Lázaro Cárdenas, Seccional de Meoqui—Es
abril, el sol de mediodía brilla intensamente sobre los techos y las
calles de esta comunidad que parece aletargada, detenida en el tiempo.
Los campos agrícolas empiezan a reverdecer y en ellos, los primeros
jornaleros de la temporada, provenientes del Estado de Guerrero, se
enfrentan a la labor cotidiana en los sembradíos de cebolla.
Más allá,
entre calles angostas y casas minúsculas sus hijos se escabullen entre
las nubes de polvo, el canto de los gallos, la ropa que pende de un
tendedero y una casa construida a base de carrizos que sostienen un
endeble techo de hule.
Sus rostros resultan familiares igual que sus
nombres, sus zapatos viejos, el cabello despeinado, la piel dañada o la
pobreza en la que viven. Nada ha cambiado, excepto que ahora son un poco
mayores y quizá muy pronto, algunos deberán apoyar la economía familiar
y otras se unirán al círculo infinito de la maternidad temprana, las
enfermedades y la vejez prematura.
Hace un par de años
Rosalba, Mayra, Natalia y Rufino jugaban en el mismo patio donde ahora
lo hacen, se bañaban bajo la única llave de agua potable que existe en
el lugar —a la intemperie y sin protección de ningún tipo— y corrían
tras la gata vieja que ahora lanza maullidos de abuela. El perro no
ladra ni hace sonido alguno, prefiere dormir bajo la sombra de una de
las tres aulas móviles que se han instalado para que los niños vayan a
la escuela.
“Son 38 niños de preescolar y primaria, todos vienen
de Guerrero pero el próximo mes la cantidad aumentará considerablemente
porque es cuando llega el grueso de los jornaleros que también vienen de
Oaxaca”, dice el profesor José Hernández, quien concluye las labores
del día acompañado de otro maestro más joven con quien comparte la
responsabilidad de atender a los menores. Las clases, dice, iniciaron el
1 de abril y se extenderán hasta diciembre próximo con el objetivo de
que los niños saquen el ciclo escolar adelante. Las puertas de las aulas
se abren a las nueve de la mañana y cierran a la una de la tarde.
Los
niños se quedan entonces allí, esperando que el olor a comida que
emerge desde el interior de las paredes de carrizos se concrete en un
plato de frijoles cocidos, un huevo o en tortillas calientes preparadas
por las manos de las mujeres adultas, sus madres, que no hablan español y
desconfían de todo el que se acerca.
Rosalba yace junto a los
pies de su madre quien intenta peinar sus cabellos rebeldes con un
cepillo de cerdas negras y dobladas y cuyo cuerpo encorvado la hace
parecer más pequeña de lo que es junto a los azadones apilados que los
hombres y mujeres llevan al campo. Sus pies descalzos se confunden con
el color de la tierra donde un destrozado gato de peluche expira boca
abajo mientras otros pies descalzos también lo rondan. Son de Armando
quien enfrenta al mundo con la inocencia de sus cinco años.
“Yo te
recuerdo, me trajiste un cepillo de dientes y una crema para la cara”
dice Mayra, quien ahora luce una sonrisa desdentada por proceso natural y
una piel dañada por la continua exposición al sol, a la tierra, al
agua, a la falta de crema y a la condición de “mexicana en desventaja”.
No es la única. La desventaja se percibe por todas partes igual que la
esperanza cuando pregunta “¿vas a volver?”