La puesta en libertad de Jonathan
Pollard hace un par de semanas llamó mucho la atención. Pero otro espía
importante —Ronald Pelton— fue puesto en libertad condicional la semana pasada.
Ambos son los últimos presos del “Año del Espía” de 1985 a los que se permite
regresar a la sociedad 30 años después de haber sido aprehendidos.
De hecho, Pelton, un exanalista de la
Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés) fue uno de los
espías más dañinos de la NSA antes de las revelaciones de Edward Snowden. La
historia de Pollard no debería verse aislada. Los casos de Pollard y Pelton
marcan el fin de la era del espionaje de la Guerra Fría, una era más organizada
de polaridades ideológicas cuando el enemigo estaba enfocado, no dispersado y
diseminado.
Para las deserciones y captura de
espías, 1985 fue un año notable. Importantes oficiales de inteligencia como
Oleg Gordievsky, jefe de la estación de Londres de la KGB, desertaron de
Oriente a Occidente, un alto oficial de contrainteligencia de Alemania
Occidental, Hans-Joachim Tiedge, de Occidente a Oriente, y otro oficial de la
KGB, Vitaly Yurchenko, desertó de la Unión Soviética a Estados Unidos, solo
para regresar a la Unión Soviética pocos meses después.
En medio de este tráfico de deserciones
de dos vías, ocho traidores estadounidenses fueron traicionados por los
traicioneros y luego aprehendidos y sentenciados. El caso más tristemente
célebre y mejor conocido fue el del oficial naval retirado John Anthony Walker
Jr., junto con su círculo familiar de espías. Ellos espiaron para la KGB por 18
años, soltando la sopa sobre los secretos mejor guardados por la comunicación
naval de EE UU, permitiendo que la KGB leyera todos los mensajes encriptados.
Si Walker no hubiera muerto de cáncer el año pasado, él también hubiera sido
elegible para la libertad condicional este año, junto con Pollard y Pelton.
Aun cuando la mayoría de los agentes
aprehendidos espiaba para la KGB, otros, como Pollard, espiaban para Israel.
Sharon Marie Scranage, agente de la CIA, espiaba para Ghana y fue parte de una
trampa sexual, y Larry Wu-Tain Chin, un traductor de la CIA, espiaba para
China. Chin se sofocó a sí mismo con una bolsa de plástico en prisión después
de su sentencia. Todos los otros espías de 1985 han sido liberados.
Como parte del torbellino de
deserciones y traiciones, Ronald Pelton, el exanalista de la NSA, había sido
señalado por el desertor arrepentido Yurchenko. Como Walker, la motivación de
Pelton para pasarle secretos a la KGB fue la codicia. Con el agua al cuello por
unos costos no calculados en la construcción de una casa nueva, él quedó en
bancarrota y renunció a su empleo en la NSA, donde había trabajado como un leal
trabajador discreto de 1964 a 1979, negándose a hablar sobre su trabajo incluso
con sus familiares.
Su renuencia a hablar de su trabajo
secreto cambió abruptamente cuando Pelton entró a la embajada de Rusia en
Washington, D.C., en enero de 1980 para vender el conocimiento que había en su
cabeza. Aun cuando entró con las manos vacías y sin documentos clasificados, su
memoria notable reveló decenas de secretos escuchados por casualidad a los
rusos. El más sensacional fue la operación submarina de intervención por cable
llamada “Ivy Bells” (campanas de hiedra). Los rusos se enteraron de que
submarinos de EE UU intervinieron las comunicaciones submarinas militares de
los soviéticos.
Sería fácil concluir que las medidas
enérgicas de Ronald Reagan contra los espías y una inversión considerable en
contrainteligencia llevaron a estos arrestos. Pero esto no explica el aumento
en el tráfico de deserciones y que la labor detectivesca poco meticulosa de los
desertores o sus familiares señaló a los agentes.
Lo que está claro es que hubo muchos
más espías en la última década de la Guerra Fría. Si hay más espías, más espías
son plantados en la oposición y más espías son aprehendidos. Muchos de los
espías también se desilusionaron con sus respectivos sistemas.
Mucha más gente también tuvo acceso a
secretos. Ellos usaban este acceso para financiarse estilos de vida
extravagantes al venderle secretos al otro bando. Cuando a James W. Hall, el
espía de la Guerra Fría, se le preguntó por qué no se había convertido en un
narcotraficante para ganar dinero extra, él respondió que nunca había conocido
a un narcotraficante y que él traficaba con secretos. Muchos de los espías de
la década de 1980 espiaban por dinero, no por ideología como Julius Rosenberg.
Las enormes burocracias de espionaje
construidas durante la Guerra Fría tuvieron su clímax en la década de 1980,
reduciéndose solo un poco en la década de 1990 y creciendo de nuevo después del
11/9. Lo más alarmante es que no dan señales de desaparecer. Sin embargo, es
este sistema y la cantidad de gente que tiene acceso a secretos y la codicia
estadounidense lo que lleva a traiciones a gran escala.