Antes de que las lluvias del monzón me atrajeran al sur de Arizona, nunca me habían disparado. Tampoco había visto víboras de cascabel silvestres o las mandíbulas de doble cañón de la araña de sol. Ciertamente, nunca había sido rastreado por justicieros de control fronterizo o encontrado a un famoso entomólogo en un pueblo fantasma.
En julio, las aguas del cielo regresaron a esta región típicamente árida. Lo que parecía muerto en el calor abrasador de junio poco a poco vuelve a la vida. Las varas parduscas de las plantas de ocotillo se llenan de hojas verdes y los agaves florecen. Miles de millones de hormigas se apoderan del aire en vuelos nupciales para aparearse, las huevas de billones de otros insectos nacen, y las larvas bajo los maderos pupan en escarabajos relucientes. Este deleite de artrópodos hace salir a incontables anfibios y reptiles, aves y mamíferos, y nubes de murciélagos lo bastante densas para bloquear la luz de las estrellas.
También atraen humanos: entomólogos y amantes de los insectos de todas las índoles y estirpes, herpetólogos buscando serpientes y ranas, ornitólogos, observadores de murciélagos y botánicos. Decenas de miles de personas vienen aquí durante el monzón para estas actividades, según la Oficina de Turismo de Arizona. Algunos eligen caminar y fotografiar, algunos pelear con serpientes de cascabel y otros juntar escorpiones y arañas para colecciones privadas o zoológicos. Muchos zoológicos o insectarios estadounidenses están poblados con descendientes de esta región. “Como polillas a la luz ultravioleta, somos atraídos aquí cada año”, dice Jim Melli, un diseñador de exhibiciones del Museo de Historia Natural de San Diego. “La lluvia en el desierto lo vuelve a la vida de una manera hermosa y misteriosa”.
Melli es uno entre un par de cientos de personas que hacen el viaje anual para la Conferencia de Invertebrados en Educación y Conservación. Los asistentes acuden a charlas sobre tópicos como la mejor manera de criar escarabajos tigres —un voraz coleóptero predador— y oír reportes de progreso en materias como la reintroducción de la amenazada mariposa cuadriculada de Taylor al noroeste del Pacífico. Los comerciantes venden viudas negras y escorpiones, hormigas reinas y vinagrillos, arácnidos de apariencia prehistórica con pinzas y cola como látigo que los hace parecer mucho más peligrosos de lo que son. Y se puede contar con un hombre amigable de hablar rápido llamado Zack Lemann, entomólogo en jefe del Insectario Audubon, para que improvise raps con temática de artrópodos al instante.
Una de las favoritas aquí es la avispa pepsini, un insecto grande y atractivo con alas cobrizas también llamada caza tarántulas (ya que se come a los grandes arácnidos). Estas cazadoras mortíferas tienen la segunda picadura más dolorosa en el reino de los insectos. El entomólogo Justin Schmidt, quien ideó el Índice Schmidt de Dolor para calificar las picaduras de insectos más insoportables, escribió que ser aguijoneado por una causa un “dolor inmediato y atroz que simplemente apaga la capacidad de hacer algo, excepto, quizá, gritar”. Él lo comparó con la sensación de “una secadora de pelo en marcha que acaba de caer en su baño de burbujas”.
Luego me topé con Schmidt al explorar un pueblo fantasma llamado Ruby con el entomólogo Lary Reeves y su novia. El famoso científico, reconocible por su flexible sombrero verde de fieltro y su bigote, nos invita a observar esa tarde cómo cientos de miles de murciélagos rabones mexicanos salen a alimentarse de insectos. Luego, saca su red y agarra unas cuantas hormigas aterciopeladas, conocidas por dar aguijonazos desagradables. Él procede a meter un tarro en la red y con gentileza hace entrar un insecto. “Soy uno de los pocos entomólogos que nunca usan un tarro asesino”, dice él. (Los biólogos de campo a veces matan insectos venenosos en tarros llenos de sustancias como el acetato de etilo, en parte para que no los aguijoneen.) Esto probablemente ayuda a explicar por qué ha sido atacado un puñado de veces por caza tarántulas y hormigas bala, una especie tropical que inflige el mayor malestar de cualquier insecto. “Dolor puro, intenso, brillante” es como él lo ha descrito. “Como caminar sobre carbón ardiente con un clavo de tres pulgadas en tu talón”.
Esta parte del suroeste es donde los desiertos de Chihuahua y Sonora, cada uno con sus propios ecosistemas únicos, se unen. Múltiples cadenas montañosas dan origen a “islas de cielo”, albergando bosques y praderas diversos, y se extiende al interior de México, proveyendo corredores para especies tropicales. Hay más biodiversidad en la región de las islas del cielo que en cualquier otra parte de EE UU, dice Shipherd Reed, gerente de comunicaciones del Centro Flandrau de Ciencias de la Universidad de Arizona.
La geografía de la región también da origen al monzón norteamericano, cuya mera existencia toma por sorpresa a muchos (que podrían estar más familiarizados con la variedad del sudeste asiático). Un monzón se caracteriza por una inversión estacional en los vientos, junto con un cambio en la precipitación. La mayoría del año, los vientos soplan hacia Arizona desde el oeste y el noroeste. En el verano, especialmente en junio, la región se vuelve en extremo cálida y seca. Esto crea un sistema de baja presión que jala vientos del este y el sur, trayendo humedad del golfo de México, el golfo de California y el Pacífico este. Cuando el viento es forzado a subir por las varias cadenas montañosas, deja caer lluvia. Esta agua es reabsorbida en el aire durante los días cálidos y soplado hacia el norte, esparciendo gradualmente la lluvia del monzón como una pluma hacia el norte y Arizona y Nuevo México.
Por ello es que muchas especies tropicales ocurren aquí y en ninguna otra parte de EE UU. Una de tales creaturas —hallada principalmente en México, aparte de unos pocos lugares en Arizona— es la rana de árbol excavadora de tierras bajas (Smilisca fodiens), un atractivo anfibio marrón y verde que pasa la mayor parte del año bajo tierra. Es raro oír sus magníficas llamadas de apareamiento, proferidas durante un tiempo de actividad explosiva durante la temporada del monzón cuando sale brevemente a nivel de suelo para reproducirse.
Cuando llego a Phoenix, alrededor de las 10 p.m. una noche de sábado a mediados de julio, Reeves y Trace Hardin, quien dirige una compañía de cría de serpientes, me recogen para ir a ver estas ranas. Hay un pequeño inconveniente, no obstante: sucede que viven en el Valle Vekol. Separado de la extensión de Phoenix por dos cadenas montañosas y conformado por tierras federales y tribales, este pedazo del desierto se ha vuelto tristemente célebre como un corredor de drogas y tráfico humano. En 2010, varias personas, incluido un ayudante del sheriff, fueron acribilladas aquí, y en junio de 2012 cinco cuerpos fueron hallados incinerados dentro de un deportivo utilitario quemado.
Si uno se presentara sin haber hecho investigación alguna, se haría a la idea con mucha rapidez: hay señales para disuadirlo de entrar al área. “Área activa de contrabando de drogas y personas”, declara un letrero que pasamos, publicado por la Oficina de Administración de Tierras. “Los visitantes podrían encontrarse con criminales armados y vehículos de contrabando viajando a velocidades altas”. Pero no nos detenemos. Al pararnos en un punto donde nos reuniremos con otros dos, mis compatriotas ven algo. “¡Víbora de cascabel!”, exclama Reeves, mientras él y Hardin saltan del auto. Reeves quien casi termina un doctorado en entomología, tiene el hábito de perseguir creaturas aunque no traiga una red; a menudo las agarra a mano limpia. Hardin comparte esta predilección por correr tras los animales de los que la mayoría de la gente huye; su Instagram consiste en su mayoría de él sosteniendo serpientes, a menudo alarmantemente cerca del rostro.
Los dos ríen con alegría mientras persiguen y sacan fotos a la serpiente, que es del color exacto del desierto: una y mil variaciones de marrón arenoso. Pocos minutos después, un auto llega con el biólogo de campo Aaron Chambers y uno de sus amigos. Chambers es un hombre alto con un bronceado profundo que siempre usa camisetas sin mangas, shorts y sandalias, a pesar de la prevalencia de serpientes y cactus. Amigo feroz de aquellos que le agradan, él dice que “sólo es social durante la temporada del monzón”, rodeado por naturalistas de mentalidad similar. “En todas las demás ocasiones, la gente puede irse a la mierda”. También porta una pistola .38.
“Esa cosa tearruinará”, ruge Chambers, antes de acercarse para darle una buena mirada a la serpiente. Es una serpiente de cascabel del Mohave (Crotalus scutulatus), cuyo veneno posee potentes propiedades neuro y hemotóxicas, atacando los nervios y las células sanguíneas.
Juntos, caminamos arduamente a través de barro grueso, aderezado con plastas de vaca del ganado ambulante, y bromeamos que en el entorno lleno de estiércol podríamos contraer helminto. (Luego, cuando me cambio de zapatos, piso por accidente un escarabajo bombardero, el cual dispara un líquido a punto de ebullición de su parte trasera a mi talón, manchando mi piel con un tono rojizo por semanas.) Cuando nos acercamos al lecho de un riachuelo crecido por la lluvia, la llamada de nuestra presa —las ranas de árbol excavadoras— se vuelve casi ensordecedora. Los meses y meses de aislamiento bajo tierra han terminado, es hora de aparearse. Reeves y Hardin ven un macho, con su saco vocal expandiéndose como una membrana de chicle cuando respira. Pocos minutos después, una hembra salta para checarlo.
Hace varios años, en este mismo punto, Chambers y su novia de entonces fueron rodeados por una docena o más de justicieros portando rifles de asalto, quienes asumieron que él era un narcotraficante o inmigrante. Él les dijo que era ciudadano estadounidense y portaba un arma. Se siguió un punto muerto tenso, pero afortunadamente no se disparó ningún tiro, y todos se dispersaron.
Los movimientos del tipo milicia han surgido en cada estado que tiene frontera con México; ahora hay más de una docena de grupos formales que ven como su deber el tratar de impedir que los inmigrantes crucen la frontera ilegalmente. Aduanas y Protección Fronteriza de EE UU ha desalentado públicamente tal actividad; mientras tanto, la agencia aprehendió a 414,397 personas que entraron ilegalmente al país desde México en el año fiscal de 2013, un promedio de 1135 personas por día (o 47 por hora).
Pocos días después de nuestra cacería de ranas, tenemos nuestra primera interacción con milicianos. En una noche en la que probablemente deberíamos haber escuchado la charla inaugural de la conferencia sobre hormigas, cinco de nosotros —yo, Reeves, Hardin, Chambers e Isaac Powell, un guardián de zoológico de Miami— caminamos en busca de insectos en el Barranco California, una parte remota del Bosque Nacional Coronado a menos de dos millas de la frontera con México. Cuando llegamos, montamos dos luces intensamente brillantes, alimentadas por dos generadores separados, así como una luz ultravioleta, para atraer insectos, una técnica entomológica común. También montamos una sábana blanca entre ellas para que allí se congregaran los bichos. Pronto miles de insectos se juntaron en masa en ella: mariposas de seda, escarabajos, hormigas león adultas, moscas e innumerables otros. Mientras esperamos y nos sentamos, observando, disfrutamos cervezas locales. “Cuando abras una cerveza, nunca te deshagas de la tapa”, advierte Chambers. “De otra manera, vas a comerte un montón de bichos”.
Después de un rato, aparecen los faros de un deportivo utilitario. El conductor se presenta como “Cody” y sugiere que podríamos estar en su propiedad. (Estamos seguros de estar en tierras del bosque nacional.) Luego el hombre nos dice que es miembro de una milicia; nos muestra su pistola montada a la cadera y un AR-15 que guarda en su camioneta, además de una máscara adornada de calaveras que usa mientras “patrulla”. Después de que se va, comienza una discusión acalorada, y Chambers deja en claro su parecer con respecto a los “zafios que les gusta jugar a ser GI Joe”.
Poco después, vemos lo que parece ser la linterna de alguien acercándose a nosotros, a poca distancia. Y luego disparos, cuatro en rápida sucesión. Me tiro al suelo, con polillas revoloteando alrededor de mi cabeza, mientras Chambers desengancha el generador. Empacamos tan rápido como podemos y partimos como de rayo.
A la mañana siguiente, deambulo por la conferencia con cara de sueño, y un curador de un zoológico en Wichita, Kansas, llamado Nate Nelson, me da una mirada cómplice. “Las cosas se pueden poner un poco locas durante el monzón”, dice él. “Demasiado alcohol, muy poco sueño, demasiados bichos”.
Durante nuestro tiempo en el desierto, los entomólogos hacen un par de descubrimientos excitantes. Para empezar, hallan una polilla bandera gigante del norte (Dysschema howardi) preñada, cuyo valor Chambers calcula en $700 dólares, entre lo que la gente está dispuesta a pagar por un espécimen desecado y sus masas de hueva. Pueden ser criadas en lechuga romana con poco esfuerzo. También nos cruzamos con la rara y venenosa víbora de cascabel de nariz puntiaguda (Crotalus willardi). “En serio que quiero sostenerla”, dice Hardin. “Este chico está pidiendo que lo abracen”. Pero con lawillardi, incluso Chambers se contiene. Hace pocos años, se halló un hombre muerto en esta área de las montañas Huachuca, con treswillardi en su persona. Las víboras alguna vez alcanzaron los $1000 dólares en Alemania, aun cuando es ilegal capturarlas.
Reeves decide llevarse a casa algunas arañas de sol, arácnidos que poseen quelíceros gemelos, o colmillos, que les dan una apariencia terrorífica. Casi “nada se sabe de estos chicos, y me gustaría empezar a recabar material para una publicación sobre ellos, más adelante”, dice él.
Pero también es igual de asombroso contemplarlos porque sí. Una de las cosas más memorables de las primeras experiencias de Schmidt en el monzón de Arizona, y una razón por la que se mudó a Tucson, fue “ver una araña del sol, esa máquina de devorar tan rápida como el rayo y cual sierra circular, en medio de un remolino de escamas de polilla volando”.