado, nos decía. Me repugnaba su presencia, ¿cómo podía una mujer como yo prestarse a semejante monstruosidad?
—¿Te prometieron que si te convertías te liberaban?
—No exactamente. El hombre nos obligaba a leer el Corán y nos hacía repetir los versículos dos veces al día. Si nos negábamos, nos pegaba; si nos equivocábamos, nos pegaba. Así que nos ablandamos y obedecimos. Lo peor venía siempre en las noches, cuando una de nosotras tenía que ir a su habitación y nos pedía que lo tocáramos, que le practicáramos sexo oral. Allí siempre estaba su mujer, asistía a todo y asentía. Perdí la noción del tiempo, no sabía mucho de lo que ocurría afuera, dependiendo únicamente del humor de nuestros carceleros.
—Parece que estás hablando de unos endemoniados. ¿Intentaste dialogar con ellos?
—Sí, intentamos hablar con ellos. ¿Por qué nos hacían eso? ¿Qué les habíamos hecho? ¿Acaso no éramos seres humanos como ellos? Nos respondieron que estaban autorizados por Alá, que éramos sabaya, esclavas que debían satisfacer sus órdenes. Que éramos adoradores del diablo (los fundamentalistas árabes suníes consideran que los yazidíes “adoran al diablo” por su particular interpretación de la historia del ángel caído), infieles.
EL MERCADO
—¿Cómo lograste liberarte de todo esto?
—No lo logré. Al cabo de un mes, el hombre se cansó de nosotras y nos llevó hasta un sitio en el que había muchísimas yazidíes. Nos colocaron en un rincón y escribieron algo en un papel. Supe luego que a cada una le asignaban un número para que los clientes nos identificasen y firmaran sus contratos de compraventa. ¡Pues sí! ¡Ese era un mercado y las mercancías éramos nosotras, las esclavas sexuales del Estado Islámico! Lloré. El primero que me compró me tuvo con él dos semanas, junto a una chica de 12 años que fue su primera víctima.
—¿Cuánto tiempo estuvieron allí?
—No pasó mucho tiempo antes de que yo, que semanas antes había cumplido 14 años, fuera vendida de nuevo. En el nuevo sitio, por la mañana me obligaban a hacer las tareas del hogar, me pedían que limpiara todo, que preparara la comida, y por la noche tenía que estar con él, me pedía que fuera al baño con él, hacía de mí lo que quería. Cuando no tenía fuerzas y me negaba a hacer lo que él pedía, me pegaba con un látigo. Tenía tanto miedo que incluso en los raros momentos de descanso no pegaba ojo. Sus hijos y su mujer lo exaltaban por lo que hacía, ¿cómo podían ser tan salvajes? Intenté escaparme. Él lo descubrió y me castigó con más golpes durante toda una noche. No podía creer que aún estuviera viva. Creo que era noviembre ya y mi nuevo amo se hacía llamar Sadik Danun, aunque probablemente este es un nombre falso.
—¿Podrías identificar a tu secuestrador si lo volvieras a ver?
—Conozco los nombres de casi todos mis secuestradores, pero la mayoría poseía dos o incluso tres nombres para evitar fáciles identificaciones. Lo que sé con cierta certidumbre es que también este era un iraquí originario de Tal Afar.
—Creo haber entendido que estuviste cautiva también en Mosul.
—Sí. La primera semana fue terrible. El control sobre mí se intensificó, pues los combatientes yazidíes estaban cerca y temían que pudiera escaparme y pedirles ayuda. En efecto, yo pensaba todo el tiempo en eso. No me resignaba. Decidí intentarlo de nuevo y estudié con precisión el plan de mi fuga. Me habría cortado el pelo y puesto ropas masculinas.
“El día en el que me separaron de mi madre y de mis hermanos empezó mi segundo calvario”. Foto: Irene Savio.
LA FUGA
—¿En serio? ¿No pensaste que te matarían si te descubrían?
—No tenía otra opción. Así, salí de la casa a las siete de la mañana. Era enero, pero yo transpiraba por el miedo y, caminando cabizbaja, intentaba disimular; si veía a alguien de Daesh, lo saludaba en árabe: “Salam aleikum”, decía. Sabía, sí, que si me reconocían, equivalía a una condena de muerte. Caminé hasta el anochecer, hasta que me pararon en un puesto de control y oí voces preguntándome qué hacía allí. Por suerte no se veía bien y, cuando les dije que era un chico de 15 años, afiliado a Daesh, que buscaba a mis dos hermanos muertos, me dejaron ir. No sé cómo lo logré, supongo que porque era noche y no se veía. Seguí caminando y llegué hasta una estación de taxis. Dije que quería ir a la región de Shalalat (en el Kurdistán iraquí), que le daría todo lo que me pidieran, a lo que un taxista aceptó ayudarme, me dijo que él era un musulmán suní, pero no un miembro de Daesh y me pidió que le contara mi historia. Acepté y me llevó a la casa de su hermano.
—¿No tuviste miedo de que fuera una trampa?
—Tuve que confiar y por suerte me trataron bien, me dieron comida, ropa nueva y luego me consiguieron un nuevo documento de identidad en el cual aparezco como musulmana suní. Tres semanas después llegué con ellos a Kirkuk, donde contacté con un grupo de ayuda que me ayudó a conseguir los documentos para llegar hasta Alemania.
—¿Cuántos miembros de tu familia siguen desaparecidos?
—Cuarenta y seis, la mayoría primos y tíos.
—¿Sabes si las chicas que estaban contigo fueron liberadas?
—Solo una logró escapar. De las otras no sé. Pero si hubiesen logrado escapar, lo sabría.
“El hombre nos obligaba a leer el Corán y nos hacía repetir los versículos dos veces al día. Si nos negábamos, nos pegaba; si nos equivocábamos, nos pegaba”. Foto: Irene Savio.
EL EXILIO
—¿Cómo es tu vida ahora?
—Mi vida no es normal. Pienso todo el tiempo en lo que me pasó. Pienso en las que siguen secuestradas. Pienso en que lo que me aconteció a mí les aconteció a ellas también (Samia baja los ojos y el intérprete se larga a llorar). Esos fantasmas me perseguirán toda la vida.
—¿Qué quieres hacer cuando seas adulta?
—Quiero ser intérprete. Quiero aprender a hablar bien el inglés, el alemán y el hindi.
—Creí que querías ser abogada.
—Pienso que es más importante ayudar a las personas a comunicarse, a entenderse.
—¿Tienes amigos alemanes?
—Sí. Voy a la escuela, salgo con ellos. Son buenos conmigo. Me respetan. Ahora tengo derechos, derechos que nunca tuve.
—¿Tienes un sueño?
—Quisiera que mi padre regrese a casa.
—¿Olvidarás lo que te pasó?
—Nunca.
—¿Perdonarás?
—Nunca. No podría perdonar a quienes han matado niños delante de mis ojos, que han violado niñas delante de sus madres. Nunca.
—¿Volverás a Irak?
—No quiero volver a un país donde no tenemos derechos, esto que quede claro. Aquí, en Alemania, nos respetan y, por ello, yo los respeto aún más. Aquí hay reglas, leyes que se cumplen. Allá todo eso no existe.
Mientras habla, su familia se entristece con sus palabras. Samia se refriega los dedos de las manos al contar por qué aceptó irse de Irak. Cómo dejó a su padre y a su abuela, la esperanza de encontrarlos vivos. Recrea cuando se fue con su madre y sus hermanos. Cómo tomó un avión con destino a Alemania sin saber nada de aquel país y, una semana después, le dieron un permiso de estadía y, a su madre, 320 euros por concepto de ayuda de Estado así como una casa donde vivir en Heilbron. Todo gracias al proyecto Special Open Quotas de Baden-Württemberg, el único estado alemán que ha llevado adelante una iniciativa semejante.
—
Esta pieza de Irene Savio, publicada en la edición No. 31, del año 2016, en la revista Newsweek en Español, ganó el Premio a “LA BUENA PRENSA 2016” de España, en la categoría de Entrevista.