Frank Logusak, anciano tribal de Togiak, un derruido asentamiento de 842 personas en la apartada Bahía de Bristol, Alaska, es un cazador y pescador, un nativo yupik que conoció al último chamán de la aldea y aún puede construir una choza de césped como la de sus abuelos. No es científico, pero en sus sesenta y cuatro años ha observado y experimentado sorprendentes cambios en el mundo que lo rodea: inviernos más cortos y cálidos, menos nieve y hielo, menos osos y alces para cazar, y cada vez menos bayas para recolectar en verano.
La aldea de Togiak casi no ha tenido nieve los últimos dos inviernos, un fenómeno inusitado. A principios de abril, las colinas circundantes apenas han estado empolvadas con algunos parches de blancura, y lo mismo ha sucedido en las otras treinta poblaciones de la Bahía de Bristol, en el extremo más oriental del Mar de Bering. El área está poblada eminentemente de nativos yupik, descendientes de siberianos que tal vez cruzaron el Puente de Tierra de Bering o Puente de Beringia, antes de que concluyera la última Edad de Hielo, hace doce mil años.
Volé a Togiak desde Dillingham en una vieja Cessna Caravan que se abrió camino entre las altas cumbres de las montañas Ahklun cuyos glaciares, según investigadores, podrían desaparecer a fines de este siglo. Desde el aire pude ver los humedales y la tundra casi sin nieve, y la Bahía de Bristol sin el hielo que debía tener en esa época del año. Mientras cruzaba a pie la población, imágenes de ahumaderos, baños de vapor, pieles secándose en cobertizos y montones de chatarra evocaban una mezcla de la Rusia provincial y los Apalaches. Un vehículo todoterreno tiraba de unos niños a bordo de un trineo rosado, entre charcos de barro.
“El calentamiento global es un problema”, sentencia Logusak, sentado a la mesa del comedor en la escuela pública donde los residentes de más edad se reúnen con los estudiantes para comer los almuerzos gratuitos que subsidia el gobierno. “El hielo solía permanecer en la bahía hasta mayo”, agrega. “Pero ahora es distinto.”
Logusak y las dos docenas de aldeanos que entrevisté más tarde no usan el lenguaje científico del cambio climático, aunque todos describen lo que resulta evidente: la Tierra está calentándose y vuelve todo mucho más difícil para una de las últimas culturas norteamericanas que aún subsisten del mar y el suelo. “Togiak es un cuenco de polvo. Puede verse desde el otro lado de la bahía”, afirma un comentario en Facebook de mediados de abril publicado por Tim Bob Wonhola Jr., residente nativo de Twin Hill, población vecina que, igual que Togiak, sólo es accesible por barco o avión.
Desde Alaska hasta el Kalahari africano y el Amazonas, las comunidades indígenas han sido las más devastadas por el cambio climático debido a que su estilo de vida depende mucho de la naturaleza. “Los pueblos indígenas son el canario de la mina de carbón”, afirma Nancy Maynard, científica retirada de la NASA y autora principal de la sección “Regiones polares” en el informe más reciente del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático.
Los yupik de Togiak son el más numeroso de los tres grupos indígenas esquimales de Alaska y Canadá oriental (los residentes nativos no consideran ofensiva esa denominación etnográfica y lingüística). Logusak fue electo al Consejo Tradicional de Togiak —cuerpo de gobierno de la aldea— a la insólita edad de diecinueve años y ahora es vicepresidente. Desempeñó un papel fundamental para que las autoridades estatales y federales reabrieran las vecinas islas Walrus a la cacería de subsistencia, en 1995, más de tres décadas después de que Alaska prohibiera la tradición. El servicio de pesca y vida silvestre de Estados Unidos ha asignado a toda la población de Togiak una “cosecha comunitaria” de dos morsas, cuya carne, grasa y piel se comparte e intercambia entre familias, a veces con aldeas vecinas.
La gutural lengua yupik que aún hablan muchos en Togiak y es el idioma exclusivo de algunos ancianos de la tribu no incluye un vocablo para “subsistencia”, de manera que la caza, la pesca y la búsqueda de alimento no son tradiciones pintorescas, sino las anclas de la vida y la cultura yupik: el yuuyaraq, que significa, más o menos, “la manera de ser humano”.
Casi tres cuartas partes de los mayores de dieciséis no tienen empleo formal y el ingreso per cápita promedio es de apenas
11 739 dólares anuales, de modo que las destrezas de subsistencia son indispensables para sobrevivir. Aunque hay dos pequeños almacenes que proporcionan artículos básicos, desde cereales hasta gelatina, el costo del transporte aéreo eleva muchísimo los precios (una botella de 1.5 litros de aceite de cocina se vende en 25 dólares, y una bolsa de harina de once kilos cuesta más de 53).Una de cada cuatro de las doscientas familias de la aldea vive por debajo del límite de pobreza; y para cualquier accidente que requiera de sutura o una infección grave, es necesario evacuar al paciente en avión a Dillingham, a 110 kilómetros de distancia.
Los verdaderos locavores
La vida en Togiak, como en toda la espesura alaskeña, gira en torno de la búsqueda ininterrumpida del alimento silvestre que cambia con las estaciones. El invierno es la temporada para cazar y pescar en el hielo. La carrera del salmón rojo, la variedad más grande del mundo, suele comenzar a fines de junio y dura cuatro a cinco frenéticas semanas en que la mitad de las familias de Togiak encuentra trabajo en la pesca comercial o compiten en pequeños barcos contra los grandes pesqueros de arrastre de Washington. El verano es la estación para recoger unas bayas autóctonas de la región y mezclarlas con aceite y azúcar para preparar akutaq, platillo básico de la dieta yupik, también conocido como “helado esquimal”. Llegado el otoño, se dedican a recoger “comida de alce”: equiseto, un tubérculo que comen crudo, acompañado con grasa de foca; acedera, hierba comestible que sirve para preparar akutaq verde; y hierbas largas para tejer canastos.
Ese ciclo depende de las temperaturas bajo cero que se registran de octubre a mediados de abril, cuando grandes capas de nieve cubren el suelo helado y un grueso manto de hielo flota en los ríos y la bahía. Todo lo cual estuvo ausente durante mi visita.
Los cazadores de Togiak viajan en motonieves, armados con rifles Ruger calibre .222, equipo de supervivencia, radio VHF, redes y cañas de pescar; pero en ausencia de nieve, la suave tundra es como arena movediza, así que sus vehículos no pueden avanzar tres metros sin hundirse. La última temporada de alces fue un fracaso, informa Logusak. En general, viajan hasta 130 kilómetros en sus motonieves (que llaman snow-go) internándose en el Refugio Nacional para la Vida Silvestre de Togiak, un área con el doble del tamaño de Puerto Rico; sin embargo, como no ha nevado, tuvieron que permanecer cerca de casa. Este año, y el pasado, abatieron unos trece o catorce alces en cada temporada invernal, apenas la sexta parte de la caza de años anteriores. Y claro, rastrear osos pardos ha sido casi imposible, pues hace falta nieve para ver sus huellas, dice Logusak. “Lo intenté, pero nunca encontré el rastro.”
En el Refugio Nacional hay dos manadas de unos ciento cincuenta mil caribúes. De ellos, los cazadores de Togiak capturaron sólo dieciséis animales en el otoño de 2014, y apenas uno en la temporada de invierno 2015: una fracción de los 268 ejemplares destinados a la caza selectiva que mantiene saludables las manadas. Otro favorito es la perdiz de las nieves, pájaro rechoncho que suelen asar o comer en estofado. Pero este invierno las aves permanecieron en las laderas inaccesibles (y más frías) de las montañas Kilbuck. “No han bajado desde hace dos años”, se queja Logusak, y culpa de la falta de nieve al “exceso de aviones jet, aeroplanos, barcos y autos que contaminan el cielo.”
Pescar en el hielo de la bahía y el río, en temperaturas que alcanzaron casi 10 grados centígrados en enero, fue muy peligroso y casi imposible. Al parecer, en los últimos dos años, al menos un habitante de Togiak rompió la adelgazada capa en el centro de la Bahía de Bristol y jamás salió. Esa rada, que produce 40 por ciento del salmón que se vende en Estados Unidos, es la fuente de casi la mitad de la dieta anual de Togiak, y este año ha estado prácticamente descongelada desde febrero, acortando en unos cuatro meses la temporada normal de pesca en hielo de arenque y eperlano.
Un invierno anormalmente cálido también ocasiona cambios en verano y otoño. En años recientes, la carrera del salmón rojo —espléndida profusión de peces escarlata con cabezas verdes que nadan contracorriente por el Togiak y otros ocho ríos que desembocan en la bahía— ha comenzado con inesperada anticipación y concluido rápidamente. La carrera de este año, que se espera para mediados de junio, podría sumar 54 millones de ejemplares y será la más grande en dos décadas. Para muchos, más peces sugeriría una próspera Bahía de Bristol. Pero no es necesariamente cierto, apunta Douglas Causey, profesor de ciencias biológicas y director del Centro de Investigación Ambiental Aplicada de la Universidad de Alaska, Anchorage. La población de este año podría incluir una cantidad inusual de peces jóvenes que aún no están listos para desovar y en riesgo de no hacerlo en el futuro, pues con el tiempo las aguas más templadas estresan a los salmones y terminan por reducir sus tasas de reproducción y supervivencia. Entonces, ¿por qué hay tantos salmones este año? Un invierno inusitadamente frío entre 2011 y 2012 (parte de un patrón de cambios climáticos extremos) pudo ocasionar una explosión poblacional temporal, mas eso no modifica la tendencia global, que ha hecho declinar la población del salmón real Chinook desde hace, por lo menos, quince años.
Luego, entre agosto y octubre, la recolección de bayas solía ser una actividad familiar. “Antes parecía como si alguien hubiera cogido un montón de canastos y regado zarzamoras” en la tundra, recuerda Margie Frost, residente de Togiak criada en Kasigluk, aldea localizada 210 kilómetros al noreste donde, el invierno pasado, apenas se registró un décimo de la nevada normal. En los últimos dos años apenas han encontrado bayas y es posible que este otoño no haya muchas más, debido a que las plantas necesitan una cubierta de nieve para sobrevivir el invierno.
“Están pasando muchas cosas anormales”, asegura Clara Ann Martin (cincuenta y cuatro años), también integrante del Consejo Tradicional de Togiak, durante la fiesta de cumpleaños de la hijita de una amiga. Hace una década, agrega, “los ancianos dijeron: ‘No, no, no; no pasa nada’. Pero ya han visto que no hay nieve, que los árboles no crecen, las lesiones de los caribúes… El cambio climático ocurre a ojos vistas.”
Este invierno, en unos pocos días, Boston y los suburbios de Connecticut recibieron más nieve que la Bahía de Bristol en toda la estación. El verano pasado, los salmones tuvieron grandes dificultades para nadar río arriba a desovar, y muchos murieron en arroyos atestados y anormalmente someros debido a que el nivel del agua en el lago Togiak había bajado mucho como consecuencia del caluroso invierno precedente. “Ha afectado el estilo de vida de todos”, dice Martin. “Cazamos menos y, por ello, hay menos experiencia. Eso afecta culturalmente a los niños.”
Adiós, invierno
El año pasado fue el más caluroso jamás registrado en todo el mundo, con la diferencia de que, en la Bahía de Bristol, incluso un incremento de uno o dos grados por arriba de lo normal, es particularmente extremo. Celebrada en marzo, la carrera anual de trineos con perros iditarod se llevó a cabo más al norte, en Fairbanks, debido a la escasez de nieve en Anchorage. En los límites septentrionales de Alaska hay al menos una docena de poblaciones, incluidas Kivalina, Shaktoolik y Shishmaref, que proyectan reubicarse debido a que la creciente altura y temperatura del mar ha exacerbado la erosión costera, en tanto que la cacería de focas y ballenas se ha restringido a causa del adelgazamiento del hielo marino.
La Cooperativa para la Conservación del Paisaje de Alaska Occidental es una organización de investigación creada y operada por agencias federales y científicos de la Universidad de Alaska. Sus proyecciones para el periodo 2010-2019 revelan que las temperaturas de abril y octubre en Dillingham, corazón de la Bahía de Bristol, podrían elevarse varios grados amenazando con recortar el invierno de siete meses a sólo cinco. Y ciertamente, el estudio afirma que el invierno será más corto a largo plazo. En el periodo 2090-2099, la Bahía de Bristol perderá otros dos meses invernales, pues marzo y noviembre ya no tendrán temperaturas de congelación. Eso significa que, en cuatro o cinco generaciones, el invierno de Togiak se reducirá a sólo tres meses.
En años recientes investigadores han reclutado la ayuda de una brigada ciudadana de nativos alaskeños, en tres docenas de aldeas de la bahía, para recabar datos sobre los cambios en su entorno. Algunos han publicado en línea fotos de insectos, peces o plantas raras (o fuera de temporada) a través de lo que han dado en llamar redes de observadores ambientales (por ejemplo: desarrollo del sauce ceniciento, utilizado como sustituto de aspirina y detectado en Togiak en febrero, por lo menos tres meses antes de temporada; también en febrero, abejas en una aldea de las islas Aleutianas). Sam Gosuk, director de la escuela de Togiak, recuerda su asombro al ver brotes de hierba en la ribera del río en enero, cuatro meses antes de tiempo. Como era su deber, informó del hallazgo.
Sentado en la cafetería escolar, rodeado de una generación de jóvenes, Logusak se considera también un maestro. “Antes de que las cosas empeoren”, dice, “deseo transmitir conocimientos. Espero que alguien se haga cargo de los problemas en que he trabajado para proteger nuestro estilo de vida durante todos estos años.”
La mitad de la población de Togiak tiene menos de dieciocho años y aprende el estilo de vida de subsistencia de los ancianos tribales y en la escuela. En la clase de Fanny Parker, profesora de estudios yupik, los alumnos aprenden la gramática y el vocabulario de sus antepasados, y también a producir cartucheras y diademas tejidas. Uno de ellos, Jordan Wassillie (diecisiete años), me muestra mocasines hechos a mano con suelas de piel de venado, ribetes de castor y un logotipo Air Jordan cosido con cuentas. Sólo un puñado de jóvenes va a la universidad, pues la mayoría abandona los estudios en el bachillerato. “Casi todos prefieren quedarse y seguir con la pesca y la caza de subsistencia, o dedicarse a la pesca comercial”, explica Shayla Schwoch, profesora de inglés, originaria de Auburn, Washington.
De regreso en Dillingham, punto de partida de los vuelos a Togiak, voy del aeropuerto al centro de la ciudad con la profesora de ciencias y matemáticas del bachillerato de Dillingham, Tara Kregar, quien también dio clases en Togiak, el año pasado. Pregunto si sus alumnos de ambas escuelas tienen conciencia del cambio climático. Asiente con solemnidad y responde: “Algunos me han preguntado si el mundo está acabándose”.
Los canarios del cambio climático
Los estilos de vida tradicionales son cada vez más difíciles.
Por Lynnley Browning
Antes eran árboles y osos polares, pero ahora los climatólogos prestan más atención a las personas.
Durante años, los estudios del cambio climático utilizaban gráficas con montones de números y complejos modelos para dar a conocer fenómenos como la reducción de los casquetes polares, la fusión de los glaciares y el permafrost, la decadencia de las poblaciones de caribúes, renos y focas, y el creciente nivel del mar desde Nigeria hasta las Malvinas y el Pacífico Sur.
Pero en años recientes, etnógrafos, sociólogos y grupos expertos han empezado a analizar más detenidamente el impacto social y cultural del cambio climático en las comunidades indígenas. Y así, han publicado estudios sobre pueblos como los waujá de Brasil, afectados por la mengua del bosque tropical amazónico; los pastores de renos sami del norte de Finlandia, Suecia y Noruega, cada vez más templado; las tribus de habla bantú y khoisan en la blanca Cuenca del Kalahari, en África subsahariana; y las comunidades de subsistencia de Bangladés y Malasia, cuyos asentamientos costeros están expuestos a las inundaciones de monzones, tifones y crecientes niveles marinos. Esas investigaciones reflejan una mayor conciencia académica y política de que las culturas y sociedades ligadas al medioambiente poseen un conocimiento multigeneracional que les confiere una comprensión especial de los cambios en la naturaleza.
“En la última década, todos —de pronto— comprendieron que el impacto en las personas es realmente importante y no una simple consecuencia”, dice Douglas Causey, profesor de ciencias biológicas y director del Centro de Investigación Ambiental Aplicada de la Universidad de Alaska, Anchorage. “Hay una convicción creciente de que el cambio climático es más que un artefacto científico.”
En 2014 la Tierra vivió el año más caluroso desde que comenzara a llevarse el registro, hace 135 años. De hecho, según la NASA y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica, desde 1998 se han identificado los diez años de mayor temperatura en la historia, nueve de ellos en el siglo XXI. Y estudios recientes demuestran que los cambios son más acelerados de lo que se predijo. En marzo, la revista Science informó que, en 2009, la capa de hielo del Antártico comenzó a perder repentinamente su masa con un ritmo constante y rápido.
También hay creciente interés en los efectos geopolíticos del cambio climático. El Instituto Brookings calcula que, por cada punto porcentual que aumenta la temperatura y disminuye la precipitación pluvial promedio, los conflictos entre estados vecinos aumentan 4 por ciento, en tanto que los enfrentamientos violentos de grupos dentro de los estados escalan hasta 14 por ciento. Asimismo, estudiosos anticipan la apertura de nuevas rutas comerciales conforme se reduzca el casquete polar ártico, lo que podría derivar en conflictos militares, sobre todo con Rusia que, en 2007, plantó una bandera en el lecho marino, por debajo del Polo Norte, y tiene unos siete mil kilómetros de litoral ártico.
En el violento norte de Malí —convertido en un árido paisaje de chozas de polvo y barro debido a que la precipitación se ha reducido a menos de un tercio de lo que fuera hace casi dos décadas— eruditos consideran que la sequía derivada del cambio climático es responsable del conflicto entre las fuerzas gubernamentales y los rebeldes separatistas tuareg, quienes necesitan agua y pastura para su ganado. En marzo, la Academia Nacional de Ciencias publicó un estudio de revisión paritaria que estableció: “Hay pruebas de que la sequía 2007-2010 contribuyó al conflicto en Siria. Fue la peor sequía en el registro instrumental, causa del fracaso agrícola general y de la migración masiva de familias rurales hacia centros urbanos”. Diversos estudios sugieren que el cambio climático dará origen a refugiados permanentes.
En octubre pasado, un informe del Pentágono declaró: “El cambio climático presenta riesgos inmediatos a la seguridad nacional”. El entonces secretario de Defensa, Chuck Hagel, describió el cambio climático como un “multiplicador de amenazas” que podría exacerbar la diseminación de enfermedades infecciosas e insurgencias armadas. En ese tenor, el presidente Barack Obama se dirigió, en mayo, a los cadetes que egresaron de la Academia de Guardacostas de Estados Unidos y dijo que el cambio climático “constituye una grave amenaza para la seguridad global, un riesgo inmediato para nuestra seguridad nacional y, no lo duden, impactará la forma como nuestras fuerzas armadas defiendan el país”.