Recuerdos que llevaban dormidos todo el año comienzan a despabilarse al llegar octubre, con el característico olor a flor de cempasúchil mientras se pintan de naranja los jardines cercanos y los puestos de flores se van despertando con más fuerza y con ellos mis ganas de saberla cerquita.
Salgo al mercado, al llegar me reciben costales llenos de café, Don Luis hace como que no me ve mientras me convierto en una niña de nuevo y sumerjo mi mano moviendo entre mis dedos los granos tostados, me llevo un kilo, ya molido, de ahí paso por un tanto de quesillo, un par de tlayudas y después elijo con esmero los mejores chapulines, esos enchilados que tanto le gustaban, después aguacates, chile serrano, cebolla, naranjas, limones, sal de gusano y claro, de regreso paso por un litro de su mezcal favorito.
La veía pocas veces al año, pero siempre pasábamos juntas el Día de muertos, lo celebrábamos aún más que navidad o el día de reyes, decía que, esta era la fiesta más desinteresada y auténtica, la que le hacíamos a nuestros seres queridos que habían partido, incluso a veces hasta a quiénes nunca pudimos conocer en vida, era el momento de conocerlos, saber qué les gustaba comer, recordar que disfrutaban en vida, que les hacía sonreír, enojar o soñar. Un abrazo no sólo a nuestras raíces sino también a nuestros miedos, porque sólo sabiéndonos mortales podemos vivir con plenitud.
No le gustaba postergar nada, hoy entiendo que se trataba de eso, de aprovechar cada respiro, ella no le temía a la muerte, de hecho la quería más de lo que yo podía entender, hablaba sin tapujos sobre qué hacer con ella cuando partiera, nos mostraba cada año los papeles firmados del que sería su lecho de muerte puntualizando siempre que ya estaba todo pagado , que no dejaría deuda alguna porque no quería que pusiéramos pretextos cuando llegara el momento de celebrar su partida, si, así, hablaba de celebrar, pero lo hacía con una sonrisa tan amplia que siempre me pareció de lo más normal. Hablaba de la muerte como si se tratara de una vieja amiga que llegaría de visita sin avisar cualquier día.
Vuelvo a casa, saco las tijeras y me siento con mis hijas a recortar figurillas en el papel de china , nos gusta hacer unos cuantos papeles picados más personalizados, creo que construir estos momentos es parte fundamental para seguir no sólo con nuestra tradición familiar sino de alguna manera con ella aquí. Pongo el agua en la hornilla, espero que hierva y sumerjo dos tablas de chocolate dulce mientras el olor llena toda la casa destapo el pan para revisar si ya está listo para entrar al horno. Es casi como si estuviera ahí sentada en la mesita de la cocina viéndome, la imagino sumergiendo una concha en su taza de chocolate quedando siempre con espuma alrededor de los labios.
Pensar en la comisura de sus labios cuando sonreía es contagioso, aún y cuando se trata de un recuerdo, hoy están ya más despiertos que nunca. Acomodamos los niveles del altar, un platito con mole verde, arroz blanco con elote dulce y chicharos tiernos, en medio su foto de bodas, a un lado los aretes azules que tanto le gustaba usar los días de fiesta, el mezcal, unas tlayudas preparadas, guacamole con chapulines y tortillas azules. Entre el cempasúchil acomodo la pipa de mi padre y a un lado su foto, tabaco fresco y un refresco de cola ¿qué más da ahora? Que también él disfrute todo lo que le gustaba, sin remordimiento y con alegría.
El pan sale del horno y mientras las niñas lo espolvorean, me puedo ver en ellas, mi abuela me dejaba llenarme los dedos de azúcar y elegir mi favorito para pellizcarlo mientras colocábamos el resto en los distintos niveles del altar. Por último, prendemos veladoras blancas e incienso de mirra y copal. Al llegar la tarde me quedo un rato a solas con ella, nos sirvo un mezcal y brindo, por lo que fue, lo que es y lo que vendrá, porque sé bien que mientras no la olvide ella seguirá conmigo, con nosotros, enseñándonos a vivir aún después de la vida.