Desde hace 40 años vengo cada domingo a este mismo lugar y disfruto de un café lechero en la mesa de la izquierda afuera en la terraza.
Una calurosa tarde de verano conocí en este lugar a Inés, eran sus primeros días trabajando en la costa y se notaba por el sudor en su frente que le estaba costando trabajo adaptarse al clima, su acento delataba que no llevaba mucho tiempo en la ciudad, pedí un café cortado y me sirvió un lechero, sus ojos brillaban distraídos me detuvieron de corregir la orden, sus movimientos bruscos de un lado al otro del lugar intentando tomar órdenes me distrajo completamente de mi lectura, decidí pedir otro mas para esperar que terminara su turno, claro, sin tener el valor de decir nada.
Para mi sorpresa accedió a que caminara con ella hacia su casa, acababa de llegar hacia un par de semanas y quería aprovechar el verano para trabajar antes de entrar a la universidad, hablamos por horas sobre su familia, mis lugares favoritos en Veracruz y lo que preferíamos leer. Comenzamos a intercambiar libros en aquel café que llevaba años ahí y que a pesar de eso para mi se convirtió en un lugar nuevo y distinto gracias a ella, pasaba tanto tiempo ahí que comencé a fijarme en detalles que antes pasaban desapercibidos. Había pequeños arreglos con flores naturales diferentes todos los días, molían ahí los granos y apoyaban a los productores locales, los sábados llegaba una marimba a media tarde y los jueves se reunían un grupo muy interesante de baile regional aún con el vestuario típico al terminar sus ensayos, era un punto de encuentro lleno de magia e historias.
Incluso cuando comenzó Inés la universidad y ya no trabajaba ahí regresábamos los domingos, compartíamos una canasta de pan dulce y entre el olor a café y el sabor de los lecheros pasábamos horas ahí sentados, mirando a la costa, en nuestra mesa favorita. En esa misma mesa hablé con sus papás para pedir su mano y una semana después le propuse matrimonio y comenzaron los mejores años de mi vida.
Era nuestro punto de encuentro por excelencia, nos encontrábamos con amigos, por lo general nos quedábamos hasta que cerraba el lugar. Después de unos meses entre galletas de mantequilla y el sonido del grano de café me dio la mejor noticia de mi vida, íbamos a ser tres, luego cuatro y después, también ahí me dio la peor de todas; el diagnóstico médico que me la arrebataría de los brazos.
A pesar del paso del tiempo el lugar logra reinventarse en mi memoria y cada domingo descubro algo nuevo. Esta mesa desde la que ahora veo jugar a nuestros nietos y comparto el desayuno con mis hijos ha sido testigo de los mejores momentos de mi vida. No necesito cargar conmigo un retrato de Inés para saber que está aquí sentada con nosotros, solo lo sé, su presencia inunda mis mañanas cuando huelo el café fresco, estar aquí es volver a estar con ella, es verla dando tumbos entregando los pedidos al revés , es quitarle la espuma del cerco de sus labios , es tomar sus pequeñas manos entre las mías.
Hay lugares que se convierten en parte de quienes somos, por eso regreso cada semana, nunca la tendré de regreso pero siempre puedo acariaciarla en la memoria del sabor de mi café lechero.