Es una noción constantemente repetida en los medios de comunicación y sobremesas culturales: el mundo es intolerante; y mientras los países del mundo se convierten cada vez más en mosaicos de diversidad cultural y racial, parece haber una importante tendencia de las nuevas generaciones hacia la intolerancia.
He de afirmar que soy un incrédulo de la palabra Tolerancia, no por lo que significa, sino por lo que la han hecho significar: cobardía, ignorancia, miedo, nada. A mi parecer, no existe difamación, estupidez, cobardía, acto de odio o traición que no haya sido perpetrada bajo la bandera y pretexto que esta elástica palabra, siempre tan bella y tan conveniente. Basta que, en cualquier discusión ideológica una de las partes acuse a la opuesta de “intolerante” para que sus argumentos de tornen inválidos y absurdos. Esto, sobra decirlo, convierte las discusiones sobre casi cualquier tema en una discusión de sordos, puesto que la primera parte de un debate serio es reconocer, precisamente, el valor del oponente y su derecho a tener una opinión contraria a la mía. Así sentadas las bases, pueden presentarse argumentos que no ataquen a la persona, sino a las ideas, y así construir poco a poco una idea común que se acerque a la verdad que se busca. Así: la verdad.
Sin embargo, tengo que admitirlo, las generaciones actuales somos menos tolerantes. Y no somos menos tolerantes de otras ideas, culturas, religiones o credos políticos. Somos menos tolerantes, a secas.
El New York Times publicó un artículo hace algunos meses llamado “A Generation`s Vanity, Heard through Lyrics”, que contiene resultados de un estudio suficientemente interesante como para hacer una pausa y pensar un poco. Estudiaron las canciones más populares de los últimos treinta años y encontraron “una tendencia estadísticamente significativa hacia el narcisismo y hostilidad en la música popular”. Según encontraron, las palabras “yo” y “mi” aparecieron más frecuentemente junto con palabras de odio, mientras que palabras como “nosotros” y emociones positivas mostraron un claro descenso[1].
¿No será que el verdadero problema no es la intolerancia (o lo que hoy significa: discurso de odio o discriminación) sino la vanidad, el egocentrismo y la burbuja? Los jóvenes de hoy (me incluyo, por vanidad…) estamos seguros de ser el centro del mundo. Nuestros padres sembraron individualismo y autoestima: y hoy el mundo cosecha ceguera e intolerancia.
Y el problema no es que no toleremos a los católicos, a los comunistas o a los migrantes, a los de izquierda o derecha. El problema de fondo es que no toleramos nada: el agua fría, los huevos mal cocidos, el refresco sin gas, la hermanita latosa o la madre fuera de moda. No toleramos medio segundo sin internet o una cónyuge que a veces esté de malas. Somo príncipes del universo (un universo, por cierto, muy pequeñito). Simplemente, el mundo no funciona a nuestra medida y estamos transformando nuestro egocentrismo narcisista en una iracunda intolerancia hacia todo lo que no nos parezca: ya sea el valet que no nos atendió como queríamos (como el famoso “gentleman de las Lomas”) o la fracción más radical de los musulmanes en Nigeria. No porque defendamos nuestros valores o nuestros principios, sino porque somos, nosotros mismos, el único valor, principio y fin, de la realidad.
Si queremos niños, jóvenes y ciudadanos más tolerantes; no hace falta enseñarles el verdadero y profundo valor de cada cosa, religiones, ideas y partidos; quizá baste recordarles el verdadero valor de ellos mismos. Y después, el valor del otro, del que está enfrente; del que se tarda en la caja del Oxxo; del que no pone la direccional. No hace falta transmitirles una tolerancia filosófica compleja; basta educarlos en la tolerancia práctica hacia las pequeñas frustraciones de todos los días. Somos intolerantes porque somos vanidosos y soberbios: y la vanidad nos hace ciegos a lo que no exista sólo para nuestra comodidad y alabanza. Todo lo demás… nos estorba.
No se puede ver el inmenso paisaje si se vive con el espejo enfrente. La empatía es el principio de la conexión, y la conexión el principio de la felicidad. No lo digo yo; lo dice la ciencia[2].
El autor es abogado, master en política y comunicación. Autor de varios libros y director de comunicación institucional en la Universidad Panamericana Aguascalientes.