Cada 10 de junio, las redes sociales se llenaron de publicaciones con manos dibujando letras en el aire, corazones de dedos entrecruzados y frases conmovedoras del tipo “La lengua de señas es inclusión”. Una ola de buena voluntad digital nos arrastra durante unas horas, para luego desvanecerse sin dejar más que una pregunta incómoda: ¿realmente se está usando la Lengua de Señas Mexicana (LSM) o solo estamos jugando a la inclusión?
Según el INEGI (Censo 2020), en México hay alrededor de 2.3 millones de personas con alguna discapacidad auditiva, y cerca de 300 mil personas sordas que podrían beneficiarse directamente del uso de la LSM. Sin embargo, la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (ENADID 2018) señala que solo una minoría utiliza efectivamente este sistema lingüístico.
¿Por qué? Porque, aunque todos parecen querer “aprender señas”, pocos quieren realmente comunicarse. Vivimos una explosión de talleres exprés, cursos sabatinos, reels con “señas básicas para ligar” y diplomados con más sellos que contenidos. Pero al momento de la verdad — cuando una persona sorda entra a un hospital, una escuela o una oficina gubernamental— la lengua de señas desaparece más rápido que la accesibilidad en una página web institucional. Lo que debería ser una herramienta viva, funcional y cotidiana, se convierte en decoración de escaparate: un adorno bonito para que gobiernos, empresas y figuras públicas presuman su supuesto compromiso con la discapacidad.
La paradoja es ofensiva: hay más personas oyentes aprendiendo señas como moda o activismo de temporada, que personas sordas beneficiándose de su uso real en espacios públicos. Ni qué decir de los intérpretes: el padrón oficial de intérpretes certificados en México es mínimo y fragmentado, ya que no existe un sistema nacional de formación ni certificación obligatoria homologada. El Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI), que en teoría debería coordinar esfuerzos, ha tenido avances lentos y con escasa articulación interinstitucional.
Mientras tanto, cada quien enseña señas como quiere, como puede y a veces como se le ocurre. No hay un currículo unificado, ni un control de calidad, ni una formación profesional para quienes enseñan LSM. ¿Se imagina usted que cada quien diera clases de español inventando reglas gramaticales a conveniencia? Pues eso es lo que ocurre con la lengua de señas, una lengua que sí tiene gramática, estructura, regionalismos y niveles de complejidad como cualquier otra.
La comunidad sorda, como siempre, queda atrapada en el discurso bienintencionado pero vacío. Porque aprender señas sin sordos presentes es como aprender a bailar sin música: se ve bonito, pero no conecta con nadie. Lo verdaderamente incluyente no es hacer un TikTok señalando “hola” o “te amo”; lo incluyente es que una persona sorda pueda ir a una universidad, declarar en un juicio, trabajar en una empresa, atenderse médicamente… y que en todos esos espacios haya comunicación efectiva en su lengua.
¿Queremos celebrar la Lengua de Señas Mexicana de verdad? Entonces profesionalicemos su enseñanza, certifiquemos intérpretes, garanticemos su presencia en los servicios públicos y dejemos de verla como un gesto estético para quedar bien. Porque el acceso a la comunicación no es un regalo: es un derecho. Y hoy, ese derecho sigue siendo invisible… aunque lo pongamos en nuestras fotos de perfil cada junio.