En una guerra no son las bombas lo que ensordece, sino el vacío que llega después de cada explosión. Ese vacío que afecta mucho más allá de la circunferencia física y las vidas de los presentes en cada detonación. Ese vacío que representa que hemos perdido una parte de humanidad, y no solo por las muertes de las víctimas, mucho menos por los techos, muros o palacios que se desploman, sino porque con cada bomba se rompe una parte de lo que somos todos, se niega la propia humanidad.
Hace unos años paseaba con mi padre por Hiroshima. La Historia nos había llevado hasta ahí y, sobre todo, una película que me marcó desde muy joven, que todavía coloco en mi top ten de todo el cine realizado y que justamente expresa el enorme vacío y dolor que deja una guerra: Hiroshima, mon amour.
En ese viaje aprendimos lo que una explosión nuclear causa. Lo que provocó una bomba que solo fisionó el 1 por ciento de su material y alcanzó en menos de nueve segundos un millón de grados centígrados que desaparecieron una ciudad. Desde entonces, Hiroshima manda cartas al mundo entero, cada semana. Escribe a múltiples gobiernos, incluido el propio, para erradicar la energía nuclear y las bombas nucleares, y obviamente es ignorada.
BOMBAS NUCLEARES: ASQUEROSAS, VERGONZOSAS, REPUDIABLES
Hoy, con la tecnología actual, lo que puede causar un arsenal de bombas nucleares es inimaginable, asqueroso, vergonzoso, repudiable. Pero hace tan solo unas cuantas noches, cuando una bomba fue detonada al lado de la central nuclear más grande de Europa, quedó en riesgo la existencia del continente. Buena parte de lo que conocemos pudo desaparecer en segundos y el resto sería evacuado por unos 50 años, al menos.
Y nosotros —pasivos-observadores-indignados, pacifistas de café— continuamos a “vivir” con nuestra falsa normalidad. O más bien a “pender de un hilo” bajo el juicio de quienes odian o de los millones, nosotros mismos, que hemos permitido o creado un mundo que mantiene su orden y ley bajo la amenaza de bombas nucleares.
Porque nosotros, los seres humanos, somos una especie tan brillante que hemos producido nuestros propios meteoritos para utilizarlos en las situaciones que mejor sabemos gestionar: cuando hay odio, rabia, miedo, resentimiento, deseo de poder.
Por eso, cuando miro esta foto que se reparte por las redes, veo un espejo de nosotros, del mundo en que mis seres más queridos y yo creemos y compartimos. Una familia con dos pasaportes (ella rusa, él ucraniano), un hijo que lleva dos pueblos consigo y, por lo tanto, es y será otro mundo en sí mismo, y un dedo en alto a los que dividen, juzgan, odian, persiguen, matan…
NADIE DICE LA VERDAD
Pero, contrario a todas nuestras creencias y valores, cada mañana redescubro la falsedad. Redescubro que, como dijo un senador estadounidense en los inicios del siglo XX: la primera víctima de toda guerra es la verdad, ya sea una guerra entre naciones o entre dos personas.
Ni Putin ni Zelenski dicen la verdad y manipulan todo lo que les conviene. Lo mismo hacen buena parte de los “medios” que dicen “media verdad” y “media mentira”. Redescubro que mi mundo en realidad no existe, como tampoco toda esa falsa institución que es la humanidad.
Porque lo real es que basta la rabia de quienes intentan ir en retromarcha para apretar un botón y que todo lo que conocemos desaparezca. Que nos atraviese una era geológica en segundos o minutos, y nada de lo que conocemos exista más.
Y mientras tanto, podemos continuar a vivir con “normalidad”, hablar de paz con otro café en mano, mientras por mi ciudad actual, Trieste, frontera con Eslovenia, atraviesan los autobuses llenos de mujeres, niños y ancianos en busca de un refugio en Italia, para volver a la “normalidad”. Mientras un pueblo que dice defender la libertad obliga a sus varones a combatir por un concepto que a mí parecer y para la actualidad me resulta tan penoso como añejo, el concepto “Nación”. Porque yo vivo o creo en un mundo que, indudablemente, no existe. N
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Damián Comas es escritor, artista plástico y cineasta. Es doctor en creación literaria y maestro en estudios teóricos de arte. Su primera novela, Cenizas, fue acreedora del premio XIX de Letras Hispánicas de la Universidad de Sevilla.