El 28 de abril de 2011, Víctor Burgos terminó de almorzar y fue a cosechar los granos de pimienta en su sembradío de Putumayo, Colombia. Entonces, un avión sobrevoló los campos y soltó un fino rocío líquido sobre su propiedad. Al cabo de un año, perdió más de la mitad de sus cultivos (sobre todo pimienta, pero también yuca, piña, plátano macho y otros); su ingreso anual se desplomó casi 80 por ciento; y el suelo de sus cien hectáreas, que dominaban densos bosques tropicales, quedó irremediablemente contaminado, igual que sus fuentes de agua.
Más tarde descubrió que el avión era pilotado por la división antinarcóticos de la Policía Nacional colombiana; que el rocío era un herbicida diseñado para erradicar cultivos ilícitos, incluidos la planta de coca utilizada para producir cocaína y la amapola de opio; y que las fumigaciones eran parte del notorio —y notoriamente ineficaz— Plan Colombia.
Iniciado en 1999, el Plan Colombia es un esfuerzo conjunto de los gobiernos colombiano y estadounidense para poner fin a un conflicto armado que data de la década de 1960, entre grupos guerrilleros de izquierda —como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)— y las fuerzas gubernamentales. Como los rebeldes obtenían gran parte de sus fondos de los cultivos ilegales, el gobierno quería acabar con ellos.
Pero durante años, el plan ha resultado inútil, informa la Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos. Aunque han rociado más de 1.7 millones de hectáreas desde 1994 (cuando iniciaron loso ensayos de fumigación), el programa poco ha logrado para detener la producción de coca. De hecho, ha sido contraproducente, pues los sembradíos se han multiplicado. En 1997, Colombia se convirtió en el principal productor mundial de cocaína y conservó el título durante dieciséis años. Según la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, entre 2013 y 2014 la producción total de cocaína colombiana aumentó 52 por ciento, de 290 a 442 toneladas.
Entre tanto, cada vez más evidencias apuntan a la toxicidad del glifosato, el herbicida utilizado. La Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos afirma que la exposición prolongada puede provocar problemas respiratorios, daño renal y esterilidad; en marzo de 2015, la Agencia Internacional para Investigación del Cáncer, dependencia de la Organización Mundial de la Salud, publicó un informe donde sugiere que la sustancia es un carcinógeno. Pese a que algunos sectores (incluida la industria agroquímica) criticaron el documento por sustentarse en pruebas relativamente endebles, el Consejo sobre Narcóticos de Colombia accedió a suspender el plan de fumigación. Luego de veinte años de presiones internacionales y locales, parece que, a partir de octubre, Colombia dejará de cubrir a sus habitantes con carcinógenos, pero hasta entonces la lluvia venenosa continuará.
Cuando se creó el Plan Colombia, 90 por ciento de la cocaína del mercado estadounidense procedía de ese país sudamericano y, por ello, el “paquete de ayuda” inicial de 1300 millones de dólares fue aprobado con entusiasmo por los dos frentes congresistas en la administración de Clinton. Durante varios años, el Plan Colombia fue inmune a las críticas de organizaciones internacionales ambientalistas y pro derechos humanos; resistió el rechazo de la Unión Europea que, en 2001, votó contra cualquier apoyo para el plan; e incluso sobrevivió a la condena de algunos miembros del congreso estadounidense. Pese a los argumentos y datos que demostraban que la fumigación aérea en que se sustentaba la estrategia antinarcóticos estaba destruyendo cultivos legales, y tenía efectos adversos en la salud de personas inocentes, el programa siguió creciendo. Es más, el presidente George W. Bush expandió el plan y, desde entonces, recibe aun más dinero; el total actual asciende a casi 9000 millones de dólares.
Gran parte de la suma se gasta en fumigar las tierras de agricultores inocentes. “Aquí hay absolutamente cero por ciento de coca”, afirma Burgos, acerca de su granja, “pero encontrarás cien por ciento de veneno”. Después del incidente de aspersión, un comandante de la base antinarcóticos cercana le dijo que no se preocupara porque el herbicida no causa daños y, con una carcajada, agregó que los soldados del cuartel “se bañan con glifosato”. Con todo, Burgos presentó una demanda legal y un representante de la Secretaría de Agricultura confirmó que sus cultivos habían sido fumigados. Sin embargo, después de cinco meses de exigir compensación, la autoridad judicial departamental le dijo que “no molestara”.
“Aquí no tienes derecho a la vida”, acusa Burgos. “Fumigan cuando [estás] dormido. El avión te tira los químicos encima aunque estés afuera con tu familia. No respetan la vida ni los derechos humanos.” Regímenes violentos desplazan a muchos colombianos de sus hogares y comunidades, abandonándolos a su suerte, sin ayuda alguna de un Estado incapaz (o indispuesto) de proporcionar siquiera los servicios más básicos. Burgos inició su vida como agricultor en el departamento central de Caldas, Colombia, pero hace décadas los conflictos lo obligaron a emigrar. Volvió a establecerse como agricultor cerca de Puerto Guzmán, en Putumayo, hoy una de las regiones más fumigadas del país. Y cuando el gobierno destruyó su subsistencia, quedó destrozado “física, moral y psicológicamente”, dice.
El argumento inicial era que, al operar desde el aire, el personal militar podría evitar los riesgos (minas terrestres, insurgentes) que conlleva la destrucción de campos de coca desde tierra. Pero aun cuando la fumigación aérea es segura para los militares, ha sido desastrosa para los campesinos, pues las aspersiones imprecisas, como la que afectó a Burgos, son muy comunes. Muchas personas han sido “rociadas como cucarachas”, informa Noel Amílcar Chapuez Guevara, gobernador del consejo de Awa Tatchan, una de las numerosas comunidades agrícolas indígenas de Putumayo.
El viento suele arrastrar el herbicida al vecino Ecuador, país que terminó por presentar una demanda legal ante la Corte Internacional de Justicia en La Haya, argumentando que las fumigaciones habían ocasionado graves daños a personas, cultivos, animales y el ambiente. El caso se resolvió fuera de la corte en 2013, con un acuerdo por 15 millones de dólares; mas los afectados de Colombia no han visto un solo peso por los daños causados por las aspersiones.
El Ejército afirma que muchos agricultores realmente cultivan coca, pero eso no significa, necesariamente, que estén produciendo cocaína. Algunos grupos indígenas colombianos tienen un antiguo nexo cultural con la hoja de esa planta, que no es narcótica en estado natural, y se usa y consume con fines religiosos, medicinales y nutricionales. No es infrecuente que los agricultores de subsistencia tengan unas cuantas plantas en sus sembradíos. Pero para quienes están a cargo del Plan Colombia, una planta de coca es una planta de coca, no importa que se encuentre en un huerto o en una enorme plantación para producción de cocaína. Incluso cuando los militares dan en el clavo y fumigan una operación criminal de cocaína, el esfuerzo muchas veces es en vano, porque los productores de coca siempre encuentran soluciones para evitar el impacto de la aspersión de glifosato. Unos aplican químicos que neutralizan el efecto de la sustancia en la planta; otros lavan las hojas después de la fumigación; y otros más incluso utilizan plantas de coca genéticamente modificadas con resistencia al glifosato.
Por lo pronto, el saldo son veinte años de daños a la tierra colombiana y a las familias de agricultores que vivían de ella, y que ahora pasan serios apuros para sobrevivir. En áreas de fumigación extensiva, la muerte de ganado y cultivos ha causado pobreza masiva (44.7 por ciento de la población rural de Colombia vive por debajo del nivel de pobreza), y Daniel Mejía, economista de la Universidad de Los Andes, en Bogotá, informa que las consecuencias de la fumigación con glifosato abarcan desde graves erupciones cutáneas y otros problemas dermatológicos hasta abortos, deformaciones fetales y problemas mentales crónicos. Para los habitantes de Putumayo, la noticia de que el gobierno pondrá fin a las fumigaciones, este otoño, es poco consuelo, sobre todo porque no recibirán compensación. Y, mientras tanto, los aviones siguen soltando veneno desde el cielo.
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek.